Imagen: Hernán Piñera
No quedan tantos animalistas como debieran, quizá porque no quedan tantos animales como quisieran ellos mismos y nosotros, los que no tenemos ni idea de cuántos animales hay. No quedan tantos defensores de los indefensos ante las garras implacables del hombre porque se han ido extinguiendo como sus protegidas especies, como se diluyen las gotas de agua al caer en más agua.
Veo en las noticias que una mujer es la madre, eso dice ser, de todas las tortugas que cría en su laboratorio y que luego libera en el mar al estas tener edad suficiente para ser adultas y reproducirse en su hábitat natural, o, por lo menos estar preparadas para sobrevivir a los dolores propios del crecimiento en libertad. La noticia dura poco, es obvio, el tiempo en televisión es más costoso que la vida misma, pero por un momento imagino a las tortugas conversando entre sí durante sus primeros minutos en el mar, descubriendo hasta su nuevo lenguaje, sorprendiéndose por ello y, como cada vez que alguien los ve por primera vez, de los arrecifes y los universos que alojan en su piel, también de los cangrejos, de tanto monstruo suelto por ahí, yendo, como pedro por su casa, casi infinita, a donde lo lleve la corriente de la intuición. Imagino que hablarán de las cosas diferentes al estanque donde crecieron y que parecen tan vivas como ellas: la tortuga centenaria que parece muerta de lo quieta, el tiburón afilado que sabe qué caparazón morder y cuándo, la gaviota que come aletas de tortuga bebé por su sabor y su blandura, la barca que no pide permiso para darles golpecitos a todo y hacerlo perder el rumbo por un momento, la basura que cada vez menos deja espacio libre para buscar algo azul como el cielo. Imagino que, como se trata de tortugas buenas, vírgenes en esto de la maldad del mundo, emprenderán entonces la titánica tarea de deshacerse de manera intuitiva de toda esa basura que alguna vez tuvo un dueño, como suceden con lo bueno, y también con lo malo. Las veo introduciendo su cabecita en orificios que alguna vez sirvieron de soporte a algo que no serviría para nada después de usado, de sujetador de algo que alimentó y, lo peor de todo, también de adorno, casi siempre los adornos son basura; comiéndose a pedazos las sobras de quién sabe cuántos hombres saciados que, además, comieron por gula; llevando lejos, con sus aletas débiles aún, las bolsas plásticas que tuvieron una vida útil de pocos minutos o de ni siquiera uno; bebiendo ese aceite espeso del color del universo que de tan denso se cuelga de la superficie y oscurece el fondo, donde ya cada vez está más limpio si no se detienen. Las imagino haciendo sentir orgullosa a esa mamá que ahora, y para toda su vida, estará ignorando su paradero y su oficio, pero lo presentirá por siempre, como sucede con lo bueno, y con lo malo. Sin más, habiendo hecho lo que hicieron en mi imaginación, luego imagino que todo el tiempo estuvieron realizando una obra de arte con lo que tuvieron a su alcance, como los verdaderos artistas, escapando de la muerte; de la misma manera pienso que pasaron tiempo escabulléndose de los cazadores que, por laboriosas, las quieren para conocer el sabor de los héroes y de la emancipación.
Rato después de que terminan las noticias y que, como es natural, haya comenzado la programación perfecta para distraer, me imagino a la última animalista que quedará sobre la tierra: será aquella que, a la orilla del mar, envejecida hasta el temblor, suspirará al unísono con el viento que llegará por vez primera y, de repente, verá a una gigantesca tortuga venir a toda velocidad a plantar sus huevos e irse cuanto antes porque así son los que salvan al mundo desde siempre. Y recordará, eso sí, que esa tortuga alguna vez fue su hija. Y podrá morirse en paz al saber que ahora, esa misma tortuga, será su madre para siempre. Y me dejará, por lo menos, dormir esa noche en paz.