
Llegaron los reyes
No digo una de sesenta; o una de edad de la que se sabe que no pasaría de los setenta; digo de una, bien conservada, eso sí, viuda en segundas nupcias, viuda reciente de un hombre más joven, una mujer activa, actualizada, de algún pico pasados los ochenta. Una mujer nada achacosa –conste-, encantadora, tolerante, incapaz de faltar un miércoles al té de la confitería “Ideal” con dos amigas pulcras y educadas, no tan expansivas, que saben arreglarse y asistir a cursos que se imparten en la Sociedad Hebraica Argentina.
Mi co-protagonista es Hebe y ocupa un departamento confortable de la avenida Las Heras, contrafrente. La hija la visita dos veces por semana, al mediodía. Una empleada del hijo mayor acude a las once de cada mañana y realiza las compras, cocina el pollo o las lentejas, lava y limpia, mientras Hebe se lee su matutino, subraya el título de una conferencia (“Nuestra Tradición Histórica y su Transformación Posterior”), cambia el long play de Brahms por el de “Romanzas Decimonónicas”, ingiere la dosis de Sibelium con su juguito de pomelos, recorta con una tijera la crítica de la última película de Franco Zeffirelli, que no se perdería la sigan o no la sigan Betty y Raquel.
Hebe había reparado en fotos difundidas en revistas donde luzco indumentaria de una conocida firma de moda masculina. Explicitó –nos conocimos, faltando un par de semanas para el fin del año, en la presentación de un libro de poemas- que mi apostura le recordaba a ese manequén. La entero de que soy modelo de ropa y de comerciales gráficos y filmados de todo tipo de productos, que hace seis años que me he iniciado y que, sin duda, soy la persona que le ha llamado la atención en esas fotografías. Me cuenta que su bisnieta ha incursionado en publicidad. Hilamos respecto de otros temas y volvemos a encontrarnos por casualidad el seis de enero, en la vereda de su casa. Casa en la que permanezco desde hace cinco horas, desinteresado de un compromiso de cierta trascendencia.
Rellenita, Hebe, de blanquísima piel y ojos glaucos, se me había aproximado en el sofá de estilo. Desde un ovalado retrato se esmeraban en escrutar el avance confiado de esta dama a quien rocé con sofocada agitación. Ella afirmó sus manos suaves en las mías. Nuestro primer abrazo, aún en el sofá, nos condujo a un éxtasis vago. No besé enseguida sus labios. No deseaba besar más que sus mejillas y morder más que sus hombros. Deseaba el contacto de los cuerpos, la epifanía. Deseaba, ardiente, que Hebe desabrochara mi camisa y acariciara, trémula, mi espalda. Deseaba, claro, fui deseando, la contundencia de la unión de mi sexo obstinado y el suyo desguarnecido. Ignoramos el llamado del teléfono mientras oscurecíamos el dormitorio que acogería este amor fortuito. El delirio nos arrasó cuando Hebe gemía como una muñeca desquiciada. Nos adormecimos y aquí estoy, reflexionando sobre estos sentimientos que inclinan mi ánimo hacia lo que me place, esperando (anhelando) que Hebe despierte y me busque.
Veinticuatro horas
El varón argentino del presente relato se llama Amancio. Intentaré estructurar un friso (acaso lo será para algunos lectores) crudo y fidedigno. Quien esto escribe, también varón y argentino, se apropiará del transcurrir de una jornada de su amigo del alma. El que lo es desde que cursáramos el colegio secundario en un barrio al que no pertenecíamos: Mataderos. Tenemos la misma edad y parecida conformación física. Yo acabo de casarme por segunda vez. Convivo con mi esposa desde hace cinco años. Él convivió con chicas durante lapsos cortos. Tiene un hijo al que no conoce. Nieto de armenios bailarines, integraba un ballet folclórico armenio. Baila el tango y cualquier ritmo de moda. Frecuentábamos boliches, clubes y centros regionales con la intención de hacernos rápidos levantes. Yo no alcanzaba siempre ese objetivo. Él nunca «se quedaba en la palmera». Y no era selectivo. Alternó con una multitud de minas circunstanciales con las que le era imposible compartir algo más que una cama o paredones propicios para el atraque, umbrales, puentes ferroviarios intransitados, parques. Tiene cuatro hermanas mayores; y yo, dos. Ellas le han ido favoreciendo el acceso a sus amigas. Y con una de mis hermanas se escapó en carpa a Mar de Ajó durante un tórrido fin de semana. No hay escenario en donde no esté a la pesca. «Tirarse, tirarse y achicar el pánico a rebotar. Lo que no se da hoy, puede darse mañana. No intereso a todas, pero eventualmente intereso a todas», sigo oyéndolo proclamar muy con los pies sobre la tierra. Y así, no hay grupo, conjunto, clase, congregación, ágape, banda, vernissage, amontonamiento, donde con las damas no se muestre representando el papel de manso o atrevido o cínico o revolucionario o habilidoso o tornadizo. Lee revistas, novelas policiales o de género fantástico, cancioneros. Canta en reuniones, y compone y estudia vocalización y armonía. De las letras de las que soy autor, difunde las que él musicalizó, las humorísticas: «El Muy Aludo» (zamba), «Los Racinguistas de San Lorenzo» (chamamé), «La Lobizona» (milonga campera), «El Burro de Polipropileno» (valsecito). Es buen chisporroteador y cuentacuentos. Habita un monono departamento en Uriburu y Paraguay, decorado por él. Es propietario, a medias, de un instituto de danzas y expresión corporal, por Saavedra, en cuyo vestíbulo, en cuadritos de varilla sepia, brotan refranes y sentencias: «El hombre haga ciento; a la mujer no la toque el viento», «El que quiera gozar, goce, que del mañana no hay certeza», «Ama sois mientras que el niño mama; después ni ama, ni nada».
El miércoles trece a las dos y media de la madrugada lo tenemos a Amancio montado por Verónica, estudiante en receso universitario, a la que se fue ganando en un anfiteatro, desde las veintidós del martes doce. Alarma a las siete el despertador de Amancio dispuesto por Verónica. Reiterada la experiencia de las dos y media, Verónica se duchó mientras Amancio yacía derrumbado. Luego ella se vistió, le anotó sus números de teléfono (y sus medidas) en un pañuelo de papel, y se fue a su empleo (oficinas de la Pepsi-Cola).
Amancio se sobresaltó a las once, al sonar el timbre oprimido por la encargada del edificio. Reclamaba su firma para una notificación de que el viernes quince se realizará una reunión de copropietarios. Y él se despabila: flexiones al lado de la ventana abierta. Desayuna mate cocido con Tosti-Beck y queso San Regim fresco. Habla por teléfono con su socio; con la productora de un programa de televisión, a la que el viernes, a medianoche, pasará a buscar por el canal; con un primo residente en la provincia de Chubut, en viaje de negocios por Buenos Aires; con un instructor del instituto. Arregla la cama mientras tararea «reloj, no marques las horas», lustra sus zapatos grises y ejecuta otros menesteres. Se da un remojón y perfuma. Ingiere dos porciones de tarta de zapallitos y agua mineral. Cepilla sus dientes y cuando oye la chicharra del portero eléctrico aprieta el botón que habilita la cerradura y se cubre con una toalla que se ajusta a la cintura. Sonriendo recibe a Edurne que sale del ascensor y le devuelve la sonrisa. Entra al departamento, él cierra la puerta, se estrechan. La toalla se desliza hasta el suelo y Edurne (baja, melosa, piel adolescentona) se ruboriza. Amancio la conduce al comedor, le quita la cartera blanca y una bolsa de plástico que deposita sobre la mesa. Sube al sofá y se instala con piernas abiertas y en equilibrio de frente a Edurne. Obtenida la satisfacción, desciende del sofá, congratulado, la desabotona, libera de cierres, broches y «falsas ataduras», le muerde la nuca y entusiasmándose con los pechos, desde atrás, maniobra hacia el dormitorio, donde ella concluye de desvestirse. No logra Amancio con sus variadas y esmeradísimas caricias que Edurne se abandone a un verdadero clímax (por ningún procedimiento lo habría ella, con nadie, experimentado). La induce a arrodillarse, se introduce en su sexo unos minutitos y a continuación la sodomiza. Comparten un puro cuando Edurne le comenta que había llegado allí desde el sanatorio donde su nuera acababa de dar a luz. Se bañan, juntos, de inmersión, en despampanante bañera. Y se recobra, Amancio, de una lipotimia, cuando Edurne se va.
Se viste, se acicala, atiende el llamado telefónico de alguien que le solicita en alquiler un salón del instituto para efectuar allí una muestra coral. Guarda en un ataché carpetas y talonarios que llevará al instituto. Llega caminando al registro civil en el que será uno de los testigos de mi casamiento. Se excusa por no poder quedarse al sencillo lunch posterior a la ceremonia. «Siendo el trece de enero de mil novecientos ochenta y ocho y en compañía de los testigos Rosalía Ethel Albornóz y Amancio Toufenedjián, van ustedes a unirse en matrimonio y conformar de esa manera la legítima familia, base y sustento de la sociedad y del Estado. Bien. No sé si ustedes ya, ustedes, viven juntos. Lo deduzco, más o menos, por la documentación…” Una agraciada compañera de trabajo de la mujer con la que me están casando, toma fotografías. Sigue el juez: “…prescindir de la lectura de los artículos de la Ley de Matrimonios, porque entiendo que ustedes ya lo han practicado y conocen. Y los voy a invitar a que se acerquen al estrado junto con sus testigos para recibir el consentimiento. Contrayentes, les entrego en ambas manos esta libreta de matrimonio. Mucha suerte». Besos, abrazos y más fotografías. Amancio, en un aparte, señalándome que de verdad está muy urgido de tiempo, y que quién es esa mina (la agraciada), que habría que planear algo para charlar con ella, y que interceda para obtener él esa chance, y que sigamos Martha, mi esposa, y yo, siendo un ejemplo a imitar, y que para cuándo el primogénito, se despide, asciende a un colectivo y otea a las pasajeras, ninguna de las cuales engancha con las miraditas, por lo que llega a destino, sin novedad. Soluciona engorros en el instituto y conversa con una flaquita que no tenía computada, nueva alumna de gimnasia rítmica. Amancio la acompaña a su casa, en Boulogne. Ella guía con vivacidad el Renault 18 de su padre. Con vivacidad le trasmite que no posee registro de conductora pero sí elementos (salvoconductos) probatorios de que su padre es un general de la Nación. Anochece. Estaciona el auto a algunas veredas de su casa. Calle arbolada. Al descender del automóvil, Amancio con disimulo acomoda su trajinado instrumental fuera del slip. Besa con cautela a la flaquita, y posteriormente con vehemencia, incrustándose en ella la promueve para causas aún más conmovedoras. Ella se justifica (aunque Amancio no ha verbalizado ninguna proposición), explicitando motivos por los que no podría ahora prolongar su permanencia con él. Se citan para el domingo en la confitería Caddie.
Después de un par de trayectos en colectivos, en uno de los que procura en vano simpatizar con otra joven discurseándole que «supongamos que soy uruguayo, supongamos por lo tanto que requiero de una cicerone, supongamos que vos te ofrecés para que investiguemos esta gran metrópoli», piensa: «Rígida. Yo tan ocurrente, tan suelto, y ésta, impávida, obtusa. Hoy no pasa nada en los colectivos». Llega Amancio al edificio del diario La Razón. Tal vez Eva estuviese disponible. No ha estado con ella desde octubre. La extraña, ella no lo ha contactado. Tiene ganas de ir al cine con ella, de cenar, y de todo lo demás. Lo recibe en su escritorio, y contentísima da por terminada su labor. En taxi se trasladan al restaurante Río Rhin, en Almagro, a la vuelta de la casa de Eva. Comparten el vistoso pollo «a la carroza real», un panqueque de banana, y ella toma un café. El cine quedará para otro día. Ya en el departamento de Eva, estilo jiposo, Amancio canta temas suyos (y míos) mientras ella lo graba. Con Amancio cantando desde el casette, ambos juguetean a desvestir al otro. Eva pide break para conectar el contestador telefónico y colocarse el diafragma. Concedido el responsable break, se demoran en un sesenta y nueve, hasta que Eva interrumpe, saturada. Amancio la penetra con lentitud. Ya jueves catorce y una y cuarenta y cinco, a Amancio le aguarda dormir enroscado con su querida Eva hasta el amanecer. Y entonces regresar será el imperativo, salir de allí, caminar, cielo y porteros que lavan las veredas, y dormir otro rato en su propia cama, y la vida sigue, y él sigue, mi amigo, argentino y varón, compulsivo y equidistante.
Remigia
A Remigia los de la carnicería la llaman Remigio.
“Su voz era áspera aunque su mirada no raspaba/ y si andaba contenta …”, pergeñó sobre ella ese cuajarón de poeta barrial que pernoctaba, cuando no llovía, en la plaza. Llovizna descendía en el amanecer de aquel lunes cuando él la besó en uno de los bancos, a poco de emplearse Remigia “en el petit hotel”, como ella misma había pregonado, de los Scioli. Sin escrúpulos entreverábase. Con un tal Cristianno, repartidor de volantes, llegó a aposentarse sobre la enorme frazada que desplegaran en una noche de corte de luz, en la única obra en construcción abandonada de las inmediaciones.
Transcurrida buena parte de su existencia aparecióse con vincha en su casquete reacio y un par de bolsas traslúcidas repletas de paquetes inestimables. Pronto fue advertida por las calles con ropa zonza y nueva y el cabello recogido. Es muy alta esta mujer y nada hermosa. Los omóplatos le sobresalen. Envuelta ahora en prendas vistosas, siempre algún detalle sutil atempera tanta hirsuta contundencia: aritos de oro, cinturón o hebilla, una fragancia. Fragancia con el nombre de pila de su mamá. Mamá que falleciera veinticinco días antes de pisar entonces Remigia la estación Retiro.
Ella está al servicio de un matrimonio, el fruto del matrimonio y la tía del fruto. Constituído éste por Arturito, “el débil”, muchachón ceceoso; Ignacio, modelo de artistas plásticos y estudiante universitario con una carrera concluída; y Ernestina, quien ya cuenta con intrascendentes diecinueve años. La tía realiza los quehaceres a la par que Remigia, exceptuando las compras. Conversan. Remigia le confiesa sus románticas propensiones.
Ella se cartea con su segundo padrastro, su primer amor. No, sin embargo, quien la desflorara. Ése había sido Francisco César Richietti, ex–pugilista, medio mediano, un alma serena, seductor parsimonioso, inolvidable (con su nariz arrasada), y por quien atesora un embargante agradecimiento.
Está imaginándose cosas con Arturito. El que por las mañanas es distinguible exánime. Descastado o devastado, a Remigia la enternece. La colmaría que Arturito se entusiasmara con ella. Sabría cómo enardecerlo.
Así Remigia, mejora la ortografía con una maestra particular, come poco, es pulcra, teme que su piel se aje. Usa anteojos para leer revistas, se solaza con Grandes Valores del Tango (en especial, con Roberto Rufino), entre el cuatro y el siete de enero tiene muy presentes a los Reyes Magos. Saludable: solamente caries y espasmos en los dedos cuando hace frío seco. Nunca fumó, calza más de cuarenta, sueña que la sueñan, y espera morir un día, sin apuro, y sin que ningún niño la vea.
Rolando Revagliatti nació en Buenos Aires (ciudad en la que reside), la Argentina, en 1945.Publicó en soporte papel un volumen que reúne su dramaturgia, dos con cuentos y relatos y quince poemarios, además de otros cuatro sólo en soporte digital. Todos sus libros cuentan con ediciones electrónicas disponibles en www.revagliatti.com.ar–Ha sido incluido en unas setenta antologías: “Dramaturgia Latinoamericana: Argentina” (en República Dominicana, 2008); “Minificcionistas de ‘El Cuento’ Revista de Imaginación” (en México, 2014); “Poesía en el Subte” (1999), “Poesía Argentina Año 2000” (Tomo 1, selección de Marcela Croce, 1999), “MeloPoeFant Internacional” (bilingüe castellano-alemán, coedición en Perú y Alemania, 2004), “Pequeña Antología de la Poesía Argentina” (selección de Jorge Santiago Perednik, 2004), “Al Sur” (2008), “El Verso Toma la Palabra” (México, 2010), “Italiani D’Altrove” (bilingüe castellano-italiano, Italia, 2010), “El Cine y la Poesía Argentina” (selección de Héctor Freire, 2011), etc. Sus 185 producciones en video se hallan en www.youtube.com/rolandorevagliatti.