Kurt Cobain. Foto: Rolling Stone.
Por: Alfredo Abad *
El presente texto alude a la exposición La muerte y el rock, realizada recientemente por Mauricio Sánchez en Pereira, Colombia.
Tomar distancia para acercarse. No hay una mejor definición de lo que acontece con esta serie de obras en la que logra apreciarse la esfera que caracteriza plenamente el arte, en la que sólo lo aparente es real.
Esta obra estima el vacío de la muerte que legan quienes rinden tributo a la vida a partir de la música, y especialmente, de quienes, ídolos en una época signada por la ambigüedad y el desamparo metafísico, han nutrido la complejidad de la experiencia humana posibilitando su acercamiento a partir del distanciamiento. Este equívoco es sólo perceptible para quien sepa que el excesivo reconocimiento mediático y la medianía espiritual del ídolo muchas veces corren paralelas.

Contemplar la obra implica perderse primero. Al escudriñar las formas se entra a un laberinto de apreciaciones que conducen al desciframiento de una imagen. Si se piensa que se ha llegado al fin porque se ha encontrado una lógica y se ha descifrado un acertijo icónico, entonces se ha desestimado el mayor logro de la obra: esta sugiere primero lo amorfo, luego el reconocimiento, y en última instancia, el despliegue del equívoco y la multiplicidad de la imagen.
En primera instancia, mientras se adecúa la perspectiva, se difumina toda concreción. Aparece luego, dentro del juego del movimiento, el resultado: un ídolo. Éste es la obra que sólo en la lejanía es perceptible con toda claridad. El acercamiento a la imagen (des)dibuja el rostro, porque el ícono implica una ruptura. Es demasiado oscuro, demasiado transparente. Se enfatiza esta condición, no para identificar un contrasentido, sino el único sentido: la apariencia cumple su función de no decir, de no afirmar, de no evidenciar, de no significar. La apariencia misma se ilustra en estas pinturas cuando el movimiento pervierte su centro, y por tanto, la posibilidad de encontrar una concordancia, una presentación fidedigna del ícono. Éste se encuentra en suspenso, se margina, su ausencia es el recorrido dado sobre la obra. Una imagen capturada por la lente muy probablemente dé crédito a la identificación que asegura al observador la posibilidad de comprender, de asir una especificidad. Pero la lente es sólo una esfera única entre la multiplicidad de ángulos, de perspectivas que el observador ejecuta.
Desde el movimiento, esta obra se margina del sentido, y allí se concreta su amplitud. Su constitución está dada en la incapacidad de entregarse al observador que intenta orientar su mirada en tanto se inserta en un recorrido. Una única perspectiva entrega, en cambio, el alivio, cuando se asume un resultado, una óptica adecuada. Pero reconocerla implica el fin, la expresión definitiva acarrea un reconocimiento que fosiliza la expresión en la que se instaura el ídolo. Sólo es ídolo porque no tiene una expresión única, de hecho, sólo es ídolo porque en él se “identifica” la impostura, el margen de lo real, el rostro inauténtico de mil máscaras. Esta obra las posibilita todas, también todas las desecha. Hace explícito el desdibujamiento de la realidad, lleva implícita su aprehensión, en tanto sea sólo la imagen que se pierde, que se evade.

El rostro en la perspectiva adecuada es la imagen caleidoscópica de un proceso que no tiene en ese reconocimiento su última aprehensión. El rostro del ídolo descubierto es el vacío que deja la búsqueda, la carencia es la adecuación al entorno de un flujo constante en el que se idolatra la ausencia. Esta obra nos lega el movimiento a que se somete el observador cuando intenta asir la realidad de su ídolo y, creyendo abrazar su reconocimiento, sólo aprehende su dispersión, su imposibilidad.
*Alfredo Abad. Profesor Escuela de Filosofía Universidad Tecnológica de Pereira. Ha publicado los libros Filosofía y Literatura, encrucijadas actuales (2007), Pensar lo implícito en torno a Gómez Dávila (2008), Cioran en Perspectivas (2009), entre otros.