Cuando el absurdo nos rebasa

 

La historia comenzó hace dos años cuando inscribimos a nuestro hijo de cuatro años a una academia de fútbol. El niño quería jugar, ponerse guayos, canilleras, meter goles como los metió James en Brasil. Hasta entonces toda su historia con el balón se remitía a los partidos que vimos juntos del mundial y algunos cuantos que jugamos en el parque con algunos primos.

De tal manera que los fines de semana se convirtieron en un solo ritual: levantarse, arreglarnos, comer algo ligero y salir a los entrenamientos. No había lugar ya para las levantadas tarde, la pereza que se nos enredaba entre las cobijas, los desayunos casi a la hora del almuerzo. Pero estar ahí, en ese campo, viendo cómo su entrenadora les enseñaba a tocar el balón, moverse dentro de la cancha y jugar en equipo, ponía ante nuestros ojos una evidencia que sin pudor anunciaba que la felicidad nos visitaba engalanada los domingos. Algunos meses después comenzó el rumor. Parece, decía la entrenadora con entusiasmo, que vamos a participar en el torneo Los cachorros; no es un torneo, aclaraba, es un festival, porque ellos todavía están muy pequeñitos.

Pasaron varios meses en los que la oración de la noche era un clamor familiar para que todo le saliera bien a nuestro hijo en el torneo. Por las mañanas jugábamos juntos en el comedor o los sofás de la sala, para que aprendiera a dominar la pelota, hacer gambetas o atajar tiros como los arqueros profesionales. Fue en aquellas sesiones de entrenamiento exhaustivo cuando descubrí la habilidad de mi esposa para evadir rivales en espacios cortos, en no más de tres baldosas. El festival rondaba a diario por nuestra casa, se inmiscuía en las conversaciones, aparecía en sueños. Pero no se concretaba porque siempre había un aplazamiento por asuntos de logística.

El día llegó con un amago de incertidumbre. El festival contemplaba una sola categoría, para niños de cuatro y cinco años. Aunque mi hijo tenía cinco y le faltaban cuatro meses para cumplir los seis, el corte de fechas que decidieron los organizadores lo dejaba por fuera por tres días. Era el único de su equipo que se lo perdería. Tres días amenazaban con arruinar toda su expectativa, sus noches pensando siempre en lo mismo. Pero los dirigentes de la academia nos dieron el parte de tranquilidad; inscríbanlo, dijeron, que nosotros llevamos el caso ante el comité técnico. Entonces lo inscribimos. Que no hay problema, que lo quieren ver, solo para asegurarse de que no sea demasiado grande; estamos hechos, dijimos eufóricos, porque nuestro hijo es más pequeño y su contextura más menuda que la de casi todo el equipo. Al fin y al cabo tres días de vida no marcan ninguna diferencia.

El día del primer partido mi hijo calentó, escuchó las indicaciones de la entrenadora y luego se abrazó con todos esos pequeñitos como una forma de augurarse suerte. Estaba feliz porque iba a tapar en el primer tiempo y ser delantero en el segundo. Entonces apareció el director del torneo. No juega, dijo, el niño no juega. Enseguida vinieron las explicaciones nuestras. Después la súplica de otros padres, incluidos los del otro equipo. No juega, el niño no juega, repetía este personaje alardeando un poder obsceno, aferrándose a una normatividad de manera aberrante. Se le explicó que la idea del torneo era justamente inculcar un hábito, una disciplina, una pasión por un deporte. Que eran tan solo niños de cinco años y no profesionales. Que dejarlo por fuera lo frustraría a una edad en la que son tremendamente vulnerables. Que después se lo cambiaría de categoría en sus entrenos, pero que se le permitiera jugar. Que cómo se le explica a un niño, que ha rezado a diario, que no podrá ser parte del festival que tanto ha anhelado. No Juega, decía el hombre, el adulto, blandiendo el reglamento del torneo con una de sus manos; el niño no juega, repetía como si fuera un conjuro, mientras el niño, de tan solo cinco años, que ya no jugaría, comprobaba impotente cómo se esfumaban sus ilusiones, sin que sus padres, habituales héroes, pudieran hacer nada por él, constatando cómo los rebasaba el absurdo. El niño finalmente no jugó.

No juega, el niño no juega, seguía sonando en nuestras cabezas esa noche, mientras llorábamos todos en familia.

Andrés Mauricio Muñoz

Andrés Mauricio Muñoz

Andrés Mauricio Muñoz (Colombia, 1974). Su libro de cuentos Desasosiegos menores, Premio Nacional de Cuento UIS 2010, publicado también bajo el título Hombres sin epitafio, por Ediciones Pluma de Mompox, fue considerado en los Premios Nacionales de Literatura Libros y Letras 2011 como uno de los cinco mejores libros de ficción publicados ese año en Colombia. Textos suyos han sido traducidos al árabe, alemán e italiano y aparecido en antologías de Colombia, España y México. Editorial Universidad de Antioquia publicó en 2015 Un lugar para que rece Adela, su más reciente libro de cuentos, el cual ha sido recibido con entusiasmo por la prensa y la crítica colombiana. El sello Seix Barral, de editorial Planeta, acaba de publicar su novela El último donjuán.

Un comentario sobre “Cuando el absurdo nos rebasa

  1. Así es querido amigo, las frustraciones suelen golpearnos aún antes de que sepamos pronunciar la palabra. El del deporte para niños, además, suele ser el refugio preferido de todo cuanto fracasado y resentido anda a la deriva por el mundo. Quizás y sólo quizás, esa experiencia tan nefasta le sirva luego para no dejarse vencer ni aún vencido, en el difícil arte de ser buena gente, que a lo mejor que podemos aspirar el en el duro oficio de vivir.

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