La ciudad de la poesía

Foto: Carolina Zamudio, inauguración del 26 Festival Internacional de Poesía de Medellín.

El niño que fui no aprendió a reír porque sus compañeros de juego, imaginarios o no, eran asordinados por el ruido. Balas, cilindros, séquitos de hombres y mujeres con sus hijos corriendo lejos de los ranchos, a ciudades monstruosas y hostiles donde no los reconocían de ninguna parte. El fuego, más que ver, no dejaba oír nada. Los niños que somos, incapaces de alzar la voz porque nunca necesitamos hablar sino huir, hoy, cuando hay vientos de paz en Colombia, imploramos silencio. Imploramos silencio porque queremos escucharnos. Queremos concentrarnos escuchando en el día la feliz multiplicidad de los pájaros, queremos ir por los caminos nocturnos como si fuéramos por un poema saturado de insectos.

Mi vida es otra después de participar en la reciente versión del Festival Internacional de Poesía de Medellín, precisamente porque supe que hay miles de personas en esta ciudad que saben escuchar, que aman, de manera sagrada, el silencio. Que se reúnan tantas almas a escuchar a los poetas es conmovedor, le da la razón a Lautréamont cuando decía que “la poesía debe ser hecha por todos”. En Medellín hasta la luna le presta atención al milagro poético, objeto como ha sido en los poemas, allí es espectadora del verbo, partícipe del cálido encuentro de la vida.

Uno que ha vivido del arte de matar la esperanza, un día está en un ascensor con cuatro poetas de diferentes nacionalidades. Ninguno entiende la lengua del otro, pero cada uno tiene un mensaje que irradia en la mirada. Ves a Keki Daruwalla y de inmediato sabes que estás ante un poeta, aún sin escucharlo, lo que en esta tierra llamamos nobleza habla por él. Los poetas así traen un mensaje que no es divino, sino profundamente humano: el mundo está a tiempo de unirse. Para qué esperar a Dios si no somos capaces siquiera de recordar el olor de los saucos de la infancia. Para qué esperar lo que nadie hará por nosotros.

Y así, de súbito, sientes que te habita el pecho la esperanza, pero no como la araña negra del atardecer de Ángel González, sino como un animal que te impulsa a construir lo que necesites aunque sea con palabras. Ahí está, palpitante, extraña por lo novedosa, anidando dentro de uno el ave del paraíso. Y viene a la cabeza Paul Éluard, y sus palabras suenan como salidas de un gramófono que escucha un niño por primera vez: «Hay una palabra que me exalta, una palabra que nunca he podido oír sin experimentar escalofrío, una gran esperanza, la más grande, la de vencer a las potencias de la ruina y de la muerte que oprimen a los hombres, esa palabra es: fraternidad».

Albeiro Montoya Guiral

Autor de los libros «Una vida en una noche», «Celebraciones» y «El aprendiz de tahúr». En Twitter: @amguiral.

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