Imagen: Luis Argüelles Tamargo
Contamos historias desde siempre para atizar el fuego. Contamos historias desde siempre porque son chispas que consumen lo que tocan, para bien o para mal, y, bien sabido es, a la humanidad la alimenta el caos soberbio del cambio. La chispa de la vida no es otra cosa que una historia que empieza a ser contada o escuchada. Para no ir más lejos, las chispas diminutas que vemos en el cielo, luego de la huida del sol, nacieron cuando alguien se imaginó qué eran y por qué estaban allí. Contamos historias desde siempre para atizar el fuego, y porque el frío de la indiferencia es infinito y alocado. Contamos historias porque la vida es una chispa que dura poco más de lo que tarda en nacer la vida.
Alguien me cuenta una historia de una estrella lejana donde las historias conviven en armonía y no conocen al fantasma de la competitividad. Allí, nadie gana, dice. Pero también nadie pierde, agrega luego de una pequeña pausa. No es fácil de asimilar la idea de un mundo sin ganadores ni perdedores, pero así es según la historia de la que hablo. Continúa luego narrando las características de aquel mundo y de sus habitantes, no poco similares a nosotros, hasta que llega a un lugar común: su autodestrucción por hartazgo. Quien me la cuenta soy yo mientras la escribo, y me es contada mientras la leo, como cabe suponer. Es poco entretenida, baste saber.
[Otra pequeña historia curiosa: algunas de esas chispas diminutas que vemos en el cielo, en medio de la noche, son tan gigantescas que ni siquiera saben que existimos, pero eso es otra historia, aunque nadie se las haya contado a ellas todavía, que será contada en su debido momento por el afortunado de turno a los afortunados de turno.]