Este texto comienza con el fútbol y le envía un pase al área de la literatura. ¿Será que lo que tanto odiamos es lo que en realidad más admiramos de este país?

Por: Enrique Patiño *
Gran parte de los que aman Argentina (o la odian, claro está, y esos, en nuestra Colombia, parecen mayoría) lo hacen movidos por el fútbol.
Hay razones claras para esa preponderancia de amores y odios a partir del deporte: además de la calidad de los jugadores del país que más exporta talento al mundo junto con Brasil, su selección es la actual subcampeona de América y del planeta, algo grande, muy grande, que sin embargo los envidiosos que somos todo el resto del mundo y los inconformes que son ellos mismos, consideran poca cosa. Ojalá fuéramos segundos todos los demás, pero sacamos pecho mirando los listados en los que nos ubican en puestos medios de la tabla de selecciones nacionales y decimos que las copas no son importantes. Uno se pregunta por qué las jugamos si es que no nos importa ganarlas.
Gran parte de los que odian esa república en el sur del continente lo hacen porque dicen que el ego de los argentinos es una cosa insoportable. El más execrable de los sentimientos humanos. El peor. Y le hacen fuerza a Alemania, a Hungría, a Bélgica, a Nigeria o al contendiente de turno para que aplasten con un triunfo humillante ese ego. Ahora que mi país se rasga las vestiduras porque su Miss Colombia no fue Miss Universo sino su virreina, me pregunto si lo nuestro no es un síntoma de ego peor aún.
Ser virreina es bueno y ya está, en lo que sea, y pensar que no lo es significa comportarse según el modelo estadounidense del éxito en el que solo hay campo para el primero. Pero nuestro ego nos enceguece, nos hace atacar a los que piensen lo contrario, a los que digan que James Rodríguez no es uno de los mejores jugadores del mundo, a los que digan que Montoya no es uno de los grandes automovilistas que corren en las pistas del planeta (un colega mío, editor deportivo en El Tiempo, fue despedido por mencionarlo hace algunos años), a los que piensen que Shakira no es una de las cantantes más maravillosas del mundo. Puede que lo sean o no, no importa, pero que duden de nosotros nos lleva a reaccionar con violencia.
Los colombianos vemos noticias en las que no cuenta que el Real Madrid gane o pierda, sino si James jugó. En las que los titulares mencionan que “Arsenal ganó con David Ospina en el banco” y esa es la noticia. Eso es ego. También, y del muy malo, aunque no lo veamos por tanto ego enceguecedor ante nuestros ojos. Y por eso, años después, seguiremos diciendo que el gol de Yepes en el Mundial sí era gol y que nos robaron la Copa del Mundo con ese fallo arbitral. Ego irremediable. Ego corrosivo.
Pero el ego argentino, que tiene todo lo malo que se pueda tener (y muchos de nuestros mismos vicios), que los hace odiar a los equipos contrarios y a los países lejanos, que los hace vanagloriarse de cosas fútiles, tiene sin embargo algo distinto.
Hay una valentía profunda que los ha movido al ego y es su legado de inmigrantes que se abrieron campo en un país difícil en medio de una pobreza atroz. Y su legado de criollos corajudos que sobrevivieron en sus pampas. Es un ego que, más allá de lo tonto que pueda resultar en su expresión más popular, los ha movido a la grandeza porque creen realmente que son capaces de cambiar el curso de la historia, que en verdad su imaginación y su talento los puede sacar adelante, que su esfuerzo puede cambiar el curso de su propia historia. Y luchan por ello, tienen pundonor, tienen garra, tienen una voz distinta. Además, lo dan todo en la vida por demostrarlo.
Digamos lo cierto: pocas mentes son realmente fuertes –del estilo de Nairo Quintana– para sobreponerse a una vida de dificultades. La mayoría nos vencemos antes de luchar. En nuestro país ha imperado un sistema en el que no se promueve el talento sino la docilidad, el acatamiento de las leyes absurdas, el pago a los servidores públicos por lo que es nuestro derecho, la burocracia, la corrupción eterna. Allá también hay ladrones, robos, presidentes y presidentas desastrosos, y borregos que creen en sus palabras ciegamente. Pero el argentino conserva esa enjundia de quererse lo suficiente como para que se sienta y se sepa que él existe. Ego que trasciende la vanidad y se convierte en valentía.
Por eso amo su literatura. Porque hay voces que siempre me sorprendieron y me siguen sorprendiendo por su afán de diferenciarse. Porque cuando comencé a leer a Bioy Casares entendí que narraba mundos que yo no conocía y todos ellos eran hermosos y llenos de grandeza, y porque gracias a él llegué a Silvina Ocampo. Porque Borges es un universo en sí mismo y siempre vale la pena volver a él y es un milagro de la imaginación. Porque a Sabato lo escuché a sus 97 años hablando de la vida y de cómo ser valientes en el mundo y admiré su tesón. Porque Cortázar es el derroche pleno de la imaginación. Porque Aira publica y publica y se la juega siempre. Porque Mempo Giardinelli me enamoró con sus narraciones sobre la Patagonia y también con su Luna caliente.
Pero también porque Rodolfo Walsh marcó un estilo en el periodismo que es un referente tan poderoso como el que dejó el periodismo norteamericano. Porque Caparrós es un trabajador incansable y un investigador admirable. PorqueEduardo Sacheri me atrapó con su libro La pregunta de sus ojos tanto como la peli que ganó el Óscar. Porque José Hernández y su Martín Fierro marcaron mi primera mirada sobre ese lugar del mundo. Porque Samanta Schweblin tiene una literatura que me incomoda y me sofoca, y eso también es un logro. Porque confieso haberme demorado leyendo a Federico Andahazi sin poderlo soltar por su capacidad de hilar tramas complejas. Por la poesía de Alfonsina Storni, tan femenina, libre y solitaria como las mujeres que buscan también hoy su espacio en el mundo.
Por Quino, Fontanarrosa, Marcelo Figueras (cuyo libro Kamchatka tengo subrayado como un tesoro en una esquina de mi biblioteca). Por la brutalidad dolorosa y contundente de los libros de Pablo Ramos. Por la elegante cotidianidad que absorbe y no permite escapar de Hebe Uhart. Por Piglia, a quien me falta leer. Por Pablo Hernán Di Marco, un creador que apenas comienza a sonar con su Tríptico del desamparo, pero que tiene talento a borbotones y es un gran ser humano.
Por todos aquellos que ahora he olvidado y todos los que no he leído y seguramente son excelentes. Y también porque sus cantantes aspiran a la literatura, porque sus creativos publicitarios hacen algo más que vender una marca, porque sus artistas son contestatarios, porque su ego los hace cuestionar a los demás y por tanto a sí mismos, porque su desfachatez al hablar se convierte en elegancia y fluidez al narrar.
Juan Camilo Rincón, un colombiano que escribió sobre Borges y sobre Cortázar dos libros inmensos (Ser colombiano es cuestión de fe y Viaje al corazón de Cortázar, dijo una frase en una tertulia suya que conservo y tal vez él haya olvidado: “Borges, más que ego, tenía un alter ego” para referirse a su capacidad de desdoblarse.
Eso, quizás, es lo que odiamos (o amamos) del fútbol de los argentinos y de sus escritores: que lo dan todo, que parecen tan ellos mismos que se convierten en otros, y esos otros son la proyección de lo mejor de nosotros mismos, de lo que soñamos ser o convertirnos en la fantasía y la ficción. O en el día a día.
Si los odiamos es porque son lo que no seremos y queremos ser. Si los amamos, igual no les importa y simplemente son.
(*) Enrique Patiño nació en Santa Marta, Colombia. Ha trabajado como periodista, editor y director en medios como El Heraldo, Diners, El Tiempo, Revista Semana, entre otros. Conocido cronista, dirigió además la Revista independiente DC.
En el exterior ha colaborado en el Financial Times Deutschland, de Alemania; y en La Razón y Cinco Días, de España. Ganó el premio de la SIP a mejor crónica de Las Américas y actualmente combina sus dos pasiones, la fotografía y la escritura. En Literariedad presenta su visión de la literatura en general, y en particular, a modo de artículos y reseñas.