Fotografía de Andrés Felipe Rivera.
Grises, La Tribu – Casa del Silencio (Bogotá) en la VIII Muestra de Teatro Alternativo de Pereira, 23 de julio de 2016.
Sin murmurar
Por: Camilo Alzate
Un teatro de gestos y silencios, de farsa con rictus nervioso, fantochesco, de extremidades trémulas y contorsiones. Un teatro de idiotas, o de locos, o de locos idiotas. Un teatro de fanfarria carnavalesca que encubre la tristeza pero deja entrever que la lleva bien hundida entre la ropa, un teatro que con su tono burlesco quiere acentuar la decadencia. Grotesco, de pucheros deformados y muecas exageradas, como suponemos que debían ser las representaciones antes que tanta solemnidad y tanta prosopopeya deformaran aquello que no tenía por qué ser serio, pues sólo es una representación, una mentira.
Eso quiso Beckett con «Acto sin palabras No. 2», pieza medio genial, medio absurda, que prescinde de la dramaturgia entendida como parlamento, es decir, como un texto en escena interpretado por actores que con su fuerza evocan imágenes (pero olvidemos lo de «absurda» porque es facilismo archi-repetido sobre Beckett). Las imágenes, creería el irlandés, no debería invocarlas un discurso aburrido y tedioso que algún actor memorizó y recitó con acento de cura en domingo, sino que tendrían que moverse vivas encima del escenario, juguetear por ahí, cometer travesuras. Digamos que sobre aquel presupuesto echan a andar La Tribu y Casa del Silencio con su propuesta «Grises», que ya desde el título insinuaba bastante: seres opacos, desvanecidos, apabullados por la insensatez de la existencia contemporánea (pero olvidemos eso de «existencia» que también es facilismo). En la obra dos sujetos confundidos deben sortear con torpeza la odisea del quehacer diario: apagar el despertador, masturbarse, comer, ponerse o quitarse un sombrero, ajustarse el pantalón, barrer, abrir la ventana, salir de la casa, entrar a la casa…
Sin embargo, hay que admitir que este montaje bebe en otras fuentes. Resulta patente la similitud con el cine mudo, del que imita los movimientos chaplinescos, la indumentaria, el humor inteligente, la música de fondo. Es patente la destreza de clowns de ambos actores cuando ponen en práctica su repertorio de malabares ensortijados para sacar adelante la trama, y el gusto de sorprender al espectador con trucos de magia y prestidigitación como aquellos que seguramente admiraron en su infancia, y los episodios de los tres chiflados que –seguramente también– inspiraron buena parte de las escenas. En esa parte es claro que el montaje no bebió la orina de Samuel Beckett.
Lo demás es el mutismo, la mímica, el poder del gesto que dice mucho sin decir nada, pues en últimas el teatro quiere devanear sobre lo tonto que llega a ser el mundo y su tedio cotidiano, quitarle tanto drama al drama, tanta circunstancia a la tragedia, tanta seriedad a esa cosa bien seria que es la vida.
Cuando son innecesarias las palabras
Por: Albeiro Montoya Guiral
«La palabra es tan sólo lo que sobra del silencio», expresión de Orlando Sierra perfecta para abrir esta divagación sobre «Grises», una obra que desprecia totalmente la verbalidad y se va, discurre en plenitud, por el lenguaje del sueño, abriendo de par en par las puertas de lo irreal. Se piensa que es dificultoso construir un entramado que se inspire en Samuel Beckett, en este caso en «Acto sin palabras II», porque su poética pareciera transgredirlo todo, renovar la manera de ver lo humano, ridiculizar nuestras costumbres más anodinas y desnudar las más nobles para igualarlas; es Beckett aquel creador que nos permite, a quienes nacimos sin el privilegio de soñar, encontrar en la palabra algo más que los miserables significado y significante de la ciencia, mucho más que una carga semántica o que un símbolo. Las palabras en él contienen lo humano, no son estas temblorosas letras que fueron arrancadas de la previedad de la vida para ponerlas en esta pantalla fugaz, como mínimas lagartijas, sino un compendio de lo sagrado tantas veces confundido con lo profano: la esencia indecible de lo que somos. Se piensa que es dificultoso, decíamos, partir de Beckett para crear, pero se sienta uno ante «Grises», y el primer gesto de los actores rompe el tiempo y no inaugura una atmósfera teatral sino que nos inmerge en ella, nos lleva al punto en que el primer ser vivo columbró las estrellas y se creyó divino. Nos traslada al punto en que la primera presencia humana profanó el mundo, cuando fue inventado el fuego para alejarnos de la verdad.
Este montaje de La Tribu y Casa del Silencio cifra con perfección la soledad; no hay allí una negación de lo divino sino una total indiferencia. No puede negarse un dios de quien no se conoce ni se sospecha nada. No puede injuriarse lo ignoto, ni hacer un reclamo contra el abandono cuando sabemos que aparecimos solos sobre la tierra, entrañables animales sin más metafísica que la adoración por el vacío.
La gracia en la manipulación de los objetos, aunada a la impresionante actuación, al manejo del espacio, a la minuciosidad de los elementos de la escena, pareciera la adecuación para un ritual sagrado donde el ser humano se reconoce por primera vez como si excediera lo primitivo, donde reconoce a los demás como miembros de la torpe manada que cruza el desierto de la noche hacia la descomposición. El aliento de Beckett, en fin, en el aire.
Si se quisiera concluir encerrando a «Grises» a partir de las emociones que suscitó, podría rememorarse aquí a Octavio Paz cuando afirmaba que «es el poema el puente de encuentro entre la poesía y el hombre», porque eso sentimos, que la obra nos hizo encontrar con nosotros mismos, con la belleza de la soledad. Pero no, no es un poema: es el teatro en esencia, vivo. Y sobran las palabras.