Nunca olvidaré que mi arribo al mundo de la literatura fue por un asunto estético. Papá tenía en casa una biblioteca gigantesca, llena de colecciones de libros de todos los colores y tamaños. Entonces mi pasatiempo principal, más allá de jugar canicas, darle patadas a un balón o lanzar los puños de mi Mazinger Z, era la de constatar mi pequeñez de niño de cinco años frente a las estanterías imponentes que papá había empotrado en las paredes del estudio. Me arrobaba ver la disposición meticulosa de los libros, con sus lomos anchos, delgados, altos, bajos, brillantes, opacos, apretados los unos contra los otros, buscando seducirme apelando tan solo a su anatomía, el título al que daba cobijo o el autor, que para mí no representaba más que un nombre, como el de cualquiera de los compañeros de mi curso.
Me llamaba la atención lo que para mí en ese entonces era toda una arbitrariedad, relacionada con la ubicación que papá decidía para los libros; no entendía por qué algunas colecciones chicas quedaban junto a unas mucho más grandes, cuya lectura, concepto que apenas comenzaba a intuir como algo grato, se me antojaba infinita. Me molestaba que los colores vivos de algunos ejemplares finos se emparejaran con ediciones rústicas de tonalidad opaca, cuyas hojas parecían a punto de desprenderse. Me desconcertaba que, habiendo espacio en las partes inferiores, papá ubicara algunos libros en lo más alto, poniéndome en situación de peligro al pretender alcanzarlos trepado en un pequeño butaquito cuya estabilidad no se solidarizaba conmigo. Pero aun así aquellos pequeños misterios configuraban una suerte de atmósfera que me abrigaba por horas, hasta que algún chillido de mamá demandara mi presencia en el comedor o clamara una explicación por algún reguero de juguetes que había quedado abandonado en la sala. Apenas estaba aprendiendo a leer, de tal manera que mi fascinación mayor residía en el hecho de entrar a esa biblioteca tan solo para leer los lomos de los libros, rozarlos con mis dedos e intentar aprenderme de memoria el título. Nunca entendí, tampoco, por qué algunos lo tenían de arriba hacia abajo, mientras que otros de abajo hacia arriba. De tal manera que a la dificultad que para entonces representaba desentrañar las palabras que escondía aquella disposición de letras, se le sumaba la de tener que inclinar mi cabeza para leer en reversa, cuando el otro orden tan solo me había arrojado palabras sin sentido.
Me acordé de todo esto a raíz de una invitación que recibí ayer para festejar los primeros cinco años de la librería La Madriguera del Conejo. Tal vez esos cinco años, los mismos que tenía yo en ese recuerdo que saltó a mi mente al leer el mensaje, o la palabra madriguera, con toda la calidez que transmite, o tal vez la devoción con que David Roa y Edgar Blanco rinden culto a los libros, vendiendo más que todo una experiencia de lectura o desentrañando un gusto escondido en un lector perdido, como un pedagogo que se aplica a descubrir la vocación de sus alumnos, avivaron en mí un recuerdo extraviado en el tiempo, una memoria de sensaciones que se nutrió durante muchos años en aquel refugio de papá, mi hermana y mío, cuando todavía no intuía que estaba frente a una puerta que se abría para no cerrarse nunca más.
Entonces me parece verme ahí de nuevo, rodeado de libros que papá había comprado con esmero a lo largo de su vida, dándole por primera vez la cara a la felicidad en su estado más genuino, dispuesta ella con convicción y alborozo a decidir de ahí en adelante el ritmo de los días que habrían de venir.
Andrés Mauricio Muñoz