Por: Mariana Piñeros Jiménez
A Juan Álvarez lo conocí aquí, en Pereira, en el Festival de literatura de la ciudad (el FELIPE), cuando lo invitaron a conversar con un profesor y a presentar su última novela: La ruidosa marcha de los mudos. Para ese entonces yo no sabía quién era él y el nombre del evento me daba risa. Pero fui. Seguramente por la escasez de eventos en la ciudad. Aunque luego no me arrepentí.
Cuando llegué al lugar la distribución del espacio me dio una buena sensación. Las sillas eran acolchonadas. Y en la parte de adelante, incluso, habían unos sillones —unos puffs— que se veían excesivamente cómodos. Aún así, la timidez no me dejó gozar de ese blandito placer. Y me senté atrás, en una esquina, como siempre, a escuchar y mirar desde la seguridad que me daba la trinchera que me armé entre la pared, el ego de un literato, y un colgandejo del festival que me daba en la cara.
Juan entró después de un rato, con los organizadores, y pensé que era obvio que venía de otra parte. Pensé, lo recuerdo, que era más bonito que todos los que estábamos ahí. Más bonito que cualquier escritor de Pereira. Y que seguramente venía de la capital. No me equivocaba. Aunque después me di cuenta de que era originario de un pueblito como el mío: Neiva.
A pesar de que no tenía muchas expectativas, o precisamente por eso, me gustó mucho el evento. Me cautivaron sus manos, que movía como puntuando lo que decía, su sencillez europea y su temible capacidad para combinar ropa chévere. (¿A quién se le ven bien unos Dr. Martens, unas medias de rayitas y un pantalón amarillo, por fuera de Instagram?). Pero, definitivamente, y sobre todo, lo disfruté por su irreverencia. Su discurso joven, honesto y desencantado hacía que por fin, ¡por fin!, ese acartonamiento raro de la movida literaria en Pereira se disolviera. Sus palabras eran sencillas y punzantes. Y su mirada sosegada la prueba del trasfondo de todo lo que decía: “Esto no hay que tomárselo tan en serio”. Sus comentarios se reían de todos: del profe moderador, de la “élite” que se había apoderado de los puffs de adelante, de los que hacían preguntas sin sentido, del resto, de todos, de mí, y de él.
Después de la conferencia salí feliz, aliviada, renovada. Ni siquiera el literato, el de la trinchera, cuando me quiso explicar sus puntos de vista fundamentados en yonosécuántos autores, pudo quitarme la emoción. Solo podía pensar en acercarme a Juan e invitarlo a una cerveza, por haberse burlado tan bonito. Pero sentía que él se empezaba a incomodar con mi mirada incisiva, medio autista, que lo perseguía a todas partes, como queriendo decir algo pero sin emitir sonido; entonces me fui. Me fui a contarle a mi mamá.
Y ella, que es igual de stalker que yo —y que Juan, según lo que dijo en el evento—, al otro día se dio cuenta de que él, el autor que a mí tanto me había gustado, estaba hospedado en el hotel en el que ella trabaja. Y me llamó, apurada, a ver si quería alcanzarlo en el buffet de desayuno. Pero no, ¿yo de qué le iba a hablar? Y no me di cuenta de que cometía un error: la dejaba a ella, sola, que no se iba a aguantar las ganas de saludarlo.
Aún así, fue peor: lo buscó, para decirle que era un honor tenerlo en el hotel y que volviera cuando quisiera. Y resultaron conversando de cómo así que había conocido Pereira “hace rato” si era tan joven, de literatura y, por su puesto, de mí. Cuando me contó, le pedí que me dijera exactamente qué le había dicho. Que me volviera a contar toda la conversación. Y me dijo: “Yo le dije que mi hija había quedado maravillada con su conferencia”. Entonces me asusté y la regañé con los ojos y le pregunté si había dicho la palabra “maravillada”. (Que dijera “conferencia” no era tan grave). Y me dijo: “No, creo que no. O sí. Tal vez dije ‘encantada’. No sé. Yo no me fijo en las palabras, como ustedes”. Y rogué para que él no hubiera notado ese “maravillada”. Pero luego, para rematar, me dijo que él le había pedido mi nombre, y que ella se lo había dado. Pa’ morirme. Cerrar Twitter. Desaparecer.
Aún así, decidí calmarme, leerlo y comprar sus libros. Olvidar el bochorno con su escritura que esperaba ágil y divertida. Entonces fui a la librería y me encontré con sus dos libros de más fácil acceso: Nunca te quise dar en la jeta, Javier y La ruidosa marcha de los mudos. Un libro de cuentos y una novela. Ahí mismo me leí el primer cuento y lo amé. Me encantó. Quedé maravillada. Pero solo tenía plata para un libro y decidí llevarme la novela y seguir yendo a la librería a leer los cuentos, así me miraran feo por quitarle el plástico al libro.
Al principio de la novela me distraía. Me parecía diametralmente opuesta al cuento que había leído. No podía creer que fueran de la misma persona. Y, sobre todo, no de ese peladito (que no era tan peladito, según lo que conversó con mi mamá) de la conferencia. Pero todo lo que necesitaba era un cambio de disposición y hacer una lectura juiciosa. Cuando me preparé y centré toda mi atención en el libro, encontré un mundo fascinante. Una narración envolvente y rítmica de los años de la independencia colombiana.
Además, de una independencia contada desde la periferia. ¡Genial! No desde las figuras de siempre, sino desde el punto de vista de un mudo, que aparece en el libro como un sirviente de los próceres: don José María Caballero. Contada por un imbécil, como lo categorizarían en los censos de la época, al que, desde que se lee la historia de su mudez, uno trata con amabilidad —como se suele tratar a los que han caído en desgracia—. Pero, eso sí, de uno que “lo mudo mismo […] condujo a contemplar de pie y despierto cosas que apenas podía acomodar en la testa”. Lleno del información patria, que le revelan por su misma condición, que solo podía escribir —y escribió—.Y del que Juan ya había hablado en el conversatorio. O, mejor dicho, de la fuente de su inspiración para crearlo: el hallazgo de un diario de un señor Caballero, de la época, que llevó un registro de los años del proceso de independencia. Del que no se sabe si era mudo o no, pero del que sí se sabe que no tenía una voz, como la de los próceres, en el momento: no tenía el poder para intervenir en ninguna decisión. Nos había hablado de ese diario que aparece como la única, de las ya poquísimas fuentes primarias de la época, que no escribió alguien que estuviera de cabeza metido en el asunto.
Y el mudo no aparece solo. Está rodeado, por ejemplo, de los personajes que conforman su familia: de, digamos, su media hermana india adoptada que intenta demandar al padre de su hijo para que les de una cuota de alimentación, mientras atiende la chichería familiar; y de su madre que tiene “arrugas en la boca como las raíces de un árbol”. También lo acompaña la chichería, como un personaje en sí misma, que aparece como la excusa perfecta para contar la historia patria desde abajo. “Políticos” que se la pasan haciendo osos. Un payaso al que matan por decir la verdad. Y, sobre todo, un manojo de próceres humanizados; generalmente cegados por su misma causa. En todo caso, unos personajes de una riqueza impresionante, y que confirmaron mis sospechas: Juan sí se burlaba de todo. De todos. Las risitas que recordaba del evento no desaparecían en su escritura. Todo lo contrario.
Esto no lo supe desde el principio porque el lenguaje no me lo permitió. Porque este, al menos al comienzo, es difícil. Puede hasta funcionar como un filtro de lectores: si no se le presta la atención debida, puede hacer dormir a más de uno. Aunque tampoco es un filtro difícil (si fuera así, yo no lo hubiera pasado). En realidad, a los pocos minutos el “oído interno”, se adapta a la nueva musicalidad de las palabras y descubre en ese lenguaje rareado la esencia de la escritura contemporánea: con una narración ágil, que intenta escribir como se habla. Y fascinante con sus incongruencias temporales: con el choque de arcaísmos —que, además, son testigos de todos los textos que el autor leyó de la época— y de expresiones modernas, muy coloquiales —que, por lo menos a mí, me hablaban del Juan de la conferencia; de un Juan que no respetaba las reglas de casi nada, y que hacía revolcar a los profesores universitarios en sus sillas—. Pero también fascinante porque aparece extremadamente cuidado, pulido y seguramente leído muchas veces en voz alta.
Cuando me di cuenta de esto, volvió el miedo. Y el arrepentimiento: por no haber ido al hotel a detener a mi mamá, que quién sabe qué le había dicho. Una persona que escribía así seguro le había prestado atención minuciosa a sus palabras. Qué pena.
Pero en ese punto la narración me devolvía. Me reclamaba. Ni siquiera me dejaba salir a respirar mi habitual ansiedad. El uso delicioso del lenguaje me arrullaba. Se me hacía un libro fácil de leer. Entre escenas de sexo y la muy buena capacidad de ilación del autor, era imposible no hacer una lectura atenta y espabilada. Tranquila. Que me permitía, además, deleitarme con una pieza llena de condición humana y con la sensibilidad de Juan, que las medias de rayitas no alcanzaban a disimular. Y conmoverme pensando que esa misma Colombia indecisa, boba, de esa época, es la misma de ahora. Entendiendo a los personajes, desde los próceres hasta los chicheros, como personajes que yo, que estoy joven, veo todos los días. Y, claro, lamentarme: dos siglos en lo mismo. Y quién sabe cuántos más.
Cuando acabé la novela, rodeada de la melancolía de las últimas frases, de la palabra D E C E P C I Ó N, que es la última que el mudo apunta en su diario, esperé que algún día me pudiera disculpar con Juan, por ese oso que me hice y me hicieron pasar. Y pudiera agradecerle por tener el privilegio de leerlo y escucharlo. Por fortuna, el destino me lo permitió a través de esta plataforma. Con este texto y con otro cuento que publicamos hoy, de él. (Abajo les dejo el link)
¡Gracias, Juan!
Y a los que no son Juan, ¡léanlo!