
Javier Orellano es un escritor y músico que vive en la ciudad de Junín, provincia de Buenos Aires. Toda su obra, tanto literaria como musical, retrata la naturaleza y modos de vivir de su región, las extensas pampas argentinas. Siguiendo los pasos de su querido Atahualpa Yupanqui, impone cadencia a su prosa y se adentra en los misterios de la tierra.
La gota de agua es el segundo libro de Orellano, una novela que pinta con imaginación el campo adentro de las pampas. Su primera obra, Chadí Leufú, es un libro de aventuras que narra los secretos del río Salado en un recorrido intenso hecho solamente con un gomón casero. Es también músico y compositor, con cuatro obras editadas al momento. Actualmente está preparando junto a Editorial Rama Negra su tercer libro, que le permitirá unir sus artes, ya que la narración vendrá acompañada con un disco.
El hurón
Corrían tiempos de sequía. En un verano agonizante, todo estaba quieto; ni una pequeña brisa, ni un poquito de viento. Las aves, detenidas con los picos abiertos; la tierra, tosca y quebrajada en un pronunciado lamento. Como en un último suspiro, los yuyos estaban raquíticos, arqueados, y las plantas tenían las hojas colgaditas hacia abajo cual labios estirados en un inmenso puchero. El cielo limpio, sin nube alguna, desplegaba un amplio paño turquesa. El sol radiante hacía crepitar el pasto seco.
El paisaje transmitía la sed y los principios de una feroz deshidratación. Y ahí fue, en ese preciso instante, cuando la gota de agua salió al camino… el viejo camino a Bayauca. Pasó por una añosa construcción. Alguien le contó que era un boliche de antaño que se llamaba “La Lata”. Unos pasos después, llegó a unas plantas autóctonas a las que observó por un largo rato con un poco de extrañeza y bastante curiosidad. Algo le atraía de esa especie de cactus ancestral, pero como nada sabía de ella, no le dio mucha importancia.
Entonces siguió un poco más y llegó a un añejo montecito de olmos, a un aromo, a un ombú, a una avenida de fresnos. Siguió el serpenteo del camino y pasó por un enlace de colas de zorro. Parecían puestas a propósito para embellecer el paisaje y decorar el derrotero. Cuando llegó a una palmera solitaria, luego de una curva, se perdió. Cruzó los cuatro caminos y luchó contra los ocho vientos y el cruel embate de la coacción.
Justo ahí, en el cruce de caminos, le contaron que hubo una pulpería en cuya puerta se deletreaba “El Eucalito”. Paraje de reseros, cosecheros, peones, estibadores, músicos y bailarines que, sin pretenderlo, estaban estructurando lo que después se conoció como la cuna del patrimonio cultural de la nación. Pesebre donde nacía el dulzor de la zamba, rayaba el malambo, maduraban la milonga, el estilo, la cifra y tanto ritmo accidentalmente geográfico. El hombre necesitó traducir el paisaje de su existencia en esos lugares, y lo hizo naturalmente entre amores y pendencias, anhelos, distancias y vivencias; trenzando los mimbres de lo que hoy se conoce como el folclore.
Actualmente no se puede hallar ningún rastro material de esa pulpería, solo el tanque australiano, partido y casi derrumbado, pero el bordoneo profundo de alguna vieja vigüela nacida en el cruce de caminos donde el hombre arrimó su soledad quizá todavía esté vibrando en algún recóndito lugar de nuestra tierra argentina. Esto sintió la gota cuando más o menos comprendió dónde estaba.
El camino continuaba y ella continuó. Pasó por el monte del quince y siguió. Atravesó los cardos con sus flores fucsias de cara al sol y el verde vivo acicalado y contorneado de blanco. Después se encontró con un pequeño fachinal de flechilla en un vasto manto de ramilletes que dejaban túneles por debajo de una capota blanca y gastada. Mas allá, la mostacilla con sus innumerables flores amarillentas y la bolsa de pastor con sus diminutas campanillas rosadas.
La gota miraba los yuyos y los nombraba. Bautizaba a los que no conocía resaltando sus atributos más esenciales o sus aromas originales, y así se entretenía y alivianaba el paso.
En tanto, escuchó el movimiento de los pastos y sintió que algo se aproximaba. Atinó a esconderse, pero no tuvo tiempo, pues el animal ya estaba a su lado olfateándola. Temblorosa, tendió a acurrucarse. Esperaba ser absorbida por el gran ratón. Pero el tiempo transcurrió y nada sucedió. Entonces abrió los ojos y vio al animal de casquete negro, collar blanco y traje marrón. Su mirada estaba colmada de candor, y una voz inocente así le habló:
—No tenés por qué asustarte, gotita. Yo soy el hurón.
La gota sabía que los hurones tienen grandes caracteres, como la honestidad y el respeto, aunque prefieren no mostrarse mucho. Pero aquí estaba, frente a frente con uno. Entonces el roedor le contó que para ellos uno de sus tesoros más preciados es la intimidad, porque ahí nada se finge, todo es como es, y el ambiente cobra su sentido más puro. Hasta que interrumpió su propio relato y le preguntó:
—Pero, ¿qué hace una gota sola en el descampado y la desolación?
Y la gota, que estaba embelesada con el simple y certero relato del hurón, hizo una pausa, llenó su pecho de aire, suspiró y respondió:
—¡Estoy buscando un charco para subir a hablar con Dios!
El humilde ratoncito intuía haber entendido, igualmente le terminó de formular la pregunta para corroborar lo cabalmente exacto de la intención en el pensamiento de la gota. Entonces replicó:
—¿Y qué vas a decirle al señor de los cielos?
—¡Que haga llover! —contestó la gotita con cierta fiereza y rapidez. En tanto, el hurón se detuvo por un instante y levantó la vista. Llevó una mano al mentón y mientras jugaba con sus dedillos en la papada, miró para un lado, para el otro, alzó la vista hacia arriba, pensó y concluyó:
—¡Habría que preguntarle a algún ave rapaz!
Y en eso se escuchó el gran ruido de un motor y unos desaforados ladridos de perros. Se bajaron dos hombres de una camioneta con sendas armas de fuego y soltaron los perros al campo. El hurón le dijo a la gota:
—Me voy a tener que ir. Ya me olfatearon esos perros y al igual que sus dueños, los humanoides, siempre abusan de la confianza.
—¡A mí también me descubrirán! —dijo la gotita asustada.
—Te podés ocultar ahí dentro, donde puedas verlos y ellos no puedan llegar —y le señaló un extenso y enramado cardal.
La gota se metió entre un matorral de cardos y por entre sus espinas empezó a escalar hasta llegar a la flor. Desde allá, acompañando el movimiento del viento, lo miró al hurón que estaba casi acorralado por los perros.
En un metro de baldosa el príncipe de los subterráneos se les hizo humo en dos amagues certeros. Se metió en una cueva de peludo dejando una cortina de polvillo flotando por un ratito en el aire. Se perdió por ahí, esfumándose en los túneles de lo desconocido.
Se escucharon cuatro tiros hacia una paloma que venía cruzando al vuelo, pero los hombres fallaron, al igual que sus animales domesticados para nada, que solo aprendieron a engullir con gran atropello y a aturdir con torpes gritos ensordecedores.
Después de un rato se escuchó el desmonte de sus armas y partieron con el fracaso a cuestas. Discutiendo y culpándose entre ellos, aporrearon a sus mascotas al ver en sus fieles lo que había en ellos mismos. Arrancaron el vehículo, tiraron al camino botellas de plástico y bolsas de nailon y se fueron a seguir ensuciando e intoxicando a sus hijos y a sus nietos.
La gota ya había bajado del cardo y estaba pisando tierra firme. Se sacudió un poco, se sacó varias espinas secas y siguió mientras cruzaba gramilla, dichondra, cepa de caballo, diente de león, cerraja, chamico y otros yuyos que parecía que nadie había sembrado y que venían de remotos lugares y tiempos.
Cavilaba en lo que había dicho el hurón: “había que preguntarle al ave rapaz”. Entonces ataba y desataba cabos en su interior mientras pensaba: “el ave rapaz, el que conoce los vientos, el que llega a las alturas, el que tiene un amplio espectro en su visión, el que puede detectar el mínimo ruido en medio de un vendaval… él podría decirme dónde hay un charco de agua”. El ave rapaz: símbolo de la independencia y de la libertad, que expresa cuando se zambulle a los vientos rozando sus límites y meciéndose en ellos, con su cola abierta en abanico y sus alas desplegadas con las plumas de las puntas separadas entre sí.
La gota levantó la vista y, como si fuera producto de la evocación, en lo alto divisó a un hermoso aguilucho de plumas negras y dorso blanco que describía círculos en el aire, zigzagueaba en ocho, se tiraba en clavado y remontaba más y más alto cada vez. Por un instante quedaba inmóvil y se volcaba a una velocidad escalofriante para subir como un cohete nuevamente. Como dijo el gran Murphy: “Es hermoso observar a alguien cuando domina su elemento, cuando es parte de su componente… Cualquier espectador que pueda contemplar estas artes, sentirá que su espíritu se eleva”. Y allá estaba: el acróbata de los aires, osado a los vientos. Una yunta de chimangos volaba en circunferencia a cierta distancia de él. Las demás aves se mantenían por debajo y, sobre ellos, el cielo. Las demás aves ya no cantaban, pues todas se deleitaban con la función de estos pájaros de garra robusta, pico ganchudo y corazón aventurero hecho de hielo y de fuego, intrépido, mágico, inquieto y solitario.
La gota los miraba desde el suelo y sentía que era muy difícil llegarles. ¿Cómo hablaría con ellos? ¿Qué les preguntaría? ¿Se burlarían de ella? ¿O la beberían de un sorbo? Una y mil veces la gota pensaba y repensaba, y ellos allá arriba, bien lejos, no se daban por aludidos y continuaban con la danza a cielo abierto. Ella, contagiada por su propio entusiasmo, no perdía el ímpetu ni la fe, pues nada era tan fuerte como ese diamante escondido, atesorado dentro de su alma que le cosquilleaba y le repercutía en su interior alentándola a continuar… algo le decía que había que seguir.
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