Imagen: Agueda Carrasco
Es bien sabido que los viejos, aun no sabiéndolo todo, son sabios y que nadie se entera de cuándo se llega a ese paraíso de la sabiduría sino hasta que se lo narra a un joven cualquiera. También consabido es que la voz de un viejo es la voz del pueblo, que lo que sus labios arrugados articulen, por más nuevo que parezca, ya maduró, y que su lengua no se cansa de recordar.
Con regularidad los viejos me usan para conversar de la manera más cómoda para ellos: oyéndolos nada más. Cuento con una extraña tendencia para que se me acerquen y, sin impulso alguno, comiencen a narrar sus historias mientras los interpelo con movimientos de cejas sorprendidas, sonrisas leves, ojos entrecerrados aprobando o labios levemente apretados lamentando en medio de mi silencio íntimo con ellos, cosa que, por supuesto, agradecen dándome más de su historia y no dejándome ir a donde voy sino a la hora que la historia termina de contarse. El día de mi cumpleaños treinta y tres, un hermoso día de lluvia torrencial, un viejo en el transporte público me abordó para decirme que yo tenía aspecto de estar cumpliendo la edad de cristo. No lo detuvo que yo le preguntara que cuál edad, y me dijo que ese año las cosas cambian, que es símbolo de trueques y que la muerte no es la muerte sino el nacimiento. Evangelizó conmigo, para resumir, pero no pude evitar irme pensando que aquel viejo tenía la edad de cristo y yo no había sido otra cosa que una muerte: un nacimiento.
Es mal consabido que los viejos lo aprenden todo enseñando sabiduría en cualquier momento y en cualquier lugar, pero tengo el don de atraerlo, el don de nacer a cada rato, el don de la vida.