…y pedía a la vida sólo lo que veía que le podía dar; no era temerosa, ni tímida, ni discreta, y sabía, no sin cierto desdén, que la humildad podía encubrir una increíble vanidad, y prefería la vanidad sin adornos y sin vergüenza: de hecho era una desvergonzada.
Anita Brookner
Antoine (Fabrice Lichini), seductor, mujeriego, proyecto de escritor, está decidido a abandonar a su amante. Para su resolución, piensa en una frase de Sacha Guitry: Hagamos las paces, separémonos. Su plan se desvanece cuando en la estación su amante desciende del tren acompañada de un hombre. Antoine experimenta en carne propia la desazón de la humillación. Traicionado, decide vengarse. Su falta de imaginación le hace ponerse en manos de Jean Costal (Maurice Garrel), un amigo librero, que le ofrenda la estrategia ideal. Porque te ha dejado una mujer, decides vengarte. No de esa mujer en particular sino de todas en general. Eliges una al azar, consigues que se enamore de ti, la seduces, y en cuanto hayas conseguido tu propósito, la abandonas. Al mismo tiempo vas escribiendo todo lo que ocurre. La vida adquiere connotaciones literarias. La redacción de un diario íntimo como consuelo. Antoine lo ve claro: el asunto propuesto por Jean, con rasgos nítidos de demiurgo, es vivir una historia inventada. Una exquisita convención. Y Antoine, que accede a ser una marioneta, deviene así mismo un manipulador. Conoce a Catherine Legeay (Judith Henry), una joven estudiante y traductora que no es su tipo –Antoine, un personaje escrito para un Luchini espléndido– y por consiguiente la descalifica, tachándola de fea, apocada, banal, no interesante, jugando con ella este falso libertino, que finalmente deviene enamorado de ella, cayendo en su propia trampa: el cazador cazado (de hecho, se podría afirmar que descubre a otra mujer, a otra Catherine durante la conversación en el café, junto a su examante, y ahí comienza otra historia). Y no es el objeto de sus prodigadas invectivas. Por ejemplo: ¿será de las que bajo la apariencia más anodina esconden lencería de lujuriosa? Y así… El cambio definitivo se opera en la escena de cama, cuando ella habla incesantemente, cuenta su historia y Antoine queda en silencio. Ya no piensa en nada. Aunque Eric Rohmer advierte en La mujer del aviador (1981) que no es posible no pensar en nada.
Y lo que era un motivo profesional –aceptación para ver publicado un texto literario-, se convierte en asunto sentimental. Es decir, la historia se escapa del guión prefijado. Al improvisar, rechazar el dictador de actuación al librero, Antoine crea otra historia y se enamora. Al final, la venganza se vuelve contra él a través de la intervención del librero que no quiere perder el control de la historia, que le separará de Catherine. Se impone la ‘derrota’ de los personajes y el triunfo de lo ‘literario’. Se produce la reordenación de la historia; de esta historia de amores contrarios -‘impedidos’ en palabras del director-, o por lo menos, y que es lo mismo, un nuevo avatar del conflicto entre sentimientos provisionales y definitivos. La película La discreta, comienza con una ruptura sentimental y finaliza con un acto de afirmación: la imagen de Antoine en el momento de escribir. No es el tradicional ‘happy end’, es otro tipo de final feliz.
La película, que gira sobre la personalidad de Antoine, pasablemente encantador pero moderadamente cínico, locuaz pero a veces huero, un narcisista que gusta maquillar las palabras, que siente el impulso irrefrenable clásico de la literatura de finales del siglo XVIII de comentar –escribir- todo lo que hace, menos malvado de lo que querría, -una mezcla de Valmont y Danceny como ha puesto de relieve algún crítico, dentro de las referencias a Relaciones peligrosas de Chaderlos de Laclos, aunque creemos más fundada y acorde a La discreta, la cita de Pierre de Marivaux, por tono moral y descripción física-, aunque sí un intrigante punto cruel, reflexiona sobre lo aleatorio del amor, se interroga acerca de la esencia de la mujer, de su romanticismo y pragmatismo, las mujeres saben que el amor no existe, sólo existen las pruebas del amor, y especialmente a propósito del proceso de creación. Marionetas, manipuladores, maquinaciones, cazadores cazados, demiurgos, puesta en cámara, puesta en escena, simulacro, representación… la duda crece y ofende. El aprendizaje del escritor y del negado del amor, es moral y profesional, a partir de la experiencia individual. Y en una película nada avara en referencias literarias, como es La discreta de Christina Vincent, se niega explícitamente en modelo de la novela de iniciación ejemplificado por el ‘Wilhelm Meister’ de Goethe. Y esto no es producto de la inocencia. Las citas literarias son escogidas y pertinentes. La discreta, como ya se ha dicho, es la búsqueda de un tema interesante, la consecución de un editor y la definición de un personaje atractivo, en definitiva, una historia que puede leerse casi sin necesidad metafórica como el proceso de relación de una película.

Admirador de Ernst Lubitsch, Christina Vincent no deja de efectuar un sugestivo homenaje al maestro, como también hay, en ese juego de tácticas amorosas y eróticas, referencias a las novelas libertinas del siglo XVIII. Si en el tratamiento de lo cotidiano Vincent recuerda a Eric Rohmer, y de alguna manera a François Truffaut en esa inolvidable historia de muslos, pantorrillas y verbos, que es El amante del amor, conocida también como El hombre que amaba a las mujeres; la presencia de Fabrice Luchini, el actor habitual de Rohmer, a quien dirigió en Las noches de luna llena, puede creerlo así; en el tratamiento de los personajes hay una evidente personalidad que desliga al cine de Vincent de autores y estilos; para configurar una actividad creativa singular y propia. Christian Vincent demuestra en todo momento su habilidad para la creación de sus personajes, suma facilidad para la construcción de diálogos y una excelente mano para la dirección de actores. Si de Luchini ya se sabe que es un gran intérprete de personajes sin especiales señas de identidad, Judith Henry habita una Catherine memorable que puede, por méritos propios, pasar a formar parte de la excelsa galería de mujeres que ha dado, desde siempre el cine francés. El equilibrio de que hace gala La discreta, la magnífica utilización de la música (Jay Gottlieb) y la firme ironía de la historia, hacen de esta cinta una de las más importantes de los noventas, por esa frescura, esa perfecta espontaneidad que siempre ha tenido el cine francés.
En La discreta, contrariamente al cine de Jean Eustache, citado entre los referentes obligados por Vincent; La mamá et la puta, Mis pequeñas enamoradas, amén de las comedias de Jean Renoir como un fondo muy presente, por ejemplo, Une sale histoire, no se filma frontalmente el deseo; se filma la palabra, que sirve para engañar, esconder los sentimientos, encubrir las emociones. Recordemos al Rohmer de Paulina en la playa: Quien mucho habla, acaba errando. Obviamente, Antoine no comparte el aforismo de E. M. Cioran de que toda palabra es una palabra más. El juego de la palabra, la erótica del verbo –su valor, su manifestación-, es un tema fundamental de La discreta. Al igual que el espíritu lúdico pero perverso de la seducción amorosa, sus tanteos, sus avances y retrocesos, sus vacilaciones y tentaciones. El proverbio final, que facilita la filiación con los cuentos morales de Eric Rohmer, aunque aquí la moral, el dilema moral y la moraleja son ciertamente dispares al cine de Rohmer, es transparente: Cuando se mira a alguien sólo vemos la mitad. El eco de Rohmer es más bien circunstancial. En cambio, son más pertinentes las referencias a Truffaut, por cierto tono moral, de atmósfera, de tonificación afectiva, incluso por el modo de mirar a las mujeres o por los fundidos a negro como puntuaciones literarias, y a Michele Deville, concretamente con La lectora, por la convocatoria de lo literario, la preeminencia de la palabra, por un aire de frivolidad trascendente y por el amor a contar/amar historias –hasta, y más anecdóticamente, por la presencia de Sade y la literatura licenciosa-. Y, en fin, se multiplican las referencias literarias, el citado Marivaux, Sade, Laclos, Guitry, Jules Renard.
En estos tiempos de escasez de ficciones inventivas, inspiradas, brillantes y trascendentes, La discreta, es una comedia refrigerada, de grácil estilo, tan ágil como elevada, agradable y de fina observación como la bien filmada topografía parisina. Este es un halagador comienzo para un director que ya completa ocho largometrajes.