«Como todas las viejas parejas, el cine y la televisión han terminado por parecerse»

Por: Juan Guillermo Ramírez

Un viejo chiste de Woody Allen planteaba esta paradoja:

“Okay, soy un paranoico, pero juro que me están vigilando”.

 “Si el hombre a veces no cerrara los ojos, acabaría por no ver lo que merecería la pena contemplar”

René Char.

 

Como todas las viejas parejas, el cine y la televisión han terminado por parecerse. La guerra de posiciones entre el séptimo arte y los extraños tragaluces, con sus citas frustradas y sus tonos de resentimiento no ha terminado. La vieja pareja aún no ha dicho la última palabra. ¿Resurge el cine? Sí, pero ¿en qué estado? ¿Se puede decir todavía, sin reír: el cine, la televisión? Sabemos que la supervivencia del cine depende en gran medida de la televisión. Que el cine es a la vez la renta, la bailarina y el rehén de la televisión. Pero lo que no es tan sabido es que también estéticamente ha perdido el cine su bella autonomía. Y sin embargo, no es la televisión la que ha ganado, sino un híbrido: el telefilm. El telefilm y el drama televisado. Pues hay una historia de nuestra percepción de las imágenes y de los sonidos pregrabados. Nuestra percepción de lo cine-visible y de lo cine-audible, como habría dicho Dziga Vertov, ha pasado por el cine, sordo pero parlante y luego por la televisión. Esta última comienza a ser trabajada por el video. La pareja televisión-cine atrae todavía toda la atención en esta «historia del ojo».

Flash-back. Años 50: los comienzos de la televisión. La televisión no vino después del cine, para reemplazarlo. Vino cuando el cine dejó de ser eterno. Cuando lo asaltó la sospecha de ser mortal y por lo tanto moderno. Ligado a la actualidad. Sin retirada. Para llegar a esto fue necesaria una guerra mundial (la segunda) y un continente (Europa… más Orson Welles, que es un continente por sí solo). Ser moderno no es conmover el lenguaje del cine (idea ingenua), es sentir que ya no se está solo. Sentir que otro medio, otra manera de manipular las imágenes y los sonidos, se desliza en los intersticios del cine. Al principio, el cine estuvo muy seguro de sí mismo (basta releer los textos de Abel Gance o de Sergei Mijailovich Eisenstein), empezó por «tragarse» todo lo que lo había precedido: el teatro, la danza, la literatura, fueron filmados despiadadamente. Y luego, un día, uno, dos, tres cineastas sintieron que la cosa ya no era tan real, que el cine tenía menos apetito, que había aparecido un monstruo todavía más voraz.

Hay pocas películas tan perturbadoras como Un rey en Nueva York (1957). Chaplin se pone en escena como un rey destronado, que escapó de su reino (el cine, Estados Unidos), obligado a ganarse la vida actuando en una publicidad (para una marca de whisky, su único parlamento es ñum, ñum). El mayor cineasta del mundo indica apenas, con amarga ironía, que acaba de desplazarse el centro de gravedad del cine. No es el único. Entre el fin de la guerra y la irrupción de las nuevas olas, los cineastas más modernos han sido a menudo grandes teleastas avant la lettre. La televisión se hallaba en el extremo de su línea de fuga, su horizonte, su inconsciente.

¿Y esto, por qué? Hipótesis: tras la guerra, en Europa, ya no es cuestión de que el cine sirva a las grandes causas y a los ideales bisoños, se acabó «un arte total» al servicio de la «guerra total», ya no música que exalte, o danza que haga guardar el paso. Empieza la época de la «caméra-stylo», el gusto de los microanálisis, de las cantidades anónimas, de la caída de estrellas y, por intermedio de las técnicas de lo directo, la era de la vigilancia. El cine se pone al acecho. Encontramos todo esto en Roberto Rossellini (el primer periodista-viajero: Alemania año cero), en Jacques Tati (el primer periodista deportivo: Jour de fête), en Orson Welles (el primer gran maestro de ceremonias, tramposas  preferentemente: Mr. Arkadin), en Robert Bresson (el primer inventor de juegos-dispositivos sádicos: Pickpocket). E incluso en el viejo Jean Renoir (el primero en rodar con varias cámaras, para la televisión: Le Testament du Docteur Cordelier). Y, por supuesto, en el viejo Fritz Lang-Mabuse, el primer jefe de dirección video-paranoico. Todos ellos, de cerca o de lejos, sabiéndolo o no, anticiparon lo que tendría que ser común en la televisión. Pues la televisión, inmediatamente después, es eso: un monstruo tibio, que nos observa y que nosotros, por nuestra parte, también observamos, pero ni más ni menos que un gato o un pez rojo.

Hizo falta un cúmulo de casualidades y el trabajo obsesivo de dos personas durante cinco años para llegar al instante del prodigio: en la toma 70/3ª el gorro del cartero era rojo, la barra del bar era azul y las guirnaldas eran lilas. La leyenda era cierta: Jacques Tati había hecho en 1947 dos copias de su película, una en blanco y negro y la otra en color.Hizo falta un cúmulo de casualidades y el trabajo obsesivo de dos personas durante cinco años para llegar al instante del prodigio: en la toma 70/3ª el gorro del cartero era rojo, la barra del bar era azul y las guirnaldas eran lilas. La leyenda era cierta: Jacques Tati había hecho en 1947 dos copias de su película, una en blanco y negro y la otra en color.
Hizo falta un cúmulo de casualidades y el trabajo obsesivo de dos personas durante cinco años para llegar al instante del prodigio: en la toma 70/3ª el gorro del cartero era rojo, la barra del bar era azul y las guirnaldas eran lilas. La leyenda era cierta: Jacques Tati había hecho en 1947 dos copias de su película, una en blanco y negro y la otra en color.

 

Es muy cómico: la parte más en carne viva, la más «artista» del cine (del neorrealismo italiano a la Nouvelle Vague francesa) se encuentra en sincronía con un nuevo continente de imágenes en bruto, bárbaras, todavía mal desbastadas. Años 50: la televisión (que aún no conoce bien sus poderes) y el cine (que comienza a reflexionar sobre los suyos, que se entrega a la introspección) se cruzan. Entre ellos no habrá recambio… salvo en los sueños obstinados de algunos visionarios como Roberto Rossellini o Jean-Luc Godard harán televisión: de La Prise du Pouvoir par Louis XIV a France Tour Détour Deux Enfants. Pues, a partir de los años 60, el triunfo de una televisión ya más consciente de su peso social y de su rol de encuadramiento, va a despojar poco a poco al cine de su modernidad. El cine va a comenzar su regresión: cinefilia, necrocinefilia, modas retro, gusto del kitsch, cine que celebra al cine como una nostalgia, cine a la antigua que se hace revivir en viejas salas -y muy pronto en la televisión- con helados de yeso, acomodadoras momificadas, variedades de época. El cine reducido a su rito.

Pero pasemos a la televisión. En su comienzo, naturalmente, la edad de oro. Los que la hacen son buscavidas, aventureros, aficionados, animadores. Al principio, la televisión es muy animada. Llega (demasiado pronto) el momento en que el poder central cree ver en la televisión un regulador social formidable, unido a una escuela. Está reforzando a aquel. Hombres del poder se precipitan por esta brecha. La televisión se volvió menos animada, perdió su frescura. Se había decidido en las altas esferas que debía tener, también ella, su especificidad, pero ésta nunca fue hallada, y con razón. Había estado ahí, completa, desde un principio. Pero no la querían ver, daba un poco de vergüenza. Jerry Lewis dijo una vez con desprecio no fingido que la televisión era perfecta para las informaciones y los juegos. Es cierto que en Estados Unidos, fue rara vez otra cosa. En Francia, al contrario, le fue confiada una importante función social. En primer lugar instruir, después, divertir. En primer lugar, el curso permanente de instrucción cívica, la historia de Francia, toda la literatura del siglo XIX «dramatizada». Después: news and games. Tan noble tarea, desdichadamente, no tenía en cuenta lo que había de nuevo en el medio televisivo. Su especificidad, si se quiere. Sus pseudópodos propios. La lista es larga. Dicho rápidamente y en desorden: el impacto y los azares de la toma en directo, el noticiero y el folletín, el deporte y la cámara lenta que permite ver mejor, los intervalos y la tanda de comerciales, la señal fija, los juegos a menudo débiles pero siempre complejos, el erotismo de las locutoras, el tratamiento diferente de una imagen en sí misma diferente, las incrustaciones y las sobreimpresiones de color, el circo y las risas grabadas, los debates cronometrados y el show de aquellos que gobiernan, los efectos de feedback del video y muchos puntos suspensivos. Todo un mundo.

La televisión tenía dos futuros posibles. El video-juego y la escuela. Dos maneras de percibir la imagen, de fabricarla. En dos palabras, dos estéticas. En un momento, va ganando la escuela nocturna. Es el tele-reciclaje. Se reciclan las otras artes (y el cine más que ninguna), y se recicla al tele-espectador, ese eterno gran debutante. En todo el resto de los lugares ha ocurrido de otra manera. En Japón, por ejemplo, se puede llamar a la terminal para interrogar sobre todo tipo de temas. El tele-reciclaje ha aspirado siempre a la dignidad cultural. Heredó entonces el academicismo de un cine francés ya moribundo (el cine de Calidad y la tradición repulsiva del intimismo psicológico «a la francesa»), e hizo de él, pobre, su modelo, su superyó El bien llamado «drama televisado» ha simbolizado este derrape y esta elección. Quedará como una de las vergüenzas del siglo. Aunque aún no ha lanzado sus gritos más pretenciosos. Temamos. La televisión, por tanto, ha despreciado, minimizado, reprimido su devenir-video, lo único por lo cual tenía una chance de heredar al cine moderno de la posguerra. A este cine al acecho. El gusto de la imagen descompuesta y recompuesta, la ruptura con el teatro, una percepción distinta del cuerpo humano y de su baño de imágenes y sonidos. Esperemos que el desarrollo del video-arte amenace a su vez a la televisión, le haga sentir vergüenza de su timidez.

En la época del Segundo Imperio, una muchacha de humilde origen aspira a triunfar en el teatro. Consigue éxitos, pero fracasa al intentar encarnar papeles de damas del gran mundo. Para conseguir serlo, acepta las proposiciones del conde Muffat, que la convierte en su amante y la instala en una lujosa mansión y Naná se convierte en una mujer cruel, al que le deja indiferente el suicidio del conde de Vandeuvres.
En la época del Segundo Imperio, una muchacha de humilde origen aspira a triunfar en el teatro. Consigue éxitos, pero fracasa al intentar encarnar papeles de damas del gran mundo. Para conseguir serlo, acepta las proposiciones del conde Muffat, que la convierte en su amante y la instala en una lujosa mansión y Naná se convierte en una mujer cruel, al que le deja indiferente el suicidio del conde de Vandeuvres.

Por el momento, la televisión sobre todo ha conservado en probeta un sub-cine, y este sub-cine se ha vuelto dominante. Económica y estéticamente. Pues el divorcio institucional entre cine y televisión fue tal que trajo como consecuencia paradojal la restauración del cine. Esto tuvo que ver con los circuitos y se produjo en el curso de los años 70. Pero, estéticamente, el cine restaurado es un Golem. No es tanto el heredero del viejo cine, como el modo en que el telefilm (y el drama televisado) han colonizado al cine. Sí, pero ¿en qué estado? ¿Qué quedará de las verdaderas invenciones del cine? El cine había llevado muy lejos la percepción de la distancia. Distancia entre los personajes, entre ellos y la cámara, entre la cámara y nosotros. Distancias imaginarias (ya que la pantalla es plana), pero no obstante muy precisas. Esta profundidad de campo era esencial para el star system ya que permitía aislar e iluminar figuras (ídolos o monstruos).

Cuando un cineasta jugaba con las distancias, no era poca cosa. El travelling sobre Nana moribunda en Jean Renoir, o el inverosímil movimiento de la cámara que abre El héroe sacrílego de Mizoguchi, son jeroglíficos trazados en el espacio. Sólo que ese trazo lo conmovía todo. ¿Qué pasó luego? El travelling no desapareció, pero llegó el zoom. El zoom llegó a ser la forma por medio de la que aprehendemos el espacio. Lo inventó un cierto Frank G. Back para filmar el deporte en la televisión. Roberto Rossellini (no por azar) fue el primero que hizo de él un uso sistemático. El zoom no es ya un arte del acercamiento, sino una gimnástica comparable a la del boxeador que baila para no encontrar al adversario. El travelling era vehículo del deseo; el zoom, medio de difusión de la fobia. El zoom no tiene nada que ver con la mirada, es una manera de tocar con el ojo. Toda una escenografía, hecha de un juego entre la figura y el fondo, se vuelve incomprensible. Películas difíciles de percibir por el espectador actual. Desde el momento en que la cámara ya no se mueve, le parece que nada se mueve. Y si nada se mueve, le parece que no hay nada para ver.

Otra cosa. El cine había llevado muy lejos el arte del fuera de campo, del off. Muchos efectos de miedo, de éxtasis o de frustración derivaban de la filmación de ciertas cosas en lugar de otras que permanecían fuera de campo. La erotización de los bordes del cuadro, el cuadro considerado como zona erógena, todos los juegos de entrada y salida de campo, los desencuadres, la relación entre lo que se veía y lo que se imaginaba, esto es casi un arte en sí. Todo un cine. ¿Qué pasó luego? Cuando la televisión empezó a presentar películas recortadas, sin bordes, películas en nemascope y en nicolor, este arte se volvió caduco. John Boorman dijo una vez que alojaba toda la acción de sus películas en el centro de la imagen para que, en caso de pasar a la televisión, no se perdiera nada. Así, en uno de sus números musicales, Beau fixe sur New York sufrió la amputación de un bailarín. El desprecio de la televisión por el cuadro no tiene límites. En la televisión no hay fuera de campo. La imagen es demasiado pequeña. Es el reino del campo único. Las fragmentaciones permiten, por otra parte, respetar este campo único, fracturándolo. Perspectivas inusitadas. Por fin, el montaje. O más bien, el découpage. El cine clásico descomponía un espacio-tiempo continuo y lo recomponía con la ayuda de raccords, como un rompecabezas. El arte y la técnica de los raccords (con todas sus leyes idiotas), todas las maneras de inventar raccords aberrantes (sobre todo los japoneses, sobre todo Ozu), la transgresión del falso raccord, de todo esto vivió el cine durante largo tiempo. ¿Qué pasó luego? La televisión no recompone un rompecabezas, es ella misma un rompecabezas. El orden de las imágenes en la televisión no tiene que ver con el montaje, ni con el découpage, sino con algo que habría que llamar como insertaje. La televisión se reserva siempre la posibilidad de cortar un flujo de imágenes, de insertar otros, en cualquier momento, sin preocuparse por el raccord. No son más que ejemplos. No digo que el travelling, el fuera de campo o el découpage sean mejores que el zoom, el campo único o el insertaje. Sería estúpido. Las formas de nuestra percepción cambian, eso es todo. Y en este cambio, la pareja televisión-cine atrae todavía, por el momento, toda la atención. Como las viejas parejas, terminan por parecerse. Un poco demasiado. La televisión, todavía prisionera de su voluntad de «hacer cine», no va quizás lo suficientemente lejos en su fuga hacia adelante. Hacia el video-juego. El cine, rehén, bailarina y renta de la televisión, quizás no va lo suficientemente lejos en la exploración de su memoria. La más arcaica. Hay excepciones, claro. En 1982 por ejemplo, se esperaba mucho de Passion y de Parsifal. Del estudio y del trucaje. Pues, asintóticamente, la vieja televisión y el viejísimo cine, se juntan, muy lejos hacia adelante, muy lejos hacia atrás. El lugar de la cita se llama Georges Méliès. Por eso se hace necesario pedir la luna.

 

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Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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