Por: Antonella Ibáñez Vulcano
Con la humedad de Buenos Aires acariciando sus dedos, con la tardanza entre los dientes, y el mutismo intacto en sus oídos de canzonetta, caminaba a la altura de su mezclado cuerpo. Ojos indios, manos campesinas, y un paso al ritmo de La Tarantela. Mirando el cielo/edificio se preguntaba una vez más, ¿qué significa ciudad? Más bien, ¿qué significa Buenos Aires? No era aquel húmedo edificio, ni el banco de la plaza de Hurlingham incendiándose una tarde de enero, no era el saxofón de Puerto Madero, no era la serenata del tren San Martín a la madrugada. Buenos Aires era al fin, un poco, la mano que había tocado su delgada mejilla, esa guerra constante en la cual dos morían para llegar a casa antes de la medianoche. Y así, la ciudad se convirtió en manos, en espalda, en el grito del artista/bondi, que soñaba con bajar en la parada correcta para no caminar de más (tenía miedo de que le roben sus dibujos).
Y a pesar de todo, amaba Buenos Aires, por una razón, siempre había querido sentir esa cosquilla de privilegio, al igual que el bicho de luz, esa cosquilla que le recordaría eternamente a aquellas manos del puerto.
Esa noche, Rayuela quedó a un costado de la cama, mientras él se despertaba del desvelo y miraba a su lado con el deseo de meter los pies en el mar, de caminar las olas hasta que sólo pudiera verse su pelo negro desde la orilla.
Y al final, ¿qué era una maleta y un pasaje? ¿Había algo más valioso que ver de lejos la brutal hermosura de una ciudad en llamas, de un tango violento o de una calle vulgarmente desierta?
Ciudad y quedarse no se llevaban bien, detrás del cerrojo todavía se podía ver con tintes de sueño, el humo y los malabares, Cambalache y la marcha…
Se levantó de la cama y en el living del pequeño departamento se sintió perdido, caminó como por las calles de Berlín, entre cabezas agachadas y silencios, y alguien con la mirada vacía le susurró: «disfruta de la guerra, porque la paz será terrible».