Imagen: Jacinta Lluch Valero
Contar una historia, ya sea real o ficticia, puede llegar a ser lo mejor que hagamos por las personas que tenemos a nuestro alcance. No importa si hay que hacer memoria, o viajar hasta el rincón más alejado de nuestra propia imaginación, mientras que la historia en cuestión tenga pies y cabeza, y todo lo que haya entre los pies y la cabeza tenga una función orgánica dentro de la maquinaria funcionando.
Me cuenta un viejo amigo, que por su mirada parece tener una cantidad incalculable de historias que contar, que cuando era niño sufrió de una sequía de historias porque su padre y su abuelo no tenían la facilidad, o el don, como se le llamaba antiguamente, dice, de develar el pasado para alguien que ni pestañea de lo ilusionado que lo espera. Porque es todo un arte, resalta, revelar lo que pasó, mucho más inclusive que lo que está sucediendo y, por supuesto, lo que imaginamos que pasará. Me cuenta también que sufrió tanto que su imaginación se vio atrofiada y nunca pudo inventar una historia para sus nietos, que siempre pudo apenas remembrar y contar una y otra vez la misma historia de su padre y su abuelo que le destrozaron su imaginación y, con ella, todo lo demás y que siempre que la contaba omitía detalles, o los agregaba, que es lo mismo, y sin saberlo resultaba contando una historia única cada vez. Como lo acababa de hacer conmigo, y con el resto de la humanidad.
Contar ha sido la salvación de la especie humana durante siglos. Transmitir lo que sabemos y lo nos han enseñado, además de todo lo que hayamos sido capaces de inventar, ha sido, sin lugar a dudas, la mejor y más perdurable herencia de todos los hombres de todos los tiempos.