Imagen: Hernán Piñera
Las flores tienen muchas más funciones de las que el ojo cree. Como las piedras, los libros y el agua, las flores sirven para casi todo. Al gusto, por ejemplo, no le damos lo suficiente porque casi siempre nos vamos de donde vimos una flor sin haberla degustado; nos vamos con la flor en los ojos, en el baúl de los recuerdos, pero con hambre, con el estómago más vacío.
Culturas milenarias de todo el mundo, a lo largo de la historia, ciegamente se encargaron de que las tareas como la caza, la vigilancia, cocinar los alimentos o atender un parto fueran ejecutadas por sus miembros más facultados biológica o mentalmente. Un cazador, por ejemplo, no concebía que sus manos, antes de asir con fuerza una lanza o un arma, según la época en la que hubiere nacido, cosecharan frutos de la tierra ni mucho menos sembrarlos, que de esa tarea bien sabido es que muy pocos humanos en el mundo han sido capaces. Ahora, si pensamos en las flores, que básicamente no suplen una necesidad básica de ninguna comunidad, no hay un alguien que las cultive con el fin loable de hacer feliz a su prójimo o alimentar a un hambriento. O casi no, porque yo lo hago (e imagino que habrá alguien más): le doy a los que me piden limosna, a los testigos de Jehová a cambio de su revista, a los desplazados por la violencia o a los abogados de los bancos. Y, por supuesto, me las como cuando recuerdo que no debo alimentarme mal comiendo los productos que anuncian en los comerciales de la televisión, porque las flores tienen más usos de los que el olfato percibe; más de las que el tacto imagina y muchas más de las que el oído ha oído hablar.
Algunas alimentan el cuerpo, todas el espíritu.