Dos cuentos de Jorge Alfonso

micromun

El choque

Estaba tan feliz en mi cuarto. Hacía calor, pero la música sonaba a todo volumen y yo bailaba en la soledad de mis diecisiete años llenos de acné, en la soledad de mi bronca contra todo y contra todos.

En eso mi padre me golpea la ventana. Con su voz siempre nerviosa y excitada me dice que ¡oh tragedia! se descompuso la cerradura del portón y es imperiosa mi presencia en el lugar del hecho.

Rápidamente el efímero momento de felicidad solitaria desaparece y yo tengo que bajar la música y bajar a tierra y volver a ese estúpido mundo donde los portones se rompen y las cerraduras se trancan, el mundo que ahora mi padre se esfuerza en enderezar con sus oxidadas herramientas.

“¡Puta madre!” reflexiona tras intentar por quinta vez sacar la llave trancada ayudándose con una pinza. “¡Puta madre!” repite. “¡No puedo moverla ni un milímetro! ¡Probá vos, a ver!” y escupe con rabia y por fin me cede la pinza de mierda como si fuera la excálibur. Yo la agarro displicentemente y con ella aprieto la llave tanto como puedo y empiezo a tirar con fuerza. Pero la llave sigue sin moverse y mi padre se va poniendo cada vez más nervioso. Me dice que voy a romper la cerradura. Yo lo ignoro y sigo tirando cada vez más fuerte. Él me repite que voy a romper la cerradura. Jadeo un poco por el esfuerzo mientras siento cómo la pinza se me va metiendo en los dedos de tan fuerte que la estoy apretando mientras tiro, tiro y tiro con todo lo que tengo. Ahora mi padre grita. Grita y grita que pare, que pare, que voy a romper la llave.

En ese punto traspaso mi límite y no puedo contenerme más. La rabia me quema el cuerpo y siento el imperioso deseo de pegarle a mi padre en la boca con su propia excálibur, pero sé que no voy a hacerlo y eso me enfurece aún más y en un segundo me vuelvo un mono y empiezo a aullar como mono enfurecido, y grito mis gritos guturales e incomprensibles y golpeo la cerradura con todas mis fuerzas y miro a mi padre con mis ojos desorbitados y mi cara de mono enfurecido y vuelvo a golpear la cerradura y vuelvo a mirar desafiante a mi progenitor, que se queda aterrado y quieto y silencioso observándome, y ahora salto, salto y me río, salto como un mono, y me rasco la cabeza como un mono y hago caras raras, caras de mono, y finalmente lanzo la pinza oxidada al suelo y sin dejar de gritar y de aullar vuelvo a mi cuarto. Durante varias horas intentaré en vano reencontrarme con esa felicidad solitaria de hace pocos minutos, esa felicidad solitaria que me hacía olvidar el acné y la rabia y el pozo profundo en el que estaba metido.

Hacia el fin de la tarde la tragedia griega se soluciona. Mi padre llama a un cerrajero, el cerrajero arregla, cobra y se va.

Yo salgo a la calle y prendo un cigarrillo y compruebo que la cerradura funciona perfectamente. En eso se me acerca un vecino. Un viejo chusma que se pasa la vida observando cómo en la casa de enfrente crecen día a día la locura del padre y la locura del hijo. El viejo chusma saluda y comenta un par de pavadas y luego me pregunta qué pasó. ¿Que qué pasó con qué? Comprendo que el viejo chusma observó toda la escena de mi involución simiesca y ahora se queda mirándome y esperando una respuesta. Le doy un par de pitadas al cigarrillo y simplemente digo:

–Ah, ¿eso? El choque generacional, que le dicen.

 

porrovo

Una simple pregunta

 

Me preguntan qué hice ayer y me quedo pensando.

Podría contar que un amigo me invitó a visitarlos a él y a su mujer, que acababan de alquilar un apartamento.

Podría decir que fui fumando porro en mi bicicleta y que en la mitad del camino se me salió un pedal.

Podría decir que mientras recorría más de dos kilómetros entre el barro arrastrando la bicicleta inútil, un viejo en una parada me miró y me dijo “¿Qué pasó? ¿Se te acabó la nafta?”. “No, se me acabó el pedal” contesté con ganas de hundirle la cabeza en el suelo.

Por fin llegué, con la camiseta empapada de transpiración. Luego de los saludos de rigor, acompañé a mi amigo a la feria de su barrio, donde estuve a punto de pedirle plata prestada para comprar un portalámparas. Llevaba varios días armando una lámpara con los restos de otras dos que encontré tiradas en la calle.

También podría contar que el padre de mi amigo (un tipo muy gracioso y muy borracho) me hizo gestos obscenos desde la puerta de un bar, gestos que respondí con otros mucho más obscenos.

Luego empecé a tomar vino y ayudé a llevar hasta el apartamento un carrito con una pesadísima caja llena de libros. Después me subí en el carrito y le pedí varias veces a mi amigo que me empujara hasta que se dio cuenta que no le quedaba otra que hacerlo. Mientras rodábamos por la calle y caíamos muertos de risa en el barro, pensé vagamente que eso sería lo mejor que podía pasarme en todo el día.

Después nos pusimos a ver el partido de Brasil en la televisión, mientras esperábamos los buñuelos que la mujer de mi amigo había empezado a freír y seguíamos tomando vino.

Brasil ganó cuatro a uno y yo fui empedándome hasta estar completamente borracho. Terminé charlando con el hijastro de mi amigo, de cuatro años de edad, que sacaba libros de la caja y me los daba para que se los leyera. Yo me atragantaba de buñuelos, metiéndome de a tres o cuatro en la boca para demostrar lo bien que habían quedado. Esto provocaba la risa general, lo que a su vez provocaba que parte de los buñuelos salieran como dardos en todas direcciones. El niño me miraba asombrado y me pedía que eligiera algún libro de la caja. “Este parece estar bueno”, le decía yo, pero él lo devolvía a su lugar y sacaba otro y me pedía que se lo leyera. “¿Química inorgánica? ¿Estás seguro? Mirá que esto no es Pulgarcito ni La Cenicienta”. Pero el niño insistía y yo le leía unos párrafos. Entonces él se reía, me quitaba el libro y lo tiraba en cualquier lado. Después volvía a revolver la caja, elegía otro libro –lo hacía al azar o guiado por el dibujo de la tapa–, y me lo daba para que siguiera leyendo. Así estuvimos un buen rato. De repente el niño dijo “dejá que voy a leer yo”, agarró un libro cualquiera y empezó a simular que leía mientras me miraba por el rabillo del ojo.

–“Había una vez un caballo que estaba en un campo verde y estaba cagando y entonces se encontró con una vaca que también estaba cagando por su trasero” –empezó.

–Qué interesante –lo animé.

–Sí –dijo sin parpadear, y continuó–. “Entonces apareció un perro que los miró y les dijo ¡qué sucios, están cagando en el pasto!”

–¿Y entonces qué pasó?

–Nada. Se terminó el cuento –dijo el niño a las risas.

–Cómo cagan esos animalitos –comenté.

Cambiando rápidamente de conversación, el niño empezó a preguntarme si me gustaba su hermana, que tenía apenas once años.

–No –le dije–. A mí me gustan las turras más grandes.

En eso la madre me miró con cara de No le enseñes palabras feas a mi tesorito, pero el niño se reía y yo me reía y mis amigos me miraban. Estaba tirado en el suelo charlando con un niño de cuatro años, explicándole que el cuento de los animalitos cagadores estaba muy lindo, pero que no dijera “trasero” porque me hacía acordar a una mala traducción de película yanki. Le sugerí que usara “cola”, que quedaba mucho mejor y según mi opinión no era una “palabra fea”.

Llegó la hora de irme. El niño me pidió que esperara y corrió hasta su cuarto. Volvió con un papel donde había tratado de escribir mi nombre adornándolo con estrellas y dibujitos que pintó con sus lápices de colores. Me lo regaló con gesto grave y formal, preguntándome si volvería pronto, ¿qué tal el próximo domingo? Le dije que trataría, y que mientras se pusiera a pensar en un final para el cuento de los animalitos con diarrea sobre el campo verde.

Me despedí muy mareado y con el estómago revuelto por el alcohol y los buñuelos. Cuando trataba de darme ánimo para caminar los cuatro kilómetros de barro hasta mi casa me di cuenta que el padre de mi amigo me había arreglado la bicicleta. Volví pedaleando y con náuseas bajo una fina llovizna. Llegué, me sequé y enseguida me acosté vestido sobre la cama. Mi cara seguía mojada y no era por la lluvia. Me dormí pensando que si alguien me preguntaba qué había hecho en todo el día, iba a elegir el camino fácil y responder “Nada”.

 


 

Jorge Alfonso nació en Montevideo, en 1976. Ha participado en varias (muchas) publicaciones colectivas y revistas. Se ha ganado unos dieciocho reconocimientos literarios en Uruguay, y otros diez por fuera de su país. Ha dado algunos talleres sobre el oficio de la escritura. Y, además, ha hecho un montón de presentaciones en público.

Es el autor de los libros Cacareos poéticos y poemas de amor misógino (2006-2013), Porrovideo (2008-2012), Cuentos llenos de abrojos (2009) y Micromundos (2013). 

 

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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