Héctor Cañón *
Selección de poemas
De “Antes de la olas, el agua” (El Ángel Editor, Quito 2016)
Las ondas que dibuja la piedra
Las ondas que dibuja la piedra
al caer en el agua
regresan desde las orillas
al corazón del río.
Todo lo que va y viene
es solo música
de agua nadando contracorriente.
El cuerpo no cambia
por agitar su reflejo en el río
ni la sombra se deshace
tras reposar en la noche.
La piedra del fondo recuerda
que todas las aguas viajeras regresan
aunque el camino de vuelta
nunca sea el mismo.
El viento borra las estrellas
El viento borra las estrellas
de la piel del río.
Hoy el agua solo busca
unir orillas
y los pájaros blancos
se hunden en la noche
como semillas en tierra.
Las hojas respiran sin prisa
a la vera del río
mientras el fondo del mar piensa
en todo lo que se mueve.
Ya no espero
lo que siempre ha de llegar
porque los días suenan
uno tras otro como música de olas.
La paradoja del agua
La música de la corriente
está enseñando
que no existe el tiempo.
Cuando las luces del cielo se apagan,
permanece el pulso azul de las estrellas
batiéndose en el agua
como una vieja melodía
que contiene todas las palabras.
Eso es amor:
la música como el tiempo es solo agua.
A esta hora los viajeros reposan,
la luna no tiene orgullo por alumbrar al hombre
y tanto aire entre las hojas
se va diluyendo
en la música buena y larga
de agua
que, aún desvaneciéndolas,
hace interminables las orillas.
De “Los viajes de la luz” (El Ángel Editor, Quito 2015)
Hoja de vida
De niño tuve los ojos grises y espesos
como las viriles nubes que anuncian
tempestades
cosas perdidas rodando río abajo sin nostalgia
techos heroicos caídos en el fango
músicas en pueblos de victrolas excitadas
y después un silencio
sin homenajes
demasiado brillante
secando el rastro terco que ha dejado el agua
en las cabezas rapadas de las piedras
en los techos y en el fango
en las pupilas dilatadas de los reyes y los sabios.
Espiaba sin malicia a los adultos, al idiota y al mendigo
a una lujuria dócil peinándose al espejo.
De niño mi mirada era de agua
y en sus fugas verticales me miraba
me bañaba
a veces sorprendido
y a veces como anciano
sin saber mi nombre, los nombres de mañana
casi sin palabras
sin temer a las tareas que siembran el tiempo solapado
la muerte, la pereza y la arrogancia
entre las cejas, en los mapas de los labios
al margen de los versos tachonados y prohibidos
en los bolsillos reventados de los diarios.
De niño oía la lengua azul del humo, tan callada
la entendía, la leía y la hablaba
las volutas sin sentido, los colores, la distancia
como escarcha reventando en el vacío
inacabada
el idioma de las ondas en el agua, convencido
cuando cae un guijarro al fondo del gran charco
y te quedas a mirarlos.
De niño mi voz era de fuego y como era niño encandilaba.
Ahora de viejo, jugando con ese fuego, con lo que queda
entre las uñas
con la nada
con las palabras esquivas bordeándome los días
no recuerdo exactamente qué soy
o de quién soy
Deja vú
Me encanta cuando la lluvia lava la ciudad.
Al otro día,
los parques alojan el orden perfecto de las cosas:
a la gente que ha perdido a tiempo sus paraguas,
a los perros callejeros
y a los ojos que vigilan a los ojos.
Las hojas caídas de los árboles,
contentas, sin intención alguna,
me recuerdan barcos reposando
entre los charcos
poco importantes
mientras las bancas aguardan su turno de acoger al día
en su ola tenuemente azul,
en su madera de nubes,
en su inacabado silencio.
Cuando los átomos vibran un poco más a prisa,
en un domingo bogotano,
se me ocurre el nombre de algo que no existe
y aparece,
me deshago en los trayectos del sonido
y solo me conmueven la transparencia de los cuerpos,
la intención divina de la piedra
y la luz vagabunda que engendra
en silencio
todos los movimientos.
Algunas promesas que hice ya no las cumplo
porque resultaron tan inútiles
como el resplandor del agua
que sigue cayendo de los aleros de la tarde,
que aliviana el drama de las miradas
y que retrata con anticipación
el aliento
de cada nube pasajera
y de los crudos hábitos de las estrellas.
De “El desvanecimiento del contorno” (Inédito)
Los huesos de una gitana
Algunas canciones son más largas que otras
y no por eso vamos a sufrir.
El amor y la muerte
están tejidos de la misma melodía,
que deshace el tiempo
sin herirlo
como ríos que van creando
tierras imposibles a su paso.
Los huesos –eso vino de ti, gitana–
crecen de noche a dentelladas
arropando con su música el sueño de los hombres.
Cerré los ojos y pude oír los tuyos
acercándose a los míos.
El pelo y las uñas bailan cuando está oscuro
buscando a tientas silencio
mientras los hombres duermen
y no escuchan
su susurro revelando
que la vida ha de ser siempre interminada.
Mañana,
cuando la última canción se detenga,
tus huesos lucirán transparentes
como el golpeteo de la llovizna en mis pupilas,
después de haber crecido a dentelladas
hasta rozar el silencio
que reina cuando vemos las estrellas.
El té
A veces me cuesta sentarme a componer
la hoja en blanco,
el silencio que despierta a la mañana
o cualquier trayecto que hayan emprendido,
a medianoche,
las cosas sin dueño de mi mundo
para intercambiar su nombre
como en un juego de niños.
Como si respirar fuera un trabajo,
como si hubiera algo aún que yo pudiera componer
con mis palabras,
como si el oficio de escucharlo todo no bastara
para despuntar las tareas del día,
cuando solo el aire ha despertado
y el humo del té es música temprana
esquivando la nostalgia del puerto.
Cerrar los ojos viene bien:
al fondo de una calle, en la que ya no vive nadie,
solo hay un árbol sin nombre, amarillo, mío
aguardando otro copetón repentino.
Al aire le falta agua para asentarse entre las cosas.
Yo regreso de mi cuarto a la estación de tren,
en el momento en que las líneas
se desvanecen en los ojos que no desean recordar,
cuando solo el aire ha despertado
y el humo del té es música temprana
esquivando la nostalgia del puerto.
El beso de los novios
El sol de los parques es tibio
antes del mediodía.
Cada flor es flor
solo por sí misma
y aunque no luzca como cuerpo
la brisa se empeña en fallecer.
Pensar en los colores de las cosas
es desgastarlas:
cuando las líneas de los bordes
se ponen estrictas,
el mundo nos revela lo concreto
y al hombre no le queda otro remedio que sufrir.
La avenida es un río de bicicletas en domingo
y todo lo que proyecta sombra
está intentando crecer a pesar de sí mismo.
Corregir es apenas un vicio elegante:
no pienso precisar el tono,
la música elegida,
los detalles al fondo de la escena
en la que los novios creen inventar el mundo
bajo el sol tibio de los parques.
Prefiero bañar el aire de la hoja
con el rastro tibio del sol que la encendió
y con la rigidez de las líneas
deshaciéndose
en la sensual curva del beso de los novios.
De “Al amparo de las hojas que agita el caminante” (Inédito)
Solo oímos lo que se calla
La última cuesta
es el propio cuerpo
y el color de los paisajes
se aligera
mientras las plantas
respiran hondo.
La flor no acepta
los halagos de la muerte,
un pájaro a la sombra
es suficiente poesía
y por más que se hable muy alto
solo oímos lo que se calla.
El aire es el remedio del día
y en cada curva
que inventa el viento
en el camino
hay un piedra que señala
el fin de la cuesta.
A la sombra de la cuesta
Aunque a lo lejos el mar se balancea,
su fondo permanece intacto
para que el caminante sea testigo
del rumor de las olas.
Lo que un hombre no recoge de la tierra
tiende a volverse árbol.
En la altura,
el cuerpo es preciso como el sonido
de la palabra que nos da nombre
y cada gota que nace
es solo memoria de otras aguas.
Lo que un hombre no ha probado
lo espera a la sombra de la cuesta,
donde el frío es una costumbre hermosa
celebrada alrededor del fuego.
En la altura,
las palabras son tan viejas como el sol
y los colores de las flores se desvanecen
calmando la sed del hombre.
Última estación
Lo que me trajo hasta la cima
quedó a la vera de las cuestas.
Escribir la palabra cielo
no es
más honorable que decirla
porque hay tantas versiones del olvido
como hombres en la tierra.
Todo lo que es azul intenta conmovernos
y lo que un caminante perdió
le hace sombra para siempre.
Las huellas olvidan los motivos de los pasos
y al no ser voluptuosa
el agua no pretende saciar la sed de los caminos.
Lo que no tiene nombre no recuerda,
en la altura el color se aligera
y en cada segundo en que la piedra
estuvo quieta
la corriente aceleró hacia el final de las orillas.
Lo que se entrega al blanco
no alcanza a ver su propia sombra
mientras la sed reclama ser el revés de la cima.
Héctor Cañón Hurtado (Bogotá, 1974). Es poeta y viajero. Ha escrito, como todo el mundo, en la palma de la mano, en las servilletas de algún bar y en los espaldares de las busetas de su ciudad fantasma. Se ha perdido por algunos recovecos de América Latina y Medio Oriente con papel y lápiz en mano. Es autor de los libros de crónica “En la intimidad de sus bibliotecas” y “Hazañas colombianas” y de los poemarios “Los Viajes de la Luz” y “Antes de las olas, el agua”.
Fascinantes títulos , luego, una vez dentro del poema , hay mucha paz , serenidad como de siesta…
Me dejó calma e imágenes de un pueblo conocido y querido.