La expansión de la biblioteca

Umberto Eco decía que una biblioteca es una herramienta de investigación. A él le parecía gracioso cuando alguien preguntaba si había leído todos sus libros –tenía más de 30.000–, porque veía en ese interrogante amañado la presunción de que una biblioteca no era más que un adorno para nuestro narcisismo. La historia es apócrifa: Walter Benjamin la contó prácticamente igual, en 1930, pero esta vez el protagonista fue el escritor Anatole France. En todo caso, la anécdota valora a las bibliotecas personales como un sistema de conocimiento y no como un ejercicio de la vanidad.

Benjamin también escribió que la marca propia de los coleccionistas es no leer. Quien tiene una biblioteca no ha leído ni la mitad de los libros que tiene, y si lo ha hecho es porque se trata de un espacio fabricado a la medida de su ego.

Entre más libros adquirimos menos los leemos, precisamente porque al leer nuestro conocimiento se amplía, se ramifica, toma vertientes insospechadas que requieren de más y más libros que acumulamos, postergamos y finalmente dejamos de lado. No podemos leerlos tan rápido como quisiéramos, pero tampoco los olvidamos del todo: pasan a formar esa herramienta de investigación de la que hablaba Eco; además, puede que sí los leamos después.

Yo tengo, mal contados, 250 libros. En ellos reconozco mi propia historia: están los que heredé de mi padre, los que me prestaron y no devolví, los que compré a aquel librero suicida que se ufanó hasta su último día de no leer nada de lo que vendía, los que me han regalado mis amigos, los que tienen dedicatorias o firmas, las colecciones que adquirí en tiempos de bonanza y otros que no tardaron mucho en deshojarse. He notado con sorpresa que tengo pocos libros escritos por mujeres, que no hay en mi biblioteca tanta poesía como quisiera y que he dejado de comprar de segunda.

A veces pienso también en los libros que he obsequiado, en especial si han salido de mi biblioteca. Es cierto que los regalos se olvidan fácil, pero cada tanto recuerdo en qué manos dejé mis libros de Kafka, Tolkien o Meira Delmar, y me pregunto si al regalarlos no hice otra cosa que ampliar mi biblioteca, en una suerte de delirio por extender mi pensamiento en la gente que quiero, para que abracen mis búsquedas y tal vez den con una respuesta que a mí se me niega.

Una vez soñé que tres desconocidos entraban en mi habitación a robarse mis libros. Yo no podía levantarme de mi cama, así que debí ver cómo ellos vaciaban mi biblioteca. Cuando desperté supuse que había sido una pesadilla, pero los sueños tienen una lógica que nada tiene que ver con la vigilia. Hoy, visto en retrospectiva, aquello no parece una mala idea. Tal vez un despojo así sea una forma más poderosa de expandirse hacia los demás, de dispersar lo que hemos construido en muchas manos que también tienen otras manos en las que depositan lo que ellos han hecho, creando una red infinita de preguntas y respuestas. Quiero creer que los libros más valiosos son los que nos regalan, porque encierran las inquietudes de alguien que nos quiso lo suficiente para entregarnos un pedazo de su esperanza.

Fabián Buelvas

Escribo.

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