Fernanda Trías. La ciudad invencible

Por: Óscar Daniel Campo Becerra *

Fernanda Trías. La ciudad invencible. Madrid, Demipage, 2014. 135 pp.

El título de la tercera novela de Fernanda Trías, La ciudad invencible (2014), propone una paradoja: resulta poco evocativo, pues en su generalidad resuenan otros títulos (La ciudad sitiada, de la Lispector, por ejemplo), y anticipa con justeza la búsqueda de la protagonista (una uruguaya que ha llegado a Buenos Aires, con la ilusión de hacer una vida allí, pero que acaba yéndose auspiciada por una beca a Nueva York, después de varios desencuentros). El balance hecho en uno de los capítulos iniciales por la protagonista, que es también la narradora, no deja lugar a dudas: “cuatro mudanzas, una separación, una muerte” (19). Nada parece indicar que se han cumplido los propósitos iniciales de su viaje a Buenos Aires. Lo “invencible” ha ganado desde el título mismo.

Se pueden decir cosas como: ella, la protagonista, ha venido a recuperar el Buenos Aires de su abuela paterna (que al mes de nacida fue llevada a Uruguay y, en vez de regresar, con el tiempo la ciudad de origen se le volvió delirio) y, en cambio, su estancia termina marcada por la ruptura con la Rata, sobre la cual se pronuncia finalmente la fiscalía para obligarlo a “trabajo comunitario, terapia grupal, indemnización y no contactarme por ningún medio. Eso, durante un año” (123). La Rata, al que el apodo le calza perfecto, acepta la propuesta por email y se despide diciendo: “Las mujeres son todas unas abusadoras protegidas por la justicia” (123). O que el mayor triunfo de la protagonista ha consistido en dejar finalmente la casa Paternal, donde paga un precio exagerado por una habitación, soporta los aullidos de un perro que extraña a su dueño durante el día y comparte ducha con Nibia, una anciana de noventa y tres años, y en conseguir el monoambiente cercano a la Plaza Guadalupe, en el que conoce a Marita, una puertorriqueña con una pata de palo (que la narradora fantasea con robarse). Con Marita, en todo caso, el flirteo parece mucho más genuino que con la punk, a la que un amigo de la protagonista se refiere como “la camionerita”. Incluso menos trivial que la relación con Ada, un personaje del que sabemos poco (tiene una inteligencia rabiosa, a la que la protagonista asiente, a veces sin mucha emoción); Ada se vuelve más bien una presencia nocturna, de los encuentros en el Varela Varelita, de las borracheras, o la caída en la escalera a la salida del bar, un evento bastante anodino y que, sin embargo, por su mención recurrente en varios pasajes de la novela, adquiere una dimensión atractiva: ella se resbala y cae, un viernes a las 3 a.m., se estrella contra el mundo, deben revisarle la boca rota, probablemente cogerle puntos, alguien a su lado dice: “Ya es hora de que te levantes del piso”.  Y da la impresión de que, escribiendo desde su nueva trinchera (Nueva York, la beca), la protagonista está tratando de ponerse de pie.

A ella le gustan las ciudades literarias: Buenos Aires, Nueva York… Y a esta última llega un correo de Ricardo, el otro personaje que, junto con Marita, adquiere profundidad y peso a lo largo de la novela. “Dos años, dos ciudades, una misma postdata” (83), reflexiona la narradora, que parece interrumpir el curso de la escritura para leer el email de Ricardo y luego venir a contárnoslo. La postdata dice que Ricardo la extraña como un chino. Para Ricardo “lo chino es lo mucho y lo enigmático” (87), pero lo más importante es que la primera vez que usó esa postdata fue durante los meses de reclusión en la casa de Boedo, tras el entierro del padre. Buenos Aires, literaria y todo, se convierte así en el sitio donde ella ha recibido semejante noticia, la muerte de su padre, que le llega por teléfono, aunque ella se demora en entender qué está pasando: “El cerebro no entiende la muerte. El cerebro se queda dando vueltas, girando sobre sí mismo, buscando los matices del lenguaje. Lo encontraron. Lo encontraron casi muerto” (80). Esa ha sido entonces otra lucha perdida: no hay nada adentro de la caja que se llama “literatura de Buenos Aires”, más que la caja misma, concluye. Es decir, la casa donde nació Borges, el departamento de la Pizarnik, el Parque Lezama, esos referentes literarios de la ciudad no tienen ningún secreto por revelar, ningún brillo por ofrecer. Son locaciones desgastadas, porque seguramente la literatura de Buenos Aires “se está escribiendo en otros barrios, quién sabe cuáles” (41). De este modo, la ciudad que ella ha ido a visitar (a conquistar, si se quiere) no le comunica nada a través de sus referentes literarios, ni de los caminos usuales que tal vez ella misma contemplaba al principio. Los hallazgos hechos por la mirada de la protagonista son de otra naturaleza: un día se tropieza con una pareja de chicas góticas agarradas de la mano, enfrente de la puerta de su propia casa, cuando ha salido a despedir a Ricardo; las chicas se detienen bajo un foco que se prende y se apaga al detectar movimiento, y se besan: “Los vestidos negros de encaje y seda, la piel empalidecida de tanto polvo, los corsés hincados en la cintura. No había nada en la calle, cuatro de la mañana, un lunes o un martes” (41); Ricardo se aleja alucinado, mientras ella lo observa, “un ángel alto y tambaleante”. Esta imagen de lo efímero y de lo anónimo (de la que encontramos dos o tres versiones más en la novela, por ejemplo, las al menos dos versiones de “papel picado que había tirado por el balcón, como escamas, piel vieja, descartable” (122)) casa mejor con la experiencia propia de la ciudad que las referencias literarias con las que la protagonista venía armada.

Las referencias literarias no son solo alusivas a Buenos Aires. Entre las otras, destaca Odradek, que es la manera en que la narradora designa su miedo. ¿Miedo a qué? A la Rata, que ha amenazado con hacerle daño, a la ciudad, por momentos llena de peligros desconocidos, y luego, en algún punto de la novela, el miedo en sí mismo, “esa costra negra que se acumula entre los azulejos del baño, era la mugre endurecida dentro de mí, (…) anquilosada como estaba, tampoco podía moverme” (29). Vivir la ciudad se convierte también en un ejercicio de confrontación de su propio Odradek. Tal vez así se pueda leer mejor el contacto fugaz pero intenso que la narradora mantiene con algunos personajes incidentales que simplemente rozan la novela: los hombres que la pretenden. Al principio, uno de ellos la visita, de barba despareja, veintiséis años, le trae drogas y vino, y, cada mañana, ella lo acompaña a la puerta, después de haber hablado toda la noche, (“para su desgracia, supongo”): “Nos demorábamos en la puerta, maravillados por el movimiento de las hojas, como una red en la que se retorcían infinitos peces” (45). Con el amigo de la infancia de Ada, Samuel, una especie de Woody Allen sin gracia, el contacto dura menos, pero resulta más memorable, porque incluye una escena de la protagonista bañándose desnuda y distante en la piscina adonde la lleva Samuel. En todo caso, “él también sabía, siempre supo, que no nos volveríamos a ver” (120). La tensión de las escenas en las que se narran estos encuentros no es un asunto de seducción, sino de terror, del peligro que la protagonista percibe en el otro, estos hombres desconocidos, y la manera como ella flirtea con el miedo. Su forma de abrirse la ciudad pasa entonces por aceptar la compañía de estos extraños, aunque de acuerdo a los propios términos que ella impone.

La gran virtud de la novela consiste en que no busca ser un informe de la vida de la protagonista en Buenos Aires. Da rodeos. Un pasaje altamente citable de la novela pone en evidencia esta inclinación: “¿Cómo nombrar las cosas? Cómo acercarse lo más posible al asunto que se quiere contar, es decir, al corazón del asunto, no a la anécdota” (69). Habitar la ciudad, recuperar esa memoria, enfrentar el miedo, escribir la novela, todas estas operaciones son ejercicios de rodeo. Hacerlo de tal manera que se pueda preservar la experiencia de lo fortuito, de los accidentes de casualidad, sin que la forma de contarlo, al ordenarlo, domestique su efecto. La imagen de un espiral o de un círculo violenta estas posibilidades: “No sé cómo se cierra un círculo. Ojalá fuera tan fácil como anudar las dos puntas de una cuerda (pero cuánto tardé, de niña, en aprender a hacer un nudo). (…) ¿Por qué se habla de cerrar círculos o etapas como quien cierra un frasco de mermelada? Estamos abiertos; todo sigue abierto, en perpetuo riesgo de infección” (121).

La narradora pelea con la forma de recordar y de escribir el recuerdo. La novela es más un registro de esa pelea. Lo invencible es esto: si ordeno mis recuerdos para hacerlo más legibles, traiciono la manera desprolija, contingente, en que en verdad sucedieron los acontecimientos. Pero hay que decir algo, de algún modo, entonces hago intentos, varios círculos o espirales que se tocan, y la novela es eso: “la historia de la Rata es un círculo; la de los apartamentos y los muebles comprados, otro; las historias de amor, más bien una espiral”. Porque no se puede obtener lo novelable, lo que vale la pena contar, en línea recta: “Una nueva ciudad también se construye así: merodeándola, recorriendo las calles y sus espacios hasta llenarlos de significado, hasta que esa esquina no sea más una esquina de casas a medias demolidas, con un cartel de Farmacia titilando en la noche, sino el lugar donde besé a la muchacha y casi pensé que me casaría con ella porque era linda, rebelde y estudiaba filosofía” (p. 69).

Los detalles anodinos hacen parte de los rodeos, la mirada de la protagonista está buscando constantemente zonas inéditas de la experiencia cotidiana de la ciudad. Hay una selección precisa de estos a lo largo de la novela, círculos más pequeños, que se abren. El más taquillero tal vez sea este: “¿Qué venden esos quioscos? ¿Quién compra tantas flores en Buenos Aires?” (34). La narradora se inquieta por la razón que explique el que estos sitios (los quioscos de flores) estén abiertos veinticuatro horas, todos los días. Y encuentra una: valdría la pena leer la novela no solo para averiguarla, sino para ver cómo funciona ese mecanismo de la mirada curiosa.

 


(*) Óscar Daniel Campo Becerra. (Barrancabermeja, 1985). Literato y Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional. Ha trabajado como Asistente de Dirección del proyecto Poesía en Escena. En el 2010, fue coordinador del II Encuentro de Crítica Literaria. Fue docente ocasional de la Escuela de Cine y TV. y del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional; también de la carrera de Creación Literaria de la Universidad Central. Salió ganador del Premio Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá 2013 por el libro de cuentos Los Aplausos, publicado un año después, y del XXV Concurso de Cuento Corto de la Universidad Externado de Colombia. Participó como invitado en la Feria Internacional de Oaxaca, 2014. Coordinó el libro de creación colectiva Vidas de historia. Una memoria literaria de la OFP (2016), que implicó el trabajo de campo con una organización de base social y un equipo de escritores. Artículos suyos han aparecido en El Malpensante y en revistas académicas. Cursa estudios de doctorado en University of Illinois at Chicago. Hace parte de la iniciativa editorial Himpar Editores.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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