Pintura: Rómulo Macció.
“No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos” J.L.Borges.
En aquella ciudad donde la tierra absorbía mareos y por la ventana sólo se podían ver edificios derretidos por el frío de un saludo en la esquina, una mujer salió de la habitación y la humedad de las manos se le enredó en el pelo. Cantó una melodía entrecortada por la tos o por la dificultad que tenía su mente de recordar aquellas cosas que alguna vez la habían emocionado. Miró el suelo manchado con el rubor que la noche anterior se le había caído, sacó el bolso que estaba debajo de la mesa por alguna razón desconocida, y un minuto después se escuchó el portazo de la loca del cuarto en todo el edificio.
Un hombre sintió que las manos se le humedecían, y un pájaro le cantó un MI antes de atacarlo cuando bajaba del bus. Miró el suelo y no vio su reflejo, pero le pareció ver un polvo rosado sobre la vereda, no se sorprendió, por esos lados la tierra se ponía rojiza a veces. Se puso de rodillas y acarició el polvo rosa con su ancho dedo haciéndolo desaparecer. Todo lo que tocaba con sus manos por alguna razón extraña dejaba de existir, las letras del teclado de su computadora ya no estaban, tampoco el nombre que había escrito en el vidrio empañado de la biblioteca un invierno de abril, o una primavera de julio, no recordaba eso de las estaciones porque un día había tocado con su pulgar el calendario que tenía colgado en la pared azul del living.
La mujer caminaba y el frío le hacía doler los dedos, el hombre que era atacado por el pájaro cruzó la calle, y la humedad desapareció de sus grandes manos cuando ella se puso los guantes azules. La mujer no sintió el pico del pájaro en el cabello… su memoria, claro.
Las manos y su virtud/castigo de no olvidar son la perdición de cualquier humano que aún no ha cruzado el muro de la nostalgia. Cuando el hombre dejó de sentir la humedad en las manos, tembló, y supo que ese temblor se debía a su habilidad para trepar muros. Le habían dicho que la vida era un camino de pequeñas puertas, pero no, los repentinos ataques de humedad en sus manos lo habían convencido de que en realidad eran grandes muros.
La mujer llamó al ascensor, el hombre tocó el timbre de una señora que le prestaría unos libros, el ascensor no llegó, a él se le cayeron los libros en el cordón de la vereda. Ella pensó en subir por la escalera, pero estaba demasiado cansada, esperó, uno de los libros se había mojado, y la canción que ella tarareaba olvidadiza sonaba en el bar en donde el hombre secaba el libro con una servilleta y con el aleteo de la palma de su mano.
Ella volvió a llamar al ascensor, esta vez respondió, el libro afectado se estaba secando, pero en la página noventa y nueve había quedado casi ilegible la palabra ‘tiempo’, a la señora dueña del libro no le importaría, la enorme adivinanza no era para ella, no le pertenecía. La mujer abrió la puerta del departamento, esta vez sin tanto escándalo, caminó hacia el living azul, miró el suelo, el rubor ya no estaba ahí. Encontró arriba de su mesa la pluma de un pájaro que nunca le había cantado al oído, la agarró, se sacó los guantes, y el hombre sintió el frío del libro mojado en las manos.
La noche llegó y dos ventanas se cerraron, dos pares de manos se apretaron fuerte sobre dos pechos anudados en una misma rítmica, ella absorbió el silencio, él gritó con el poco aire que le quedaba. Tal vez las lagrimas de esa noche de abril no eran de él, sino de la mujer con el pelo enredado, o eran las mismas gotas que le habían causado la humedad en las manos, pero ella no recordaba lo que alguna vez le había emocionado, y se dedicaba a absorber silencios y a pegar portazos todas las mañanas. El húmedo abril de dos ciudades lejanas era el tiempo borroneado en un libro apoyado en el escritorio de un hombre, y la pluma que había entrado por la ventana de una mujer borroneada con las manos lejanas, sosteniendo una pluma de un pájaro que había cantado un MI en el oído de un hombre antes de atacarlo.
Estaban lejos, claro que sí, Buenos Aires y … alguna ciudad más al norte, estaban lejos. Pero el ‘tiempo’ distorsionado y la melodía incompleta eran la prueba de que la humedad de unas manos y la pluma con la que se había escrito el libro mojado de sus memorias ya habían cruzado el muro de la nostalgia. La respuesta a la adivinanza estaba en unas manos grandes que hacían desaparecer todo lo que tocaban y en un pequeño cuerpo que pronto desaparecería.
Muy bello y melancólico