Imagen: Alfredo Marín
A la vejez se ha de llegar con huellas en todo el cuerpo de lo que nos vivió; ha de llegarse siendo las balas y el francotirador, las lágrimas de muerte y el inhábil en la lejanía, las cartas de amor leídas y los deseos que nunca nos fueron revelados. La vejez queda al otro lado de las fronteras de la guerra y nadie sabe si llegará a rebasarlas cuando de joven se enlista.
Alguien me habló del terreno hostil en donde crecen los olivos y tan pronto terminó vi hacia mis pies y comprobé que bajo ellos ya no estaban la capas de cemento citadinas sino una barrera de resequedad que ni el agua podría atravesar. Respiré con calma y ausculté el horizonte para saberme acompañado. Parece la muerte, pensé. En principio aseguré estar solo y que quién me había hablado se había evaporado hasta que, hacia mi occidente, vi su mano saludarme en la lejanía. Y digo que su mano porque éramos las dos últimas personas sobre el mundo. A lo mejor éramos los dos primeros olivos pero no tengo cómo probarlo. Me concentré un poco más y oí su voz: me cantaba. Supe entonces que estaba sembrado para siempre allí y que su voz venía con el viento siendo él, que me rodeaba y acariciaba mis frutos, que probaba la fuerza de mis raíces ignorándolas. Supe que era un olivo viejo atravesado por la vida y por la muerte, en donde los enamorados se citaron para mirarse a los ojos, a través de mi tronco, sin decir nada.
Llegar a viejos sanos y salvos no cuenta para decir que se vivió. A la vejez se ha de llegar resucitado a dejar nuestra primera huella en el camino de los temerarios que no le temen a la muerte.