Por: Duver Alexander Pérez
Asisten cinco años a una academia, donde leen un millar de documentos, de una multiplicidad de autores irreverentes, antisistémicos y cuya existencia parece producto de la invención humana. Pasan un par de noches en vela, cumpliendo con trabajos donde el resultado es lo que realmente importa, porque un 5.0, un 4.3, un 3.7, un 2.9 o un 1.7, determinan si son buenos o malos, inteligentes o torpes, aptos o no.
Son avalados por los números, lo aprendido no pesa en este punto, se ponen la toga, el birrete y reciben el diploma. Atrás quedan los Converse sucios, la camiseta del Che y ni pensar en los pantalones desgastados y rotos y, a regañadientes, hay que darle forma al cabello.
Compran unas zapatillas, un cinturón del mismo color y piden prestada una corbata. Reparten hojas de vida que contienen palabras como puntualidad, respeto, proactividad y responsabilidad y que, no obstante, traducen alienación, docilidad y sumisión.
Consiguen un empleo que poco o nada tiene que ver con lo que soñaron en los cinco años de lecturas, noches en vela, tertulias, cervezas y uno que otro alucinógeno. La añoranza de ser artista, de vivir de lo que se escribe, se pinta o se crea, choca con la necesidad infundada y el círculo bizantino de producir, gastar y consumir.
Siguen los caprichos y exigencias de un superior –porque no bastó con matar a Dios en la academia–. Cumplen un horario, usan uniforme y cumplen un conjunto de reglas y normas que no terminan de comprender y, sin embargo, siguen al pie de la letra.
Encuentran una persona que según lo preconcebido es la ideal. Comparten experiencias, besos, abrazos y demás. Salen por un tiempo, conocen a los padres y amigos del otro, se casan, porque el sagrado sacramento es la muestra más sincera del amor (pero solo entre un hombre y una mujer, lo demás son “aberraciones”).
Viven un amor bonito por unos cuantos días, mientras llega la monotonía, pero el divorcio es inconcebible. Los días siguen pasando y el despertar, ir al baño, tener la camisa por dentro, viajar en transporte público, llegar temprano, cumplir, cumplir y cumplir en el empleo, en el matrimonio, en el deber ser, en lo inventado por el sistema, en lo pregonado por la iglesia y lo impulsado por unos cuantos.
Llegan a una edad en la que –en teoría– los sueños, anhelos y añoranzas ya son más que utopías. Edad en la que el tatuaje en el brazo o la perforación en la lengua ya deberían estar. En la que bailar, cantar y hacer el ridículo en público son anécdotas para los nietos; en las que actuar como si fuesen los últimos segundos de existencia, tienen una real trascendencia.
Y ahí están, dándose cuenta de que volvieron un ciclo la existencia y el respirar, solo un ciclo de nacer, crecer, reproducirse y esperar a que llegue el último suspiro.