Noche de cigarras

Imagen tomada de Pauluxti.

Por: Javier Zamudio *

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Era medianoche cuando escuché los tiros. Mamá dormía, roncaba purgando el día que había quedado atrás. Esperé hasta escuchar la respiración pesada de papá y me levanté del camastro en el que dormíamos los tres. Me acerqué a un rincón de la pieza, donde papá improvisó una cocina de leña. Tenía ganas de colar café para quitarme el frío que me hacía doler los huesos, pero no podía encender la estufa. No había modo de hervir el agua sin llenar la pieza de humo.

Me senté en el piso, encendí una vela y saqué un espejo de una bolsa plástica. Lo puse frente a mi cara: doce años, el cabello negro cayéndome disparejo sobre los hombros. Me toqué la nariz, pasé mi índice derecho alrededor de mis ojos y, por último, lo puse sobre mis labios descascarados. Bajé el espejo y miré a mis padres, como dos santos cobijados por el halo de la vela. Papá roncaba también y entre los dos formaban una música que competía con el canto de las cigarras. Me puse de pie, me quité la bata y me quedé a penas con la ropa interior. Luego levanté el espejo para mirarme. El pecho me había crecido y desde hacía dos semanas usaba un sostén blanco que mamá había comprado con mucha discreción en el centro. Fui bajando el espejo hasta reflejar los dedos cadavéricos de mis pies.

Me puse la bata de nuevo, sin dejar de ver a papá quien se había volteado. Me senté en el piso y busqué el libro que había traído de la biblioteca del barrio en su inauguración. Me parecía escuchar todavía las palabras del alcalde, verlo pasarse el micrófono de una mano a la otra nervioso, con las mangas de su camisa recogidas hasta los codos y el pecho abierto. Había sido todo un espectáculo, con globos de colores, serpentinas y ponqué para todo el mundo. Yo jamás había visto algo tan bonito, ni siquiera cuando vino el gobernador, quien se encerró en la casa comunal y nos miraba a través de la ventana.

Papá volteó otra vez y pronunció el nombre de mamá sin abrir los ojos. Me quedé con la boca abierta, como si un grito fuese a escaparse. Pensé que se levantaría y me diría: «¿Qué haces, Andrea? Mañana devolvemos ese libro a la biblioteca». Cerré el libro, cubrí la llama con mi mano abierta y esperé conteniendo la respiración. Papá tenía miedo de los libros, no sabía leer, y cuando me vio con éste me dijo:

—Ese vicio es para gente rica, que no tiene que trabajar ni ayudar en la casa, los libros no dan plata, deje de perder el tiempo con eso.

Cuando estuve segura de no despertaría, me acosté en el piso, sintiendo el olor y el sabor del polvo. Imaginé que una cucaracha pasaba cerca, pero no me asusté, estaba acostumbrada a verlas, a sentirlas subirse en la cama. Miré la portada del libro: tres personas vestidas de negro sobre una carreta, en la mitad una mujer con un abanico, un caballo blanco que aguardaba la marcha, sus cuatro patas preparadas para avanzar; debajo, casi invisible, un perro negro en la misma posición que el caballo. Era un libro cortico y eso me gustó, pensé que podría leerlo rápido e ir a buscar otro si papá me dejaba. Estaba segura de que podría convencerlo. Recordé la cara de papá cuando me vio con el libro, parecía el abuelo cuando se fue a cantar con los ángeles: el rostro congelado, los ojos llenos de rabia y las manos empuñadas.

Habíamos ido porque corrió el chisme de que repartían ponqué y rifaban dos marranos. El ponqué nos lo comimos, de los marranos no supimos nada.

Los tiros regresaron. Miré la puerta de madera, estaba podrida, casi cayéndose, pero no me preocupé, no era la primera vez que las balas pasaban cerca. Me puse a leer el libro y pronto me olvidé de lo que pasaba afuera, susurraba las palabras para sentirlas bien cerquita de mis oídos y el tiempo pasó rápido, sin darme cuenta.

Escuché mi nombre y levanté la mirada. Era mi padre reclamándome que me acostara. Cerré el libro, apagué la vela y regresé a la cama. Me puse a pensar en la mujer, en el coronel y en el niño del libro, encerrados en el mismo cuarto con el cadáver y sentí que la piel se me crispaba. A mí nunca me han gustado los muertos. En el barrio nunca se veían. A veces el río Cauca traía uno y pasaba de largo con rumbo desconocido. Papá me decía que teníamos que ser agradecidos, porque nunca encontrábamos un muerto frente a la casa, ni en la misma calle, ni cerca de la iglesia. Estaba cansada y, mientras continuaba pensando en todo eso, me quedé dormida. Soñé que vivía en Bogotá. Había crecido. Usaba un vestido negro y un abanico blanco como en el libro. Mi cuerpo también había cambiado y me miraba en el espejo, fijándome en el tamaño de mi pecho, que de pronto se imponía rebelde a la fuerza de la tela. Vivía en una casa grande y muy iluminada. En mis oídos se mecía un bolero que mi mamá cantaba.

Sentí un empujón y abrí los ojos. Un bolero sonaba en la radio. Los tiros habían desaparecido. Papá se ponía sus chanclas.

—Ya casi nos vamos —me dijo.

Mamá me susurró que me vistiese rápido. Se sentó a mi lado, sirvió un vaso de aguardiente y me lo pasó.

—Bébetelo sin pestañear —añadió.

Me sentí más despierta. Esperé a que papá saliese a la calle y me puse un vestido blanco que tenía un encaje amarillento en las bordes. Lo había encontrado una semana atrás. Me hubiese gustado bañarme, pero no teníamos dinero para pagar a nuestra vecina que nos alquilaba la ducha por unos pocos pesos. Con suerte, pensé, podría bañarme al volver. Me puse unas chancletas y besé a mi madre. El hambre me acosaba, pero sabía que podía recoger algunas guayabas en el camino. Agarré mi libro y salí. Mi padre sujetaba los brazos de la carretilla.

—¿Y para qué ese libro? —preguntó.

No respondí, lo escondí en un pequeño cajón que sobresalía de la carretilla y empecé a caminar detrás de mi padre. Había varios casquillos de bala en el piso y un borracho dormido en una esquina. Teníamos que caminar hasta el centro y después de esculcar todas las basuras, nos sentaríamos en un parque mientras mi padre miraba el botín. Yo aprovecharía para leer un poco. Miré las chanclas de papá que se iban arrastrando y dejaban un rastro de polvo. Observé mi vestido, los bordes amarillentos y sentí el sabor amargo del aguardiente. El sueño continuaba en mi memoria. La sensación de ser otra me acompañaba. Me sentía más cerca del cielo.


Javier Zamudio (Cali 1983), escritor y traductor. Ha publicado los libros Soñábamos con el amor, (Caza de Libros, 2015), Hemingway en Santa Marta, (Lugar Común, 2015). Ha colaborado en revistas como El Malpensante, Número, Odradek, Luvina, Hermano Cerdo, Rocinante, Literariedad, Latin American Voices. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés e italiano.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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