
“El grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido”. Milán Kundera.
«Trabajemos, porque trabajar es menos aburrido que divertirse». Charles Baudelaire.
No existe más belleza ni más consuelo que en la mirada que se dirige hacia lo gris, lo soporta, se detiene allí, y adivina, en la desapaciguada conciencia de la negación, la posibilidad de lo bueno. Theodor W. Adorno.
“Yo estoy absolutamente en contra de la idea de realidad que está instalada en el mundo. Estoy absolutamente en contra del sistema de valores morales, absolutamente en contra del sistema de valores económicos, estoy en contra del libre mercado. Todo eso me parecen falsedades sin nombre. Pero esos que parecen grandes temas no son grandes temas, son cosas de todos los días. El constreñimiento de esas cosas las percibes en el día a día. Esas ideas tan generales son las que hacen que un tipo en Salta pierda su trabajo, tenga que ir a cortar una ruta, o que yo en mi trabajo de cine consiga plata para hacer una película que no le va a importar a nadie». Lucrecia Martel.
El universo de Martel entre el caos y lo poético
Contra esa realidad mediatizada y frivolizada en el cine, surge la necesidad de que nuevos relatos diversifiquen la escena. El nuevo cine argentino Independiente reacciona contra viejas recetas a favor de propias construcciones conceptuales: nuevos cuestionamientos, nuevas miradas, nuevos modos de abordar la realidad. Todos ellos tienen en común proyectos, esperanzas, creatividad, muchas ganas de contar historias, en su mayoría con muy reducidos presupuestos, y de cambiar el mundo que les toca vivir. Lucrecia Martel, guionista y realizadora, se introduce en el cine con una mirada audaz y sutil, provista de un lenguaje muy personal y muy claro: sabe cómo desea expresar sus imaginarios, que son mundos insospechados e intangibles, mundos de la emoción poética, que tienen la capacidad de transportarnos y poseen esa condición seductora y misteriosa de poder encerrar muchos más significados que lo concreto. Su discurso revela dos puntos fundamentales, una delicada introspección en el papel femenino frente a su entorno y un interés por las circunstancias sociopolíticas que atraviesa su país, siempre desde visiones inseparables de la feminidad. Sus personajes fuertes, decisivos, son mujeres: criaturas que se desenvuelven en espacios encerrados con atmósferas opresivas e inquietantes. En La ciénaga hipnotiza desde la primera escena con una historia que narra la vida de dos familias: una de clase media baja urbana y otra de productores en decadencia, que se entrelazan en un entorno de geografía y de clima claustrofóbico en una provincia del norte argentino. Ritmo sereno, caos y tiempos detenidos, muertos, congelados y líquidos, nada sucede pero la tragedia acecha en forma constante y el hecho trágico, impacta por la hipnótica fuerza emocional manejada en la totalidad del relato.
Sus películas permanecen tan fuertes en sus convicciones que se vuelven como sus protagonistas: herméticos, con historias sin ninguna posibilidad de permeabilidad, de lectura de sus múltiples y estilizadas capas, sin posibilidad de bucear en sus imágenes compuestas de maravillosos encuadres. El diálogo con el espectador desaparece. La tensión se convierte en algo ajeno, y de repente, sin darnos cuenta, nos ha dejado de importar. La ciénaga es el pantano que imposibilita el esfuerzo de los personajes por salir de la inmovilidad, una mágica metáfora del estancamiento y el extravío argentino, que se condensa en la primera secuencia donde se ve a una vaca sumergida en el lodo, asomando la cabeza y luchando por sobrevivir. Impecablemente realizada, con un sólido guión, narrada sin música -solo sonidos directos de la naturaleza, o el de la televisión encendida con la insistente noticia relacionada con los sucesos que sacuden a la ciudad: la aparición de la virgen en los muros de algunas casas (la devoción religiosa como una forma de salida personal y colectiva a la crisis)-, un cuidadoso tratamiento visual impregnado de imágenes poéticas. La cámara se involucra profundamente con los personajes. Los planos se cierran sobre sus reacciones, sus gestos, sobre pequeños detalles. Planos estáticos y cerrados son los recursos utilizados para describir el interior de un universo, que en sí, es un estado de ánimo: la apatía y el enclaustramiento. Resulta interesante la combinación de sensaciones muertas y las muestras de naturalidad y frescura que imprimen los actores veteranos y los actores no profesionales y por otro, la presencia de los niños que parecen ser los más vigorosos, inquietos y descontaminados del conjunto de personajes resignados que deambulan sin rumbo.
De esta manera, Lucrecia Martel irrumpe en la escena como una auténtica representante de un fenómeno cultural que sobrepasa los límites geográficos en un universo teñido de realismo sucio, desde una óptica subjetiva y compleja que busca convocar ese espacio para la meditación: cuestiones fundamentales, si lo que buscamos es crear las posibilidades de superar las dificultades y dar el paso siguiente hacia una nueva fase de la vida.
Las películas de Lucrecia Martel son como punzadas en el corazón. Van directas a nuestros temores, a escarbar en lo más hondo de nosotros, de nuestro subconsciente, y nosotros, como espectadores, acusamos esa ausencia de diálogo y de evidencias simbólicas para enfrentarnos con un desasosiego continuo, en los que sus películas se tornan, de forma sutil, en un breve combate contra nosotros. En ese sentido, Martel es una maestra en el arte de contar historias. Sus premisas de partida recuerdan al cine de Antonioni, pero esas excusas narrativas aparentemente arbitrarias que disparan el relato sirven para otro fin diferente, que no es otro que esa exploración continua del yo interior, de las tensiones interiores que desgarran nuestra naturaleza y ponen del revés un mundo de frágiles cimientos de los que es muy fácil desprenderse. El atropello de un niño que juega en la calle dispara toda una película que sólo sucede en la mente de la protagonista, un difícil personaje que se vuelve cada vez más hermético, apresada por el temor que le ha causado el accidente. Finalmente, identificarse con ella resulta imposible. Lo único que podemos hacer es alejarnos de ese drama en lo personal e intentar resolver otras capas narrativas, como esa omnipresente crítica a la clase social burguesa que articula todo el relato y que sirve para poner en contraste las preocupaciones del personaje con las del resto del mundo. Martel crea miedo, crea tensión, porque sabe hablar de lo cotidiano con tanta cercanía que apabulla. Su gusto por crear situaciones angustiosas la ha llevado a convertirse en una autora con una gran habilidad para la creación de tensiones abrumadora. En ese proceso la propia historia se diluye en la búsqueda de una tensión constante que no dé respiro al espectador.
Dice Lucrecia Martel que el hotel donde se desarrolla la trama de La niña santa es un lugar «atemporal», un lugar «universal» con muebles de distintas épocas que no se anclan en la escenografía a un lugar o tiempo específico. De lo que se trata es de recrear una situación que despierte la curiosidad de un espectador exigente, que lo invite a involucrarse, que no lo haga olvidarse de sí mismo. En el caso del hotel por ejemplo, se vuelve difícil no reconocer las marcas espaciotemporales de la historia. Se vuelve imposible no encontrar resonancias y paralelismos entre la localización geográfica de La ciénaga y La niña santa, aunque en la «piscina» de La niña santa se pueda nadar y en la de La ciénaga, no. La ciénaga y La niña santa le cuentan al espectador historias que podrían estar ubicadas en cualquier lugar del mundo, pero sí en un lugar: el de la adolescencia femenina en una sociedad periférica. El desafío estético del cine de Lucrecia Martel es justamente el de involucrar magistralmente al espectador en un mundo marginal al menos en estas cuatro instancias: la edad de la adolescencia en familias disfuncionales, la domesticidad del papel femenino, la sociedad provinciana del noroeste argentino y un país venido a menos. Las afirmaciones identitarias intentan ubicarse en la ideología del «supra locus» de lo artístico, es decir, por encima de las diferencias genéricas y contradictoriamente se articulan a las exigencias y economías del mercado, cuyos espectadores, productores y patrocinadores no son sólo mujeres. No se trata entonces ni de privilegiar ni de menoscabar temáticas o perspectivas específicamente «femeninas», como señala la misma Lucrecia Martel: Situar mejor a la mujer en la sociedad es parte de una lucha para establecer una mejor situación social para todo el mundo.
Los personajes femeninos de Martel, sobre todo las protagonistas adolescentes son poderosamente incómodos como la risa de la Medusa. Los escasos planos de la directora captan el detalle que los vuelve moralmente desestabilizantes, provocadores sutiles y reales. La cámara nos los muestra en ese espacio limítrofe entre la aceptación y la transgresión de la norma. Las opciones estéticas de Martel, aunque de extrema sutileza y de un cuidado obsesivo en cada toma, no plantean mayores desafíos al convencional “cine de autor”. Por ejemplo, a diferencia de sus colegas argentinos como Pablo Trapero o Carlos Sorín, Martel inserta en su casting a figuras consagradas del cine y la televisión argentinas. Tampoco, a diferencia de Trapero y Daniel Burman, utiliza la técnica documental de la cámara en mano para conferir realismo a sus largometrajes, ni la fragmentación excesiva del montaje. En este lenguaje cinematográfico casi tradicional, Martel negocia la visibilidad de lo no tradicional. En esa tensión, una de las tantas de sus películas, vemos retratado lo que tradicionalmente no se retrata en el cine argentino: la periferia geográfica del noroeste argentino, la decadencia de sus clases aristocráticas provincianas, la existencia empantanada de mujeres domésticas antes supuestamente «ángeles del hogar» y el poder místico y sacrílego de la adolescencia unido al despertar sexual. En esa tensión se construye la visibilidad de lo no visible, de lo que permanece con la fuerza insurgente de las estructuras de sentimiento que todavía el lenguaje no ha disciplinado. El despertar sexual en la niña santa, tiene el poder de desestabilizar un orden más o menos disciplinado y controlado: la familia de Jano, la moral de la familia católica de su madre Helena, su tía y la abuela, en una sociedad de provincia. La poderosa transgresión del despertar sexual adolescente es castigada con la fuerza del mito, y es en esto donde radica el poder de su amenaza. El desarrollo del adolescente afectará su entorno familiar y social. Los cambios en el cuerpo del adolescente no pueden ser desestimados por los otros, porque el adolescente buscará en ellos satisfacer su necesidad de auto-confirmación. El drama adolescente se desarrolla como una respuesta corporal hacia los otros, en el especial descubrimiento de que lo sexual subyace en la existencia humana e impregna una atmósfera ambigua que coexiste con la vida, como señalaba Merleau Ponty. El despertar sexual de la niña santa no será privado. Fue público desde el inicio. Este despertar de la conciencia sexual junto con la nueva atención y percepción del cuerpo necesitan encontrar en la psicología adolescente la legitimidad perdida con la expulsión del paraíso de la infancia. La internalización de la sexualidad como pecado por la «transgresión» mítica del saberse desnudo necesita encauzarse en algún vehículo de aceptación sociocultural. Mientras la mayoría de los adolescentes encuentran este cauce de aceptación social en el discurso sobre el amor y la intimidad que propone el cine, la televisión o la música. En una sociedad conservadora, donde los niños y adolescentes son educados en colegios católicos o forman parte de grupos eclesiásticos juveniles, Amalia encuentra el significado del amor y el deseo en la vocación religiosa de «salvar las almas». De este modo, el personaje halla en el discurso místico del grupo católico un modo de reflexionar y comprender sus sentimientos. Se plantea la unión de la sexualidad con la devoción religiosa. La atención excesiva de la Iglesia sobre los pecados de la carne termina potenciando aquello que prohíbe.
La ilegalidad y la sensación de transgresión asociadas a los cambios corporales deben ser aprobadas y legitimadas, como medio indispensable para la configuración de una identidad estable para el adolescente. Desde las novelas de Samuel Richardson del siglo XVIII pasando por el folletín decimonónico hasta llegar al cine de Hollywood contemporáneo, la narrativa sobre el amor ha formado parte de una economía de mercado heterosexual de gran rendimiento en este sentido. Dichas narrativas proveen a su público de las instrucciones necesarias e institucionalizadas en los asuntos del amor. En La niña santa, las fuentes más populares de construcción de un significado social para el romance y la sexualidad para las mujeres son dejadas de lado.
A diferencia de la mayoría de las adolescentes, la niña no sigue las instrucciones amorosas de las películas de Hollywood con su acostumbrado argumento de la heroína romántica subyugada felizmente a la voluntad varonil. La niña encuentra una fuente de significado en la tergiversación creativa del misticismo religioso. Martel explora en la relación entre las dos adolescentes, la niña y Josefina, la experimentación de la sexualidad fluctuante y la incertidumbre del juego como práctica o entrenamiento para la futura performance sexual. El beso que las dos amigas se dan es un movimiento simbólico hacia el otro, un anticipo. Este primer beso es parte de un juego de pasaje que asegura el éxito de la misma acción en una futura situación «real». La experimentación, la práctica y el juego adolescente están estrechamente vinculados al sentimiento incisivamente reconstruido de camaradería y amistad entre ambas.
El tema del escape de la abrumadora cotidianidad de la vida de mujeres esposas y madres es recurrente en el cine y la literatura. Desde Madame Bovary de Flaubert hasta los ejemplos del cine de Hollywood de los últimos años como Lejos del cielo de Todd Haynes y The Hours de Stephen Daldry. Uno ejemplo del cine europeo con respecto a este tema es Pan y Tulipanes de Silvio Soldini. Estos filmes, aunque con la pretensión de instaurar una cierta distancia crítica con respecto a la imagen femenina de los años cincuenta en los medios de comunicación, actúan en gran medida como sus géneros predecesores.
Beatriz Sarlo, en su estudio sobre la literatura sentimental del folletín escribe: La literatura sentimental de estas narraciones no propone jamás una distancia crítica o irónica respecto de su objeto: es un Erzats de la literatura cultivada en dos sentidos. En primer lugar, porque es consumida en lugar de otros textos ficcionales. En segundo lugar, porque proporciona un mundo de ensoñación como alternativa imaginaria de carácter compensatorio frente a las relaciones reales entre hombres y mujeres.
La ciénaga conecta con el «mundo de ensoñación» escapista del folletín y del cine de Hollywood para subvertirlo. Tanto Tali como Mecha, necesitan también de esta fuga transitoria para poder seguir adelante con una existencia empantanada en la ciénaga: Vayámonos a Bolivia-le suplica la alcohólica Mecha a Tali con cierta complicidad- a ver si me quedo encerrada en este cuarto hasta que me muera como la mami. Pero, a diferencia de los géneros sentimentales, en la película el escape nunca puede concretarse. Las protagonistas de La ciénaga no pueden realizar nunca el viaje a Bolivia con la excusa de comprar útiles escolares para los chicos. Ambas mujeres quedan atrapadas en un matrimonio asfixiante, Tali con Rafael, un hombre posesivo y dominante y Mecha con Gregorio, un alcohólico inservible e infiel.
El viaje queda inscrito en el deseo. Su frustración simboliza la imposibilidad de una liberación legal o social. Paradójicamente, el viaje a Bolivia percibido por Rafael como peligroso para «dos mujeres solas», podría haber impedido el final trágico. El accidente del hijo menor en el patio de la casa familiar muestra que no se puede controlar la vida y la muerte aún dentro del propio hogar. Con su vuelta sobre el eje del tópico del escape femenino, el cine de Martel entabla un diálogo crítico con los géneros discursivos tanto culto y popular que le preceden. La ciénaga interpela lo usual desde una perspectiva inusual y nos confiere una realidad sin consuelo o compensación. El eje medular de las películas de Martel se sitúa, más allá de sus personajes femeninos, en una observación de la estructura social en su totalidad. Lejos de presentar una sociedad rural o tradicional utópica, Martel desmonta toda visión posible del llamado «interior» del país como arcadia idílica. Su visión de la periferia geopolítica de Argentina va a contrapelo del discurso hegemónico de los circuitos representacionales de la nación. Esto es así no sólo porque la acción transcurre a miles de kilómetros de la capital nacional sino porque la naturaleza y el paisaje, cuando aparecen como en el caso de La ciénaga, constituyen una amenaza. En general, los personajes prefieren el encierro opresivo de las habitaciones privadas de la casona colonial de La ciénaga y del hotel de aguas termales en La niña santa, lo que provoca una situación asfixiante donde no hay espacio para respirar. Es el interior del interior.
Lucrecia Martel presenta una mirada original al enfocarse en la privacidad de la vida doméstica de este interior, con su relación dependiente y dialéctica entre patrones y sirvientes. Es evidente en las dos películas la dependencia recíproca entre patrones y sirvientes, algo que recuerda a la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Más allá del análisis socio económico susceptible de hacerse a esta situación específica, lo que derivaría en una aplicación del uso que Marx y otros hicieron de la filosofía hegeliana, me interesa retomar la interpretación hegeliana como posible y aplicable a muchas y diversas situaciones de superioridad y subordinación entre dos individuos. En sus películas, la hostilidad entre el grupo de los patrones o dueños de los campos, la casona y el hotel y el de los sirvientes o empleados, está marcada y es usada como principal fuente de tensión en la trama. Dicha hostilidad es a la vez una expresión de la absoluta dependencia sostenida entre ambos grupos, donde los papeles de amos y esclavos se vuelven ambiguos y fluctuantes. En La niña santa la administradora del hotel, no sólo mantiene el negocio sino que es la figura rectora de la moral de Helena y su vida sentimental. Helena se engaña a sí misma creyendo que es ella quien está en control del hotel y de su vida, pero lo que queda claro en el desarrollo de la película es que tanto ella como Fredy son dos niños a expensas de los sirvientes que regentan el mundo de los adultos y sus vidas. La escena más representativa del patetismo infantil de los hermanos es la de la llamada a Chile por la que Freddy intenta reiniciar una comunicación con sus hijos, con los que no habla desde su divorcio. Freddy quiere que sus hijos «vengan a ayudarlo con el hotel» porque Mirta «no puede sola con todo». Este instante de mediana lucidez es quebrado cuando la ex mujer de Freddy, la «Chilena», atiende el teléfono y cuelga sin decir nada.
En las dos películas abundan los ejemplos en este sentido, pero es en La ciénaga y particularmente con Joaquín, el hermano tuerto, donde la directora reflexiona más abiertamente sobre la falsa distinción, tanto ética como estética, de los mundos del amo y el esclavo. Joaquín ejecuta en toda la película una retórica de la distinción que separa a los de su clase de la clase subordinada. Luego de haber compartido una tarde de pesca con los chicos del pueblo, Joaquín desdeña los pescados recogidos para la cena y los tira al costado del camino afirmando que «estos indios» comen pescado que son «pura tierra». En otra escena, Joaquín acusa a los niños con los que juega y caza en el cerro de mantener relaciones sexuales con los perros «porque les gusta el pelito suavecito» de los animales. Estas prácticas «discursivas» del gusto sirven para distinguir identidades de clase y remarcar una distancia con los extraños presentes en el seno familiar, principalmente los empleados.
Con pocos planos, actores consagrados y un montaje relativamente convencional, Lucrecia Martel negocia la visibilidad de lo recóndito. La marginalidad de lo más privado y doméstico del interior de la provincia y la incomodidad social del despertar sexual de una adolescente en una sociedad conservadora y olvidada son puestas a la luz como desafío estético e ideológico. Tal vez, el principal logro del cine de Martel sea el de develar la tensión que constituye la repetición cíclica de la existencia. Algo siniestro, innombrable e incontrolable está a punto de pasar siempre en sus películas y pasa sin ambages. La tensión se expresa en la poderosa amenaza que la sexualidad adolescente representa para el mundo de los adultos, en la hostilidad y dependencia de señores y sirvientes conviviendo bajo el mismo techo e intercambiando roles de manera proteica, en el desesperado y frustrado intento de escape de la domesticidad femenina. La expectativa de lo siniestro innombrable e incontrolable mantiene al espectador en suspenso. Es así como Martel, a través de esta tensión sutil y omnipresente, logra contar la historia «atemporal» que involucra a un público distante, distinto y casi in-soportable.
Sin cabeza una mujer. Va por una ruta de tierra y tiene un accidente. El camino no es el principal sino un desvío, un atajo que sólo conoce quien está habituado al lugar en donde transcurre la acción. En esa senda de ripio ella pisa algo. No sabe qué es: puede ser una persona, quizás alguno de los chicos que juegan en el canal que acompaña el camino; puede ser un animal que se cruzó justo cuando ella se agachó a buscar sus anteojos de sol. No lo sabe ni lo va a saber porque toma una decisión: vuelve a arrancar el motor y abandona el lugar sin descender a ver qué fue lo que pisó. A diferencia de ella, nosotros vemos -en un plano que se aleja- a un perro muerto sobre el camino. La decisión de Lucrecia Martel en ese plano define las coordenadas éticas del film. No importa lo que haya pisado, importa el hecho de no haber descendido del auto a ver qué pasó. A partir de allí, La mujer sin cabeza pasa a ser un film donde siempre estará en primer plano un juego de percepciones sobre esa realidad incierta (para ella primero, para nosotros después) y sobre nuestros modos de acercarnos a ella. Ritos. Se muestra ida. Literalmente ha dejado este mundo de convenciones que llamamos “realidad” para refugiarse en un limbo de reglas propias, flexibles y desconocidas. Huye de su marido cuando éste regresa de dos días de cacería con la presa fresca y sangrante; llega a su consultorio odontológico y ocupa un lugar en la sala de espera; completa el formulario de sus análisis médicos con el nombre de la enfermera que la atendió en lugar de poner el suyo. Una serie de acontecimientos que sólo confirman lo evidente: ella se fue. En ese contexto de crisis se desata una feroz disputa entre ella y su familia, quienes buscan mantener a cómo dé lugar cierto orden establecido. Su hermano y su primo hacen todo lo posible para borrar las huellas del accidente, los registros del hospital en el que se atiende no aparecen, y como no podía ser de otra manera, los ritos familiares se mantienen. Todos le rezan a la Virgen del Rosario, las visitas a la moribunda tía se ven imperturbables y hasta hay tiempo de pensar en los regalos de casamiento de las amigas de sus hijas. Ella, confundida, sigue el ritual, mientras su fragilidad y esa nueva posición frente a lo que la rodea le dan indicios constantes de que el mundo es un lugar verdaderamente extraño. Fantasmas. Los seres humanos tendemos a buscar un orden en el curso de los hechos y una vez que lo encontramos y lo definimos nuestra visión de la realidad se va confirmando mediante una atención selectiva. Este proceso de percepción deslumbra a Martel, a punto tal que decide llevarlo al paroxismo. Los diálogos que se escuchan se unen, se chocan, se yuxtaponen, se confunden. No hay desde el registro sonoro una guía que permita distinguir qué es lo principal de lo accesorio. Esa es tarea para el espectador y le es incómoda. Lo mismo sucede con el desplazamiento de los cuerpos en escena y fuera de campo. Por momentos todo parece saturado, sobrecargado de información que no parece importante, sean discusiones sobre tintura de cabello o tortugas acuáticas en Santiago del Estero.
Todo está ahí: las palabras, los cuerpos, los fantasmas y el tiempo líquido, el no tiempo. Lo que vuelve fantástico al cine de Lucrecia es esa capacidad para cuestionar la estabilidad del suelo que estamos pisando. Y los mínimos elementos que necesita para ello. La tía desde su espacio sagrado –esa cama crujiente en la que pasa sus eternos días de enfermedad- ve el gastado video del casamiento de ella. Algo la sorprende: la tía Genoveva, quien supuestamente para ese entonces debía estar muerta. En otra escena Lala duerme hasta que la presencia de ella la despierta. Siente un ruido que puede provenir de debajo de la cama. Un chico sale de ahí. Ella lo mira. Lala le advierte. Son fantasmas. No los mires y desaparecen. Finalmente, el chico sale de cuadro. Con un hecho tan sencillo, casi una anécdota, algo nos queda claro: sólo ella y Lala tienen la capacidad de cuestionar el entorno en el que se encuentran. Una, por su estado de fragilidad después del accidente; la otra, por esa impunidad que sólo da la vejez. Agua. En La mujer sin cabeza están casi todas las obsesiones de su directora. La decadencia de cierta aristocracia de provincia, una sexualidad endogámica al borde de lo incestuoso, personajes que deambulan por las calles sin rumbo aparente, y esas piletas donde siempre –no importa si se trata de una pantanosa, la lujosa de un hotel, o una extraña construida atrás de una veterinaria- la inmersión es un acto peligroso. Tras el accidente, Vero avanza varios metros con su coche hasta que, ya alejada del lugar del hecho, decide bajarse del auto.
Camina perdida, inquieta, hasta que una imprevisible tormenta la sorprende. No es una tormenta más. Arruina a los autos, provoca inundaciones, y sobresale por su poderío. El agua, ese elemento omnipresente en la filmografía de Martel, adquiere una dimensión épica, casi de epopeya, como si una tragedia de dimensiones bíblicas se hubiera desatado sobre los habitantes del lugar y sobre ella en particular. Cuando algo sucede todos los años ya no es una calamidad, es una vergüenza, se le escucha decir a su amiga Josefina durante el diluvio. El aguacero marca el paso de la apacible rutina y las convenciones, a esos peligros velados de quien ya no confía en el mundo que la rodea. Misterio. ¿Ella está muerta? ¿Sus familiares y amigos lo están? ¿Cuáles son los fantasmas que ve la tía Lala? ¿Por qué Vero no se bajó del auto? La lista de preguntas es infinita, mientras Lucrecia Martel sigue tratando de investigar la fortaleza y la debilidad de ese tabique invisible que conduce las acciones humanas por un lado y no por otro. La proyección termina. La vuelta a la realidad es inevitable. Tanto, como ese sentimiento de desconfianza que se instala entre nosotros, que hace que a partir de ahora sintamos menos firme el suelo que pisamos. Y que, por alguna extraña razón, nos obliga a mirar constantemente hacia atrás con desconcierto y temor. No vaya a ser cosa que esa amenaza latente finalmente se concrete. Su mejor arma es la minuciosidad, su cualidad contemplativa y la estética profunda de cada encuadre.