Imagen: Miguel Ossorio
El tiempo tiene una vigencia muy corta, tanto que quizá ni podamos medirla. Apenas si nos damos cuenta de un estímulo cuando ya es cosa del pasado. Mientras llega a nuestro cerebro la imagen del segundero en su sitio ya está en otro. Así con la vida, con nuestra vida, me dice alguien que apareció de la nada junto a mí en el transporte público.
Leía un poema corto por segunda vez y quise repetirlo para cumplir con el ritual de las tres leídas que le doy a algo que me gusta. Regresé al título para aterrorizarme al notar que mis ojos, al contrario de lo que debieran, borraban, letra a letra, lo que encontraban a su paso. El poema dejó de tener un título cuando terminé de leerlo y, a su vez, dejó de ser un poema cuando llegué al punto final. Regresé a donde estuvo el título y deslicé la mirada para ver qué pasaba. Obviamente, se empezó a escribir algo nuevo y muy diferente de lo que leí aquella primera vez y, seguramente, la segunda aunque ya no recordara. Ante mí, de la nada, nacía un nuevo poema y mis ojos apenas si se daban cuenta. Y ni hablar de mi cerebro que todo le llegaba tan tarde que lo que estaba percibiendo era ya un pasado inamovible. No sé qué llegue a pensar él de todo lo que vendrá, de todo lo que, en algún futuro inexistente, pueda llegarle tarde, cuando ya para qué, cuando ya no exista.
No quiero cundir el pánico, pero el presente y el futuro no existen; sólo existe el pasado, cada vez más magno y recóndito, cada vez más monstruoso y ficticio. El presente y el futuro son inventos del hombre para pretender que todavía tiene muchas cosas pendientes por borrar.