Por: Mariana Piñeros Jiménez
también me encantan las grandes corrientes.
Las bocas abiertas de los ríos cuando se unen al mar.
Los lugares donde el agua se une
a otras aguas. ¡Conservo esos lugares
en mi mente como si fueran sagrados!
Me gustan como a otros les gustan los caballos
o las mujeres atractivas.
Fragmento de: Raymond Carver. “Todos nosotros”.
*
En Barranquilla visité un sitio turístico inolvidable: Bocas de ceniza (que es como se le llama al punto de desembocadura del Magdalena en el Caribe). O, mejor dicho, caminé por el sendero que se recorre para llegar allá.
Me vendieron un paseo hasta la punta del muelle, avanzando una gran parte en un tranvía de colores –porque los carros solo llegan hasta cierto punto–, y la otra a pie, hasta el extremo de la pasarela. Rematando con la típica: “Es que es una de esas maravillas naturales que solo se pueden ver en Colombia”. Y todo a diez mil pesos por persona. ¡Tuve que ir!
Y fuimos –mi familia y yo–. Y, por fortuna, el paisaje, al menos al principio, sí era muy bonito. Se transitaba por una especie de prolongación continental, construida para retrasar la unión del río con el océano. Entonces, si se estaba parado en el centro, se podía ver a un lado el mar, azul, con su orilla erosionada y arenosa; y al otro el Magdalena, café, con su rivera reverdecida y llena de flores. El contraste era impactante. Y el sol, la brisa y la melancolía del bochorno, lo potenciaban. Además, se estaba ahí con la promesa de lo mejor: llegar hasta el extremo, al punto en el que se podía ver el azul y el café entremezclándose. Arremolinándose. Bailando.
Contratamos un taxi que nos llevara lo más lejos que pudiera, y luego empezamos el paseo en el carrito colorido. En un tren que, se notaba, estaba recién pintado. Hecho que confirmamos cuando nos dijeron “colabóremen no poniendo los pieses en la barandita, que va fresca”, apenas nos montamos. Todo divertido. Pintoresco. Tanto, que cuando parecía que se iba a volcar, solo se escuchaban risas. Porque parecía imposible morir en algo tan tierno. Era tan artesanal que, de solo verlo, se catapultaba nuestro “ánimo de turista”. El cual, entre otras, nos hacía ver todo más liviano. Las matas nos pegaban en la cara y nos cortaban, nos tocaba bajar del carro para que lo encarrilaran manualmente, el motor no respondía y le pedían a un negrito boquinche que se bajara y lo empujara y babeara y gritara, mientras nos miraba los calzones. Pero parecía un trayecto chévere. ¡Parte del paseo!
Todos íbamos preparados para la contemplación de un espectáculo acuático asombroso. Llevábamos la cámara buena, la ropa que iba a quedar bonita en las fotos e, inadvertidos, haciéndole juego al conjunto, un par de sandalias de suela lisa (yo no, pero hablo por la mayoría. Qué asco las chanclas). “Inadvertidos”, digo, porque de saber la realidad del paseo –que los guías deciden callar–, hubiésemos llevado botas de biólogo y cachucha con toallita, a lo árabe, o como los caddies, no sé.
Y es que el resto del camino es tedioso. Después de bajarse del tranvía faltan tres kilómetros a pie, saltando de piedras y piedritas a piedrotas. Evitando el revuelto de pantano con algas. Esperando las señales del guía para pasar ligero en los pedacitos de tierra que las olas hacen desaparecer. Y soportando la chucha y las escamas que andan despilfarrando los pescadores locales. Para llegar al reto último: cinco piedras grandísimas puestas juntas, remiedosas, que, solo si uno las trepa (en chanclas o tenis de suela lisa), va a poder ver el berraco encuentro entre el mar y el río.
Pero todos, hasta los más gordos, las subimos. Eso es lo peor: las subimos. Primero pasando por un tronquito que une dos piedrononones de esos, que se siente como una cuerda floja. Dándole la mano al que fuera, para no irnos a abrir la cabeza contra los exoesqueletos de los cangrejos, y pensando en lo que podrían decir los titulares del día siguiente a nuestra muerte. Pasamos. Porque todavía anhelábamos el paisaje. Y esa idea era suficiente para mantener nuestros pies blandengues en marcha, e ignorar las ensoñaciones fatalistas. Luego, dejamos que cualquier costeño malnacido nos empujara las nalgas, para encaramarnos hasta el punto más alto. Y así, por fin, contemplar la tierra –el agua– prometida.
Nos raspamos las rodillas y las manos y el orgullo. Y cuando nos logramos acomodar, ya en el puesto del atalaya, solo atinamos a decir una cosa: “vida hijueputa”.
Así, pasito, sin exclamaciones. Al unísono. Porque el paisaje es una pifia. Una estafa. ¡No se ve nada! En ese punto el río-mar es una cosa verde, que fluye toda en la misma dirección. Sin remolinos. Sin bailes. Y la belleza se concentra en una gaviota cualquiera, que se ve bonita volando a contraluz. ¡Malparidos! Eso se ve en Cartagena, en un taxi.
Y, claro, el guía se volteaba y nos repetía “Esto sí es muy hermoso”. Y nosotros asentíamos con rabia, todavía buscando, entre el horizonte y el musgo, la cámara escondida. No hablábamos. Solo le tomábamos unas fotos horribles y desenfocadas, a la mitad de la cara grasosa de nuestros familiares.
Luego nos bajamos de allá.
Y nos devolvimos. Todos enojados, apurados y con ganas de hotel. Saltando las mismas piedras lubricadas, malditas, esguinzadoras. Y oliendo la misma inmundicia. Pero ya sin importarnos llenarnos de barro hasta la nuca, o perder los zapatos en una embestida del mar. Trotando, prácticamente, con el turbo de la decepción. Y arrasando, como huracanes furiosos, con todas las Coca-colas que tuvieran a la venta los pescadores en sus casuchas.
Casuchas que, además, son terribles. Porque te refriegan su pobreza en la cara. Sus avisitos que dicen “De aquí no nos vamos”, pegados con mugre, o con babas, yo qué sé, te joden. Te revuelcan el estómago. Te cuentan historias que no quieres escuchar. Que no estás en condiciones de escuchar. Que te hacen sentir como extranjero en tu propio país.
Y ya, de último, hicimos otra vez el viaje en ese intento de vagón, con todos los compañeritos de excursión, que estaban igual de insolados y sudorosos que nosotros. (Qué asco). Con el mismo sol –solo ahora un poco más naranja–, la misma brisa y la misma melancolía del bochorno. Pero ahora silenciosos. Cansados. Meditabundos.
**
En el taxi de vuelta, en el que nos demoramos mucho, reflexioné sobre esta visita. Digerí lo que había pasado. Porque estaba invadida por un sentimiento ahogador, postdecepción, que me tenía que sacar.
A ese lugar había ido, obviamente, con muchas expectativas. Y no solo por la promoción violenta de los costeños. Sino, también, por otra de la que yo me había encargado. Antes de ir sentía que había nacido para llegar allá. Y pensaba esa visita como algo más que un recorrido. Como una peregrinación. Imaginaba que la majestuosidad del paisaje iba a ser reveladora. Que ser testigo ocular del encuentro de estas dos fuerzas, tan opuestas, me iba a servir para comprender algo de lo que pasaba en mi propia alma.
Pero la precariedad del paisaje me confundió.
Hasta que entendí que así también es el encuentro de todos mis opuestos. De la efervesencia y la quietud. El desasosiego y el optimismo. De todo lo que soy y no soy. O todo lo que creo que soy y contradigo. Mis opuestos se encuentran como el Magdalena y el Caribe: en un seudoespectáculo pobrísimo. El choque no es, como quisiera percibirlo y vendérmelo a mí misma y a los otros, impresionante y magnífico. Es tranquilo. Las dos personalidades, tan diferentes, se unen sin drama. Aprenden a coexistir con calma. Y quienes lo observan pueden dar fe de ello. Mis turistas (psicólogos, familiares y amigos) ven en mí lo mismo que yo en Bocas de ceniza: nada.
En ese taxi, con la claridad que solo provee la rabia, entendí, finalmente, que mi ansia por ir a ese lugar era comprensible. Pues los choques o encuentros de opuestos son el símil por excelencia de la vida. Una metáfora inagotable.
Pero ahora creo que la verdadera experiencia es todavía más acaudalada. Generalizable hasta en la ficción, que se vende porque magnifica una lucha sencilla. Que tiene tramas que son como senderos trajinados, llenos de peripecias, saltos, abismos, piedras y tronquitos, que puede que no lleguen a nada. A una resolución pobre o una analogía sin fondo. A un paisaje, al fin y al cabo, común y repetido. Capaz de verse sin tanta maricada. Sin tanto adorno. Presentando la vida sin más ni más, simplona, trabajosa e inexuberante. A la vida como es: un paisaje indigno de la cámara profesional de sus lectores.
Pensé, por último, antes de dar el portazo, en lo maravilloso que es decepcionarse. Pues la decepción moviliza. Incomoda. Y lleva a la nostalgia, madre de todas las consideraciones, a su culmen: alejando al sujeto que la padece, definitivamente, del objeto de su añoranza. La hace irreversible. Total. (Supongo que en algo se parece la decepción a la muerte).
***
En todo caso, no vayan a Bocas de ceniza.
Y si van, tomen fotos de todo, menos del encuentro ese.
Con este recuento de viaje los saludo, peatones, y me presento: soy Mariana, la nueva integrante de Literariedad. Ya me conocerán más, de a poco, en lo que escriba. ¡Hasta pronto!
Era algo más complejo, así pareciese como «nada». El problema es no verlo por las falsas expectativas creadas in situ. 🙂