Vereda: la muerte del caminante

Pintura: Amor y Psique, de Andrea Broggi.

No hay nada más bonaerense que la vereda, ahí pasa todo lo que cualquier ciudad podría anhelar para estar viva y completarse: lo importante, lo banal, lo absurdo, lo cómico, lo trágico, y lo grotesco. Un árbol crece torcido y se metamorfosea hasta ser pared de algún barrio privado o techo de un viejo vagabundo. Y no la confundas ni la relaciones con la calle, no se llevan bien, aunque tengan que compartir poetas y máscaras, árboles y hojas, pies e ilusiones. En la vereda se dibujan rayuelas que van al cielo, en la calle desilusiones que vuelven a casa, al trabajo, al hotel, a la vereda. La ciudad sin calle es ciudad, la ciudad sin vereda es la muerte del caminante, de toda ilusión de encuentro, de futuro, de miradas al Sudeste.

En la vereda conocí al trovador barbudo, y en ella misma, después de dos recitados y una charla sobre las coincidencias, dos pibitos se acercaron para robarle su guitarra, y una vez más del suelo surgió: melodía, brutalidad, poesía. No hay dudas de que todo lo que está bajo el cielo es grotesco. No hay dudas de que la vereda es el suelo poco firme que contiene y une esta triada, para hacer confundir sus elementos entre sí. La melodía busca en la poesía el lápiz para dibujar los ojos de su rostro ciego, la poesía se vuelve sonido cuando en ella habita un pájaro o el grito desesperado de un hombre. La brutalidad es encontrada por su falta de ausencia en el arte de sellar las paredes de los recuerdos, de las anécdotas empapadas de lluvia y espera bajo el techito frágil de la vereda.

Por la misma vereda durante 60 años caminaron dos jóvenes/ancianos de la mano, y a la par de ella se fueron rompiendo de a poco, (y valorizándose, claro). La mujer estaba ‘perdida’, decían, confundía los nombres, y de él sólo recordaba a un joven flaco y vital que una noche había bailado El día que me quieras, con ella. El flaco, con poco pelo, lleno de arrugas, y sentado en la misma silla de todas sus tardecitas, me decía: ‘a ella le gusta que la acaricie’, y yo lo miraba enamorada de su amor. Una tarde él cerró sus ojos para siempre, ella quedó sentada en el living de su casa confundiendo nombres.

La mente es frágil, tan frágil como el amor sin manos que se conozcan, sin veredas que se caminen. Un mes después ella cerró sus ojos para siempre. Y esta idea flotaba por la ciudad lluviosa: algo así debe ser el amor. Unos meses atrás pensé que el amor era entre dos que no podían imaginarse lejos (lo era). Pero al verlos caminar a ellos dos por la vereda, a veces rota, a veces mojada, el amor tomó una nueva dimensión: la de dos personas que se tocan para no olvidarse jamás.

La mente es frágil, las ideas son frágiles, la vereda rota es frágil, más que tus pies, pero el tacto es tan fuerte y duradero, que en un instante de ausencia puede llevar a la muerte. Ella no notó la ausencia de un hombre flaco deambulando por la casa, ni siquiera la de un joven vital que le sonreía a la hora de tomar el té, su piel conocía una piel, su tacto esperaba cada noche sentir esa suavidad conocida, y su ausencia fue muerte. Algo así debe ser el amor desparramando su grandeza por las veredas de Buenos Aires o de alguna ciudad que también haya construido veredas. Y a fin de cuentas, el amor tiene tanto que ver con la muerte, que da escalofríos, (sentílos vos también, por favor).

En los limites del mundo, nuestras mentes frágiles algún día fallarán, yo voy a dejar de existir para vos y vos para mí. La mente es frágil, al igual que el amor sin manos que se conozcan. Vos vas a vivir sin mí, yo voy a seguir existiendo, por una simple razón: el lenguaje del amor no son las palabras que subrayaste en tu diccionario, ni las frases que nos dijimos y las que no, todo eso sobra, al final sólo vas a reconocer las manos que te acariciaron cuando no recordabas los nombres de las cosas, ni de tus familiares, de tu canción favorita, ni de la mujer que te sonreía todas las tardes a la hora del té.

Y en realidad, tal vez todos las historias anteriores sean sólo excusas, excusas para no decir la verdadera razón de por qué la vereda es la subjetividad más pura que jamás haya existido, y que sólo sé de un motivo por el cual sin vereda no hay ciudad: vos peatón. La vereda es la continuación de tus pies, mi futura llegada, y cada rincón de la ciudad que busca la libertad en su calor, en su linea recta eternizando nuestro camino a la biblioteca o a la plaza San Martín. Sin ella sólo estaría existiendo, en una casa, con dos ventanas selladas, y una puerta sin cerrojo ni manos, si no te viera pasar con tu caminar extenso, ¿de qué ciudad podría escribir?, ¿de qué insomnio mirando hacia afuera y esperando que aparezca la sombra de mi caminante?

¡Que muera este amor de diccionario! ¡Que se disipe el humo de la ciudad y nos regale un amor que trascienda nombres! Y mientras nos rompemos a la par de la vereda, voy escribiendo el cierre de un texto poco elegante, sobrio, y menos objetivo: no hay nada más bonaerense que la vereda, no hay nada más despiadado y magnético que imaginarte pasar por ella desde mi ventana.

antonellavulcano

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