Imagen: Hernán Piñera
No sabemos ni sabremos cuándo moriremos porque, en esencia, es lo más parecido que hay a nacer y, hasta donde se tienen registros, nadie ha sabido con anterioridad cuándo y dónde nacerá. La muerte sucede de golpe y no da tiempo para mucho, aunque haya que excluir a los sabios, a los sabios viejos y a los sabios enfermos, que una noche cualquiera se cansan de la vida y, mientras fingen dormir abrazados a ella, le dan un golpe certero en la quijada del que la pobre jamás se termina de reponer. La muerte sucede cuando tiene que suceder, dicen los vivos.
Fui elegido para escribir y leer unas palabras en un funeral de alguien menor que yo que falleció en un accidente aéreo. Lo hice aunque no soy un gran orador público, de esos que leen de manera perfecta sin importar el tamaño de su auditorio (más bien soy todo lo contrario: un huraño que es tan feliz como lo imagina mientras menos acompañado se encuentre). En principio mis manos sudaban y temblaban como si me llevaran al patíbulo o me estuvieran esperando ansiosos los académicos más brillantes de la lengua, pero tan pronto comencé me pareció que leía sólo para mí, en la soledad de mi soledad, deleitándome con cada palabra, como si fuera yo mismo el que estuviera en el cajón oyendo lo que leían para mí.
A mí me sucedió en el momento justo, cuando empecé a leer unas palabras que escribí para mi propio funeral: mientras la sabiduría de la vida continúe viajando, prudente será, por inútil, no invocar a la muerte ni mucho menos intentar espantarla; siempre habrá tiempo de que suceda la vida y no hay por qué afanarse en demostrar que le ganamos todas las batallas, menos la última, la menos importante.