El extranjero

 

Por: G Jaramillo Rojas*

 

Yo fui el extranjero. / Una noche me invitaron a salir, / yo decidí salir, / salí a la noche con la gente. /

Fuimos de bares. Por aquí. Por allá. Deambulamos entre la lluvia. Reparamos en cada una de sus gotas soberanas. Sentimos sus gélidas filtraciones en nuestros abrigos. Caminamos abarrotados de simulacros. Al frente de todo, el río impetuoso. Pardo. Alborotado. Por momentos nos arrojaba hilos de agua dulce pero cuando se enfurecía con rigor nos laceraba con ventoleras saladísimas.

En medio de la nada pudimos divisar un Irish Pub donde sonaba Johnny Cash. Creímos que era una de esas compasivas bromas que hace el azar. Entramos a comprobar el estado de la broma. Nos gustó tanto el ambiente que, sin mente, pedimos dos botellas de Tannat. Realmente las pedí yo. Infrecuente privilegio. Generalmente la gente local, si bien no pide, sugiere. Por lo menos así funciona en el lugar donde nací. O así creo que funciona.

Debo decir que yo no soy el típico turista rutinario que busca su identidad en lo afín y rechaza aquello que no tiene lugar en el esquema de lo ya sabido. Todo lo contrario, entre más extraordinario e inverosímil sea lo que tengo en frente, me resulta mucho más excitante, resbaladizo y laberíntico. Por otro lado, cuando voy transitando lugares desconocidos detesto estar confinado en falsos sentimientos de familiaridad y siempre prefiero derrocharme, hasta la extenuación, en las espinosas malezas de cada lugar para así componer la ficción de estar viajando de verdad. No sé hasta qué punto eso sea posible o incluso necesario; sin embargo, lo intento. Al fin y al cabo un viaje sólo es viaje si es interior.

 

***

Ya sentados y escuchando Cocaine Blues, la española empezó a hablar de su natal Peralejos de las Truchas y de su adolescencia punk en aquél pueblo de menos de doscientas personas. Me picó. Yo también había aprendido a escuchar ese divino género en mi adolescencia, con la única diferencia de que lo hice en un barrio obrero de una ciudad latinoamericana de 9 millones de habitantes. Y si había un rock que me gustara plenamente y del que pudiera hablar con tanta soltura referencial y hasta teórica, ese era el español. Ojo, el español-ibérico, no el menjurje esperpéntico y fatuo que algunos muchos llaman rock en español. Queríamos escuchar algo de lo que nos unía en solvente conversación y nos abismamos, equivocadamente, a pedir temas de Eskorbuto, Barricada y M.C.D. De cualquier manera, temo que los dos, envueltos entre algún tipo de indigencia compartida, descubrimos que, en materia de música, muy pocas cosas pueden competir con Johnny Cash y mucho menos cuando tiene versos como estos que tranquilamente pudieron haber sido expectorados por el gran Sid Vicious: When I was arrested I was dressed in black / They put me on a train and they took me back / Had no friend for to go my bail / they slapped my dried up carcass in that country jail.[1]

 

***

Del otro lado de la mesa una chilena fruncía el ceño. Llevábamos molestándola un par de días añadiendo a su abrupto coro CHI CHI CHI LE LE LE VIVA CHILE! un sardónico y extravagante VIVA CHILE Y PINOCHET!, sólo para sacarle el poquito de mal genio que podía ostentar su figurada personalidad ciertamente alegre y sosegada. Ella era noble y muy querida. Pertenecía a un grupo Scout desde su niñez y tenía un sentimiento de filantropía que cuando era expuesto –todo el tiempo- me hacía sentir un misántropo a sueldo. Ella estaba allí, en aquella ciudad, haciendo unas pasantías en una ONG que hace casas para los más desfavorecidos. Se quejaba del vino con cariño. Años después fui a Chile y entendí todos y cada uno de sus gimoteos enológicos. En un momento le preguntó a la española que qué demonios era el punk. La española me miró como buscando una definición y a mí, lo único que se me ocurrió, fue patear una silla vacía, y decirle que eso era punk. La chilena se levantó y puso la silla en su lugar y, antes de sentarse, le pega una patada a la misma silla y me pregunta: ¿Esto es punk? y yo le respondí que eso no era punk, que eso era seguir una moda. Rió y con su mirada me dijo ridículo cien veces. O más. Temo que le quedó claro.

Cash empezó a contrariarnos. Decidimos cambiar de bar. La chilena y yo teníamos una canción en común que ella no podía entender cómo putas había llegado a mis friolentos oídos y, más aún, cómo me la sabía completa. Salimos. Nos dejamos regar por la infinita lluvia mientras buscábamos el Bluzz. Un bar que se había vuelto mítico en la errabunda y precaria memoria que me abrazaba por aquellos días de gozoso ostracismo. La noche estaba “fresca” para todos. Glacial para mí. Era mi primer invierno bien llamado invierno. En el Bluzz sonaba la Blondie más enérgica de todas. Una excelente señal. Afuera, el agua seguía su curso enigmático y radical sobre una ciudad sobrecogida. La atmósfera espectral de ese afuera me generaba una suerte de prisión mental en la que no era difícil arrastrar, como cadenas, las mocedades de mi añosa soledad. Esa soledad que, sin preguntarme, me había llevado a esa esquina del mundo. Pero, en contravía a toda esta maraña de sensaciones e ideas, había algo que me hacía sentir como en casa. Otra sensación absolutamente desconocida para mí y otra idea inexplicablemente familiar. Era como si estuviera viviendo un déjà vu constante sin poder asociarlo a nada real o medianamente coherente. Un garrón. Puedo ser lo más paciente del universo durante el día, hasta consigo navegar –incluso flotar- pacíficamente entre la pesadez de las horas, pero después de la puesta del sol mi ánimo sufre una inversión tóxica que me convierte en impaciencia pura o, lo que es lo mismo, en un decidido zombi alienado por anárquicos sinsentidos. Ordené tres cervezas que llegaron más rápido a la mesa que yo.

“Henos aquí compartiendo nuestros encierros” dijo el único natural de la tierra que nos congregaba mientras elevaba su copa en señal de brindis. La chilena se movía entre las dos pantallas del disc jockey buscando nuestra bendita canción. Después de una versión en vivo –que jamás había escuchado- de Accidents never happen de Blondie y en medio de un numerito humorístico sobre el comportamiento dipsómano de los nativos, promovido por quien alentara el brindis, empezó a sonar el dichoso piano que da inicio al tema que había hecho mella en la insípida correspondencia entre la chilena y yo: Es el funk, lo que siento, cuando sobre mí estás moviendo, tu cuerpo de mujer y no tengo que explicar en palabras lindas que te quiero culiar… Yo pienso nena, tómate tu tiempo, mira, examina, siente el momento, sácate la ropa de a poquitos que si lo haces así más se me para el pico… Insuperable letra. Resulta imposible no corearla a alaridos. Cantamos juntos mientras vertíamos cerveza roja sobre nuestras gargantas que, teniendo de todo, lo único que no tenían era, justamente, sed.

***

El tipo del brindis era un nativo que no era tan nativo. Había nacido en ese país pero no en la ciudad en la que estábamos. Periodista y poeta. Su voz era franca y pausada. Su mirada revelaba implacable reposo y su voz intimidaba por la profundidad y convicción que lucía. Tenía una parafernalia de timidez demasiado cálida para esa época del año. Una cuidadosa subestructura dramática para cada momento, para cada trago, para cada cigarrillo liado y para cada bocanada de humo. Su presencia era enorme. Como la de los ángeles. Si es que existen.

 

***

El brasileño que nos acompaña nos pregunta por partes de la canción que no entiende. Yo le respondo que es por culpa del intrincado español chileno. Reímos todos. Él no entiende el significado de la palabra intrincado. Más nos reímos. Le cambio la dichosa palabrita por jodido. Asiente. Nació en Porto Alegre. Hincha acérrimo de Gremio y disidente fundamental del Internacional. Historiador. Cándido. Esa noche sostuvimos una particular conversación sobre la obra de Eduardo Galeano en la que él lo rescataba –razonablemente- como una figura de gran envergadura intelectual para el desarrollo y la consolidación de ese mazacote hiperdeforme llamado pensamiento social Latinoamericano. Mi posición pasaba al uruguayo justamente como un nadie. Un pomposo proselitista de izquierda que respondía más a vanidades poéticas sumamente personales que a evidencias y objetividades históricas. Ahora pienso que mis argumentos, si bien no eran débiles, eran bastante intrépidos y conscientemente provocadores. Lo disfruté en su momento. Admiro a Galeano aunque a veces lo aborrezco. Por mamerto. Algo en común debo tener con él como para sentir la necesidad de frecuentarlo de vez en cuando y, posteriormente, salir huyendo como un loco despotricando de tanto panfleto y tanta vena abierta y podrida.

El desgranar de la música seguía su curso. Ahora sonaba The Clash. Un álbum que es una verdadera joya: Sandinista! Algo dentro de mí renació en esos instantes. Sentí que todo se me abría más como una puerta de salida a cosas antiguas que de entrada a cosas nuevas. El brasileño se percató de mi ensimismamiento y entonces empezó a hablar de fútbol. Genio. Sócrates, Zico y Pelé. El Barcelona de Rijkaard y el Ajax de Cruyff. El Maracanazo. La nostalgia de un fútbol más humano y profesional, sin tanto lucro ni propaganda. Tuvieron que pasar otros tres litros de cerveza para que cayéramos en la cuenta de que no estábamos solos y que todos estaban apeñuscados bailando con el lujoso devenir del London Calling. El espectáculo era abanderado por un dominicano que bailaba cada tema con la sabrosura propia del merengue. Él hacía parte del grupo desde el principio, pero sufría de un retraimiento abrupto, del cual sólo pudo deshacerse después de varios tragos de su importado ron Barceló. En la cotidianidad del hostal, dónde todos nos hospedábamos, él se veía triste y, además, podía dilucidársele enfermo. No comía bien y se la pasaba conectado a un mundo tropical que quedaba a 9 mil o 10 mil kilómetros de distancia. Tiempo después habría de enterarme que la razón fundamental de su clausura no radicaba en el destierro en el que estaba sumergido, sino que justo estaba desembuchando para sus adentros sus verdaderas inclinaciones sexuales lejos de esa sociedad caribeña rígida, impermisible y machista representada por la sempiterna figura militar de su padre cuyo apellido oculto era nada más y nada menos que Trujillo. Algún remoto párrafo de la espiral literaria descendiente que es La fiesta del chivo, sí o sí, tiene que referirse a gente que el dominicano conoce o conoció de primera mano. De gente que lleva o llevó su propia sangre. Una mañana, mientras se preparaba un té, me dijo: sé que soy feliz entre desconocidos, y si estoy lejos de Santo Domingo mucho mejor. Puedo sobrevivir al mundo, por supuesto, siempre y cuando no entienda nada. Le pregunté si había leído el novelón de Vargas Llosa y su respuesta fue seca y contundente: Libro de mierda. ¿Lo leíste? Volví a preguntar. No. Imposible y prohibido. Confesó. Aquella mañana comprendí cabalmente que mi experiencia como individuo era desquiciadamente ordinaria y vulgar. Y que la gente como yo hacía parte de una producción en cadena sin ningún tipo de valor –ni de cambio ni de uso- para el mundo. Hay multitudes enteras de gentes que difícilmente llegamos a habitar un solo grano de arena del gran desierto que es la historia. Lasitud absoluta. Además del desarraigo y el olvido al que jugábamos, él y yo, compartíamos otra cosa, que no era menor y de la cual se percató un ruso macilento que se la pasaba pegado a la computadora del hostal y sólo tomaba leche y comía pan tres veces al día: todas nuestras comidas, sagradamente, iban acompañadas con arroz.

 

***

Volvimos a cambiar de bar. Esta vez alcanzábamos el último de la noche. Su nombre me resultó confuso desde el principio. Tenía muchas consonantes con tildes dispuestas al revés. Si el dueño no era balcánico o algo así, seguro era un selenita. Al llegar tuvimos que bajar por unas escaleras en forma de espiral hasta el piso -3. El lugar estaba a reventar y se podía fumar. Por alguna extraña razón pensé en la seguridad y no vi salidas de emergencia. Eso me generó cierta serenidad. Si algo pasaba, ese algo nos pasaría a todos. No habría elegidos ni para subir al cielo ni para descender al infierno y mucho menos para quedarse en el sumidero que es la vida. Las decenas de personas que chocaban como animales sus hombros, brazos y piernas contra mi irrisorio cuerpo sólo buscaban hacerse de un lugar en la embotellada turba. Parecían estar desahuciados. Muertos en vida. La hora no daba para menos. Me sentí plenamente identificado. Lo primero que hice fue acercarme a la barra donde tuve que esperar unos 15 minutos a que la moza terminara de besar al que parecía ser el barman. Al liquidar el drástico beso y sin ningún tipo de avenencia, la chica me pregunta que qué quiero. Le digo que una botella de Grappamiel y varios vasos. Me alcanza una botella de Vesubio y varios vasos de plástico. Yo reacciono pidiéndole vasos de vidrio. Detesto el plástico, para comer, para beber, para ejercer, para ser. Me pregunta de dónde soy. Le cuento. Me dice que es un lindo país. Le respondo que desconozco el significado de lindo para ella y que si me dejara llevar por lo que yo entiendo por lindo no sólo dudaría de su afirmación sino que me cagaría en ella. Algo en mi réplica, espero no haya sido mi nacionalidad, debió acordarle de Vallejo. Empezó a hablarme de El desbarrancadero y, así, del amor doliente, el sida y la religión, mientras hacía como si limpiaba algunas copas de balón. Agradecí al cielo que no me hablara ni me hiciera hablar de la trilladísima y cansona Virgen de los Sicarios. La mini reseña sobre El desbarrancadero adelantada por ella me dejó alucinado por su desmesura verbal y profundidad cáustica. Tanto que pensé que la había leído mal. ¿Por qué él? Me cae bien el pobre viejo. Digo pobre porque eso del autoexilio debe ser muy jodido. Aunque el jodido también sea él. Nada que hacer. Vallejo es un enamorado de la vida. Y un furibundo de la misma. Si no hubiera nacido, algo habría hecho para ver la indecorosa luz del mundo y después dedicarse a amarla con violencia. Tal cual como lo hace ahora. Esos son los lugares de él en la vida: el amor y la violencia: el primero lo llora y la segunda la sufre. Y su mezcla es obra. Sin eso no tendríamos Vallejo. Debo aceptar que, además de sus letras, a las cuales respeto mucho, me interesan mucho más sus viejas películas. Creo que fue ahí, detrás de las cámaras, donde el pobre viejo logró transparentarse con más libertad distanciándose de sus más íntimas y envilecidas pasiones y alcanzó a ser un verdadero esteta. Mientras que en los libros, como en sus peroratas públicas, la voz que despliega tiende a ser iterativa y latosa. Exceptuando la magistral Logoi y Los caminos a Roma, novela en la que justamente cuenta sus años de estudio y vida alrededor de Cinecittà. Ximena no podía creerme que el pobre tipo también había sido cineasta hasta que, como él mismo dijo, se dio cuenta que el cine era un lenguaje sumamente inferior al de la literatura.

Mientras hablaba sonaron varios temas de Los Ramones que me dejaron ceñido a una fibra mental intensa. Y altamente distorsiva. Después rodaron los Fabulosos Cadillacs: Estoy harto de verte con otros. Alguna vez alguien me dijo que dos argentinos en cualquier lugar del mundo son un coro gregoriano. Nada más acertado que eso. No vocalizan. Son víscera pura y vociferan como ganado. Basta con verlos cantar su himno nacional en los mundiales o arengando al papa o, la verdad sea dicha, en cualquier circunstancia de la vida que sea susceptible de “quilombo”. Esta vez, por supuesto, no fue la excepción y me resultó muy entretenido verlos y, sobre todo, escucharlos.

Siento que la moza me quiere hacer hablar de cualquier cosa pero yo no quiero. Y menos de mi país. Ese país que, por suerte, está lejos. Le pregunto su nombre. Me da la mano mientras me jala hacia ella y muy primorosamente me dice: mucho gusto, Ximena Rivarola… y vos? Sus cabellos largos y rubios, pintados a las malas, contrastaban vagamente con sus ojos azules. Volvió a captar toda mi atención cuando aludió a un poema que se llama Roby Nelson de otro colombiano del cual no recordaba el nombre. Me comentó que lo había leído en una pequeña antología de escritores homosexuales latinoamericanos. Le dije que sí lo conocía y le referí su nombre: Bernardo Arias Trujillo. Trujillo. ¡Já! Después pensé que el anonimato hace más sugestivos y atrayentes a los artistas. No debí darle el nombre. Pero qué más da, él no era artista. Era marica, drogadicto, escritor, diplomático y suicida. Así, en ese orden. ¿Y es que acaso los maricas, drogadictos, escritores, diplomáticos y/o suicidas no pueden ser artistas? Me sugerí interiormente. En fin. Cualquiera es, o no es. Relatividad básica de etiquetas publicitarias. Amorfismo puro. Lo único cierto, en esta línea, es que está bueno enmascarar o desenmascarar a todo el mundo a punta de motes. Le cuento a Ximena algunas pavadas sobre cómo fue escrita y sobre qué trata su novela cumbre “Risaralda”, más por jactancia que por otra cosa, y le explico que es un texto prácticamente imposible de conseguir, como su obra en general, pero que si algún día volvía a mi casa lo iba a extraer de mi modesta biblioteca con el objetivo de enviárselo o, en el mejor de los casos, traérselo personalmente. Antes de que volviera a abrir esa boquita que me seducía con tanto arresto me apresuré a recitarle mi parte preferida de aquél fabuloso poema: Se llama Roby Nelson, flor del barrio, / que va de muelle en muelle, de vapor en vapor, / este chico vicioso de cabellos de eslavo / vende cocaína y amor.

Me preguntó si yo era gay. Le dije que no. Me picó el ojo. Agarré la botella y la convidé a un trago.

***

Al aterrizar sobre la que en teoría era mi mesa me encontré con que sólo quedaban la española y una amiga de ella que recién llegaba. Nos embutimos esa botella de Vesubio en menos de 20 minutos hablando de la ecuménica estupidez yanqui y la armónica sosería latinoamericana. La acompañante de la española me dice que tengo una linda tonada, que estudia química pura y que trabaja ahí todos los días excepto los jueves. Ese día era jueves… ¿por qué estaba ahí? inquirí mentalmente, pero preferí preguntarle por Ximena. Me dijo que tuviera cuidado, que ella era medio bruja y que todo lo que la circundaba era problemático y ambiguo.

De los Cadillacs hubo un salto a Muddy Waters y después a Buddy Guy. La fiesta pintaba bueno. Imposible no mover las piernas. Y no querer disiparse en la nebulosa de ese distrito de nadie que era el bar.

La lluvia persistía. Debía llevar unas siete horas ininterrumpidas de implacable acción. Permanecíamos enteramente húmedos. Un día escribiré un melodrama psicodélico para cine basado en el Libro Tibetano de los Muertos en el que el único protagonista sea un aguacero apocalíptico. Me gustaría rodarlo en Hong Kong y utilizaría un plano secuencia de principio a fin. Un día puede ser mañana. Pero no. Pienso en la gripe que ya me gané pero de la cual aún no tengo noticias. Mañana la tos y el malestar general serán la primera plana de mi vida. También pienso en Ximena. La española dijo chao. En toda la noche nunca dejó de ser amable. Se va con su amiga. Parece ser que le caí muy bien a la química sin química. Me despido con aridez. Después de unos minutos de hacerme el solitario interesante vuelvo a la barra. Le pregunto a Ximena que a qué se dedica en su vida real y mientras atiende me cuenta. Es dramaturga. Aunque la escritura la desilusiona, la pone triste, la aleja del mundo y de sí misma. Es una complicación. Sin embargo, asegura que vive para eso. ¿Para sufrir? No responde. Le sugiero la existencia de Cristo y de su amor infinito por los sufrientes y desgraciados. Sonríe. Si escribir te pone tan mal y te gusta el teatro ¿Por qué no actúas? Indago. Me dice que si el teatro no existiera ella sería la divina elegida para inventarlo. ¿Por qué no actúas? Insistí. Porque no. Expresó. Está bien, entonces ¿cómo reinventarías el teatro? No lo reinventaría, lo inventaría porque si no existe… Y creo que lo haría como una Shakespeare. Afirmó. Arrogancia pura. ¿Y la lectura? ¿Cómo te va con ella? –Pregunté socarronamente para sacarla de la payasada-. Depende de qué libros, pero bueno, ellos son otra cosa, en general sí me gustan, sobre todo los que no tienen nada que ver con teatro. Respondió con una seguridad tan asombrosa que me sacó una carcajada descomunal.

 

***

Ximena estaba cansada y me pidió que al acabar el turno la acompañara a su departamento. La lluvia había menguado y sólo brincaban sus rastros escarchados sobre las veredas. Me preguntó que cómo me sentía en su ciudad. Le dije que al principio muy extraño pero que con el paso de la noche me sentía más forastero que extraño. Me pidió una explicación. Dije cualquier cosa. Después de lo que ella había dicho en el bar todo era válido. Llegamos a un viejo edificio estilo Art Déco firmado por un tal Mario Palanti. Subimos por unas escaleras en rotonda hasta el tercer piso, para después perdernos en la penumbra de un pasillo hasta el último departamento. Una vez adentro Ximena se dirigió a la heladera y sacó una cerveza. Después de tomarse un largo y gustoso sorbo y ponerla en mis manos, abrió su laptop y puso una canción que me dejó perplejo y muy a gusto: Sofrito, de Mongo Santamaría.

La decoración y la anarquía acumulada de su departamento eran muy parecidas a las de la casa de Tyler Durden (Brad Pitt) en El Club de la Pelea. Una pseudomorada gitana atiborrada de objetos inservibles e imágenes misteriosas, animales disecados, redes atrapasueños, extrañas barajas de cartas bávaras, napolitanas y españolas, horóscopos y zodiacos por todos lados. Quizá yo estaba excesivamente alerta y pensando mucho en las palabras de la amiga de la española sobre la ambigüedad de Ximena. Supuse que las habitaciones que tenía el departamento debían estar atrancadas de gentes durmiendo hasta en los clósets y que si me acercaba a la cocina encontraría alguna preparación o mezcla de alimentos insólita para mí. No sé por qué imaginé un extravagante guiso de intestinos de caballo con cabezas de pato flotando sonrientes.

Me parecía cómodo pensar lo que pensaba pero, más aún, vivir lo que vivía con aquella desconocida. La noche podía terminar completamente tranquila o quizá con alguna extraña turbulencia que me llevara a la muerte. Podría amanecer con una dulce resaca y con ganas de ver una película sobre un robo perfecto o quizá flotando en las inmediaciones del río envuelto en una bolsa de polietileno negra. No me importaba. En ese momento para mí el horizonte de vida no era más que azar.

No soy del baile y tampoco mucho de la salsa, pero con Sofrito algo empezó a moverse dentro de mí. Algo así como un gusano iba y venía desde mi cabeza hasta mis pies. Ximena me ponía a prueba. Una morbosa total. Ella sólo quería saber si me movía exóticamente. Yo me defraudé, como siempre, pero a ella no. Bailamos media canción en completo mutismo. Con una merluza desmedidamente frugal. No había espacio para la palabra. Sentí que éramos de las mismas huestes. Me acabé la cerveza y ella me ofreció sangría. Acepté. Por supuesto. Ella va. Por la ventana advertí cómo la niebla se hacía de la ciudad. Pensé en el brasilero, el nativo y la chilena. Los conozco, pero no sé nada relevante de ninguno. Todo se mueve gracias a la impresión. Para uno empezar a conocer a alguien debe toparse con sus demonios. Las sonrisitas y la buena onda no sirven para nada en materia de vínculos. Esas pendejadas las ofrece cualquiera. Me pregunté: ¿Si durara en esta ciudad mucho tiempo ellos serían mis amigos? ¿O simplemente nos saludaríamos si tuviéramos el infortunio de encontrarnos en algún lugar? Uno sólo se amiga de los demonios de los demás. De eso estoy seguro. ¿Cuáles serán los demonios de Ximena? Recordé con empeño a mis amigos de verdad. Los de la vida. Somos cuatro. Desde siempre. ¿Qué pueden estar haciendo? ¿Cuándo habrá sido la última vez que se acordaron de mí? En la lejanía algunos lazos se pudren y otros se endurecen. Me dan ganas de salir a romper ventanales de todo tipo, con ellos, y hacer pistola e insultar a sus dueños como en los viejos tiempos. O ir a robar la ropa interior a las casas de las chicas que nos gustaban y después de lo debido colgarlas por ahí para la vergüenza de ellas y el humor de nosotros. Vuelve Ximena. Su sangría me saca de la introspección tan tremenda a la que estaba abocado. Me habla de las fiestas de San Fermín. Me cuenta que vivió en Pamplona un par de años. Que su madre es de allá. Yo ruego para que no empiece a hablar de teatro. No puede creer que me guste el Calimocho. Que lo conozca. Yo le digo que he aprehendido muchas cosas de España gracias a su rock y que incluso podría prepararle tapas, pinchos y hasta una paella o recitarle de pe a pa algunas escenas de Buñuel o de Saura. La piqué, pero pareció no darse cuenta. Bendito sea el señor por protegerme de mi majadería. Le pregunté por algunas fotografías que colgaban llamativas en las paredes y resultó que todos eran parientes regados en diferentes partes del mundo. La curiosidad me llevó a cuestionar la dispersión familiar y ella, en un gesto de extrema lucidez y con sus ojos arrojando dados sobre mi destino, me dijo: Viajar es aceptar la carencia de lugares… ¿No te parece, viajero…?

 

***

Miro la hora: 05:25 a.m. Vuelve a empezar el diluvio. Le digo a Ximena que me voy al centro. Al hostal. Ella pide acompañarme. Voy al baño. No veo nada raro ni ninguna coincidencia con toda la banda de cosas que imaginé. Al salir me la encuentro de frente y, con su mano derecha sujetando mi ingle, me dice que subamos a la terraza del edificio. Para no mostrarme sorprendido por su corrupta acción accedo con un largo bostezo. Plena tranquilidad. He vivido esto tantas veces como ella. No. Mentiras. Es la primera vez que me manosean. Ya arriba, ella saca de su piloto un cuaderno y una lapicera. Me pide que escriba lo que me sugiere la vista. Asiento a escribir, algo indignado, porque pensaba que al subir nos dedicaríamos a otra cosa más interesante y lasciva.

Escribí, mientras ella liaba un cigarrillo de marihuana: Ahora estoy muy alto, sólo puedo ver cómo el agua se mece en la caída. Cuando el agua cae algo sucede: las hojas se rinden hundiéndose en el suelo y entonces algunos empiezan a correr, sólo cuando llueve, para poder ver sus propios zapatos corriendo: llegan a casa, hacen una escena cinematográfica de conversaciones sinsentido, beben vino barato, ensalivan cigarrillos mientras se roban besos, van a la cama a guarecerse de la lluvia de destinos… apostándole a uno, acaso el más imposible de todos. Apaciblemente van haciendo que el tufo desaparezca con la admiración y el delirio de dos extraños que se juntan para fundar una centésima de amor y de paso un instante de infinitud, capaz de descifrar la confusión que se irradiaba en sus pieles onduladas por el fulminante rocío de un día equis de agosto.

Le devolví el cuaderno y, con todo el sigilo del universo, bajamos en un ascensor que tranquilamente podía estar funcionando desde la inauguración del edificio por allá a principios del siglo pasado. Caminamos poco más de media hora bajo un torrencial aguacero parecido al que algún día filmaré en Hong Kong. Llegamos al hostel. Aún no amanecía. La hice entrar y en la cocina preparé el último poquito de un delicioso café que me quedaba y que mi madre, en un gesto de inusitada ternura, había metido clandestinamente en mi maleta antes de viajar. Después de eso no sé… o lo sé tanto que no vale la pena puntualizar.

***

A la tarde me desperté oculto entre un extraño olor a nieve. Fue una dulce voz la que me dijo que la nieve no tenía olor y sin saberme decir nada más y con erótica deferencia saltó de mi alquilada cama en busca de su refugio invernal, dejándome los rastros rubicundos de su cabello sobre los viejos edredones del hostal. Esa noche recibí un pequeño pero contundente poema que ella, muy cordialmente, se había dado a la tarea de redactar con el posible flujo de entendimientos y avenencias que saben dejar las resacas cuando están a punto de abandonar nuestros cuerpos.

/ Todo en el aire huele a tormenta, la noche se perfuma de lluvia. / bailamos descalzos, en medio de la calle / girando entre las gotas heladas como si tuviéramos hambre / devoramos con los ojos la madrugada / que entra a sacudirnos las tripas / luego nacemos desde el agua / mordemos la manzana / y el sueño agridulce pesa en los párpados / aunque resistamos con silencios / la caricia del viento. /

Ximena se congeló en mi mente, negándose a salir de allí. Una y otra vez me contaba y me repasaba detalladamente cada momento desde que la vi besando al barman hasta que salió taciturnamente de lo que me servía como habitación. Era de extremos: cuando hablaba, o no se equivocaba en nada, o era un desastre en todo. Y ahora que podía leerla no sabía qué pensar. Lo que más me llamó la atención, ahora, con poema en mano, fue que, sin quererlo, éramos dos los que en esa minúscula e insociable ciudad sitiada por la brumosa lluvia de una noche cualquiera, obstaculizábamos la carrera del tiempo por convertir en memoria una microscópica llama que era capaz de incendiar el país entero. Aunque la valentía la tuvo ella, yo sólo pude seguirla como los ojos que siguen los cometas extraviados por el cielo. Le escribí, a modo de excusa, y sólo para que me leyera, y sólo para que se dejara volver a leer:

/ Mirando caer la lluvia me gustan los aritos que se hacen sobre el asfalto; me encanta el olor a frio que sí existe, no como el de la odiosa nieve; me embrujan los arroyos interinos que no mienten y también cómo nadan las hojas con dirección al sigilo; me fascina observar cómo se protegen los lamentos de los niños y los guiños de ojos entre próximos amantes; me hipnotiza el suceso del extravío que protagoniza la calle sumergida, haciendo forrajes de lejanías, y también, cómo las sombrillas lo estropean todo. /

Al poco tiempo me escribió un mail, seguramente porque se enteró que llevaba en cama postrado varios días por culpa de una gripe terrible. Firmó lo siguiente, haciéndose la turista de mi proscrita extranjería:

Bello, que no se te olvide que la nieve es inodora. Mejórate. La noche no hace más que esperarte. Beso.

No quise volver a saber de ella. No me gusta que cuestionen mi olfato. Además, su vacío irremediable fue para mí una necia casualidad. Una agraciada forma de hastío nómada. Ahora, tengo muy claro que la gente es gente. Lerda gente que, abrazándose a breves instantes de seguridad, se olvida del olvido. Y así, también, es la noche. Caprichosa y prostituta. Sin reembolso alguno. ¿Y cómo son las salidas con la gente de noche? Simple: son como recortes de películas que nadie ve y personajes que nadie nunca más volverá a interpretar.

 


[1] Cuando me arrestaron me vestí de negro. / Me subieron a un tren de vuelta. / No tenía ningún amigo para pagar la fianza, / y patearon mis cansados huesos dentro de una cárcel.


G Jaramillo Rojas (Bogotá, 1987). Estudió sociología especializándose, posteriormente, en sociología de la cultura. Actualmente trabaja como editor, redactor y corresponsal para varias revistas y publicaciones independientes en Buenos Aires y Montevideo.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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