Imagen: jacinta lluch valero.
Se dice que los campesinos son lo más necesario en el mundo y no encuentro muchas cosas más ciertas. Yo mismo hubiera querido nacer en el campo y haber aprendido el arte milenario de trabajar en equipo con la madre tierra. Hubiera querido también escribir poemas sin saber leer y con las uñas llenas de tierra negra.
Así como no pedí no ser campesino tampoco pedí ser citadino, pero fue la suerte la que me arrojó dentro de la bestia indócil que es la ciudad capital de un país de tercer mundo. Ser citadino, contrariamente a lo que se puede creer, no es más fácil que sembrar una semilla y acompañarla, al sol y al agua, durante todo su proceso de vida y muerte. Aunque tampoco es más difícil ni tiene gran mérito, como no lo tiene que de la semilla brote lo que tiene que brotar. Con esto no quiero poner en una balanza dos cosas tan distintas en cuanto a pericia y tan similares en cuanto al antiguo y mal ponderado arte de la adivinación. Por el contrario, los quiero poner del mismo lado. Lo siguiente a pensar sería qué poner de contrapeso y lo primero que se me ocurre es el grupo de personas que no se deja encasillar en ninguno de los dos grupos, esos que no son ni campesinos ni citadinos. Como son mayoría, que baste saberlo sin más, la balanza se inclinará hacia su lado prontamente, algo apenas lógico, y eso les dará la razón, esa de la cual tanta gente, más que el mismo grupo inclasificable, necesita tanto.
Como sea, desde arriba, tengo tiempo suficiente para ver el mar, toda su infinidad perdiéndose en los atardeceres irrepetibles; el fin del mundo, uno distinto cada vez, mostrando sin querer su lado más bello.