Sin género literario más que la Historia Olvidada

Por Adaline Torres.

El olvido está más cerca de la naturaleza que nosotros.

Julián Herbert.

En La casa del dolor ajeno Julián Herbert reserva su piedad para lo olvidado: la historia, la honestidad intelectual, la masacre de 303 chinos, la dignidad y la humanidad. Al recordar y escribir lo olvidado, no obstante, Herbert actúa despiadadamente. No precisamente porque sus palabras o su narración sean crueles, sino porque la Historia que Herbert recuerda ha sido cruel; por tanto, Herbert evoca y denuncia omisiones, prejuicios, distorsiones, mentiras y argumentos débiles sin piedad alguna. “Si leyera en términos borgesianos, diría que es algo que quiere ser contado: cada pocos años se defiende de morir. Este libro es apenas una versión de ese gesto”.[1] Así lo admite en su primera sección “La casa de Lim”: la historia que Herbert está por contar es una que pide que se le defienda mediante un estallido, tan ansioso como indignado, de palabras, narración y lenguaje. Dicha narración casi indomable se mantiene presente a través del libro, pues Herbert está consciente y repite más de una vez que “las cosas le pertenecen al lenguaje”.[2] Tal y como lo demuestran sus hallazgos investigativos y su tendencia a “sobrescribir”[3] la historia, hasta los sucesos que Herbert escudriña le pertenecen a los altibajos del lenguaje. Herbert sucumbe ante el lenguaje cuando reconoce al silencio como fiel compañero del olvido.

Su prosa es lanzada y erudita. Junto a Herbert no sólo nos enemistamos con historiadores sino que también, en instantes, escuchamos la cumbia de Chicos de Barrio o pensamos como Slavoj Žižek.[4] A pesar de establecer su compromiso narrativo principal con un episodio histórico particular, el genocidio de 303 chinos en Torreón, Herbert no se somete a metodologías doctrinarias. Su narración histórico-personal la navegamos a pie, en taxi, en poemas, en tranvía, en polaroids, en ferrocarril, en ciudades, en corridos, en huertos o hasta flotando sobre las olas del mar. Reitero, como Herbert es sabio y sucumbe ante la autoridad del lenguaje, ingenia vías alternas para narrar y recorrer la Historia.

En sus páginas introductorias discute lo que La casa del dolor ajeno es y no es, desestabilizando así la posible inclinación del lector por categorizar y otorgarle un género a su libro. No es una novela histórica, confiesa, pues “la ficción ya la escribió el Espíritu Nacional”.[5] El libro se subtitula “crónica de un pequeño genocidio en La Laguna”, entonces es una crónica. ¿Una crónica? Quizás. Herbert reconstruye la historia de una masacre utilizando trece perfiles, mucho material de archivo, detalles a veces tangenciales pero siempre insinuantes y un par de educated guesses. Pero luego sigue liándola adrede y se refiere a su escrito como una crónica-también-ensayo[6] sobre ciudades, modernidad, xenofobia, violencia y México. Por lo dicho y más, el libro pierde (especialmente en sus primeras 150 páginas) su apariencia de “crónica de un pequeño genocidio” cuando Herbert opta por una narración no lineal, encasillada entre historias más amplias, imágenes mentales personales, epígrafes, viñetas al presente u otros rincones del pasado, recorridos urbanos, conversaciones con taxistas, ilusiones personales, símiles, metáforas y clasificaciones literarias propias. Nuestro escritor así lo expresa,

Decidí hacer un relato ambiguo, un corte estilístico transversal donde los eventos del pasado y sus muescas en el presente (y en mí) se engarzaran en un solo territorio. Una lectura gonzo aplicada a la historia. No una épica o una tragedia ni mucho menos una tesis universitaria: un reportaje ubicuo.[7]

Herbert nos da la impresión de que la ciudad-territorio Torreón ancla su crónica, aunque no el tiempo. Como lectores, son pocas las veces que nos sentimos exclusivamente ubicados en mayo de 1911. En La casa del dolor ajeno, el tiempo da brincos. Quizás porque Herbert brinca de historiador a testimonio a fuente primaria a comentario erudito a anécdota y al presente sin intención monótona de quedarse atrapado en los hechos de mayo de 1911. A Herbert también le interesa cómo se han contado e interpretado los eventos desde entonces; su contexto histórico; qué dice esta historiografía particular sobre la Historia en general, los historiadores, el presente mexicano, el largo y tendido “divorcio” México-Estados Unidos, el trato actual de migrantes trasnacionales en México o en los Estados Unidos; y no menos importante, qué ha sido (y qué será) de nuestra percepción y práctica de la violencia desde entonces. El tiempo, materializado y corrompido en la Historia, es tanto herramienta como significado para Herbert. Lo olvidado es por naturaleza temporal. Rebuscando y brincando a través de lo olvidado, nuestro escritor remodela percepciones históricas y propone relevancias contemporáneas.

Torreón, en cambio, se convierte en el espacio-metáfora que Herbert emplea repetidamente como arquetipo para amplificar, modernizar, nacionalizar, trasnacionalizar y actualizar la experiencia de la masacre. A través de análisis historiográficos, anécdotas, encuestas, investigaciones propias o ajenas, pláticas y mucha creatividad histórico-narrativa, Herbert presenta su “crónica de un pequeño genocidio en La Laguna” como metáfora más honda y abarcadora: la historia de un pequeño genocidio como metáfora de la historia y contemporaneidad mexicanas. Las historias (decimonónicas, ferroviarias, migratorias, económicas, culturales, urbanas, nacionales, contemporáneas, etc.) que se extienden desde la ciudad-territorio Torreón y se relacionan al episodio genocida son las que desde su heterogeneidad, le otorgan cierta coherencia narrativa al libro y su metáfora implícita. Sin Torreón como ciudad-territorio y espacio-metáfora no hubiese tela para esta(s) historia(s). Es necesario partir de Torreón, ciudad que Herbert ama en clave de parodia[8], para entender las peripecias, ironías, injusticias, y consciencias históricas que según Herbert han surgido, sobrevivido o perecido con el tiempo (y la narración del tiempo).

A través de su libro, Herbert cita, critica y cuestiona la obra Entre el río Perla y el Nazas de Juan Puig. De hecho, Herbert presenta parte de su tesis refutando la tesis de Puig:

Como apunta Juan Puig al final de Entre el río Perla y el Nazas, la del 15 de mayo fue una tragedia espontánea: la reacción de una masa popular que desahogó su frustración sobre un grupo particular de inmigrantes por considerarlos demasiado diferentes. Poco o nada tiene que ver lo que pasó con un acto de xenofobia de los laguneros. Palabras más o menos, y a excepción de unos cuantos, ésa es la opinión de los historiadores mexicanos. Es una tesis plausible y, a la vez, una muy conveniente para la idiosincrasia lagunera, la burguesía y los anales de la patria. Es una tesis con la que no estoy de acuerdo y cuyos argumentos me propongo rebatir.[9]

Esta agenda de Herbert se extiende a través del libro. En varias ocasiones, Herbert utiliza los argumentos débiles o insostenibles de Puig para desmitificar opiniones generalizadas que resisten la admisión de xenofobias o tragedias intencionales entre mexicanos. Cuando presenta los trece perfiles de testigos y participantes de la masacre, por ejemplo, Herbert denuncia en varias ocasiones la irresponsabilidad intelectual que demuestra Puig. Sobre el yerbero José María Grajeda, Puig “piensa que sentía celos de los [inmigrantes chinos] debido a la buena reputación de los remedios que vendían”.[10] Pero Herbert insiste, a pesar de denunciar al yerbero por villano sinófobo, “Nadie sabe por qué [José María] odiaba a los chinos”.[11] Un poco más adelante, Herbert defiende a otro villano sinófobo de la irresponsabilidad investigativa y el discurso burgués de Puig, “Pese a su falta de educación formal [el albañil Jesús Flores] era elocuente y tenía mando de tropa y autoridad política. Digo esto para matizar a Juan Puig y a Delfino Ríos, quienes presentan a Jesús como un ignorante trabajador fabril sin moral o sin ascendiente sobre las masas”.[12] De tal manera, nuestro escritor presenta ante todo su honestidad intelectual y responsabilidad investigativa al igual que su compromiso implacable con dichos principios. Herbert considera importante discernir entre informar e imaginar la Historia: un problema de responsabilidad intelectual y humana. En ninguna parte del libro nos da la impresión de que Herbert esté poco informado, ni mucho menos poco comprometido con llamar las cosas por su nombre o con cantar verdades. Todo lo contrario, su “antología de textos ajenos glosados y/o plagiados en un lenguaje que rehúye la escritura creativa”[13] está repleta de conocimiento, investigación y una Historia en busca de la justicia narrativa e ideológica que pocas veces ha disfrutado. Esto no significa, sin embargo, que Herbert abandone su imaginación histórica cuando narra. Sin duda alguna, Herbert esparce su creatividad a través de su investigación y su narración. Su mirada crítica, su habilidad para concluir estudiando patrones y vínculos históricos y su redacción de una “antinovela histórica” son sólo algunos ejemplos de la imaginación histórica de Herbert.

Más allá de abogar por más honestidad intelectual y responsabilidad investigativa en la narración de la Historia, se puede decir que Herbert también aboga por el discernimiento de múltiples historias y problemas de in/consciencia histórica a través de su Historia Olvidada. En su libro, la historia trasnacional entre México, China y los Estados Unidos arrastra y trae a colación otros temas de similar peso histórico como la modernidad, el racismo, la migración, la xenofobia, el clasismo, la cultura, la economía, entre otros. Una vez más, Herbert desmiente a Puig y a otros historiadores para proponer verdades alternativas,

No es descabellado pensar que algunos miembros de las clases media y alta mexicanas adoptaron los prejuicios antichinos de las cúpulas estadounidenses de su época. […] Creo que las cosas sucedieron exactamente al revés de cómo las plantean Juan Puig y Robert Chao Romero: la sinofobia repitió en México el esquema geográfico y político de su expansión en Estados Unidos.[14]

A través de su estudio del desarrollo de la sinofobia entre las clases media y alta estadounidenses, Herbert concluye que esta también pudo haber migrado con los miembros de clases media y alta que se movían entre Estados Unidos y México—mexicanos que se iban a estudiar a universidades americanas, por ejemplo.[15] Para expandir sus revelaciones y exactitud históricas, Herbert indaga historias y fuentes mucho más amplias (lejos pero no ajenas a La Laguna), reconociendo así que la masacre de chinos en Torreón no sólo ocurrió bajo un contexto nacional sino también trasnacional y moderno. Para completar, la masacre también reflejó la atmósfera severamente clasista, xenófoba, racista y fanática (además de “porfirista”, “anarquista” o “revolucionaria”) que se cuajó en La Laguna antes del 1911 y que todavía se regenera en el México de hoy. Herbert resalta la enorme telaraña de problemas históricos relevantes tanto a la masacre del 1911 como al México porfirista, revolucionario o contemporáneo. Esta telaraña le resulta indispensable para narrar responsablemente, concientizando así a su lector sobre incongruencias historiográficas, ficciones creadas o realidades omitidas por la consciencia histórica oficial/nacional y la actualidad innegable que nos ofrece la Historia Escrita y la Olvidada. De ambas se aprende, sugiere Herbert.

Entre los logros más punzantes de La casa del dolor ajeno se encuentra la sensación de que una masacre de esta índole pudo haber ocurrido hace poco o todavía puede llevarse a cabo en México. La prosa de Herbert desborda angustia por el presente y por la relevancia de su investigación. En la segunda mitad del libro, cuando Herbert se enfoca más en la descripción detallada de los hechos y sus actores, éste expone la crueldad de una cuadrilla antirrevolucionaria. “[Los Amarillos de la Laguna] no sólo enfrentaron al enemigo sino que lo cazaban, lo arrastraban a cabeza de silla entre las nopaleras, le pegaban decenas de tiros incluso estando muerto, lo desmembraban, lo colgaban de los postes del telégrafo junto a las vías del tren para que aprendiera a respetar… Sus prácticas no fueron muy distintas a las de los cuerpos paramilitares contemporáneos”.[16] La violencia que engendró la Revolución, entre mexicanos y hacia la comunidad china, no es tan diferente a la violencia que ha engendrado la guerra contra las drogas, los cárteles, el gobierno y el narcotráfico durante la última década. Herbert no encubre la crueldad sinófoba de ambos grupos, antirrevolucionarios y revolucionarios. Tampoco insinúa, como insinúa Puig, que alguna fuerza mayor o espontánea o subconsciente tuviera la culpa de que los mexicanos actuaran tan abominable y despiadadamente. En 1911, la triple intención de saquear, abusar y matar existió entre los mexicanos combatientes y se manifestó, sin excusa o Revolución que valga, hacia la colonia china—así lo prueba y lo cuenta Herbert.[17] Poco antes de 1911, también hubo otro episodio de abuso, crueldad y racismo hacia 700 jornaleros negros:

Fueron echados a un tren de carga sin importar si estaban contagiados o no y se les envió en calidad de reses de vuelta a Estados Unidos. Se trata de una de las deportaciones racistas más importantes en la historia de México, y el hecho de que se haya producido en la misma ciudad donde 16 años después sucedería la peor matanza de chinos en América me parece motivo suficiente para encender focos rojos en la mente de cualquiera.[18]

Esta anécdota, y su final aterrorizado, nos revelan la consternación de Herbert ante cualquier tipo de violencia discriminatoria e injustificable. Nos queda la impresión de que los focos rojos ocuparon la mente de nuestro escritor mientras investigaba, escribía e interpretaba muchas partes del pequeño genocidio en Torreón. No obstante, su faena ardua y comprometida también le sirvió para conservar y cultivar su humanidad. Según Herbert, “la masacre torreonense podía no importarle a nadie pero funcionaba para mí como el escudo de Perseo: un círculo pulimentado por el tiempo en cuya superficie logro atisbar, sin verme petrificado, la cabeza de Medusa en la que se ha convertido mi país”.[19] El escritor describe su afán por contar la masacre torreonense como refugio y confirmación de humanidad mientras observa desconsolado, lleno de sentimiento, a un México que sólo genera deshumanización, terror e inmovilismo. Su crónica es su escudo de Perseo, su manifiesto de esperanza indignada—la lectura de una Historia Olvidada ante un Espíritu Nacional que actualmente finge o padece sordera total y amnesia crónica.

Aunque Herbert alegue que su “lenguaje rehúye la escritura creativa”, su prosa es muy hermosa en ocasiones. Herbert demuestra su gran dominio del lenguaje y la escritura creativa cuando poetiza la realidad, elige ciertas palabras intencionalmente[20] y te seduce con testimonios y anécdotas que, lo quiera Herbert o no, son literatura.[21] En su último recorrido en taxi, por ejemplo, Herbert se desnuda ante su lector y ante sí mismo como poeta:

Mientras el auto circula sobre Diagonal Reforma rumbo a Juárez, repaso mentalmente mi viaje. Huelo el café en casa de Adriana Luévano; toda la finca apestaba a caca de palomas porque una parvada se amarchantó en el patio sin invitación alguna, asumiendo su justo estatus de naturaleza expropiadora del mundo. Huelo la densa mezcla de aire puro y tufo a charco que cantan los conscriptos al amanecer por las pistas del bosque Venustiano Carranza: “Este pasito, chiquito de verdad, este pasito chiquito va a durar”. […] Fumo felicidad que es nada: un cigarrito que me obsequió un desconocido en el interior de Revistas Juárez, como si no viviéramos en el regañón y reaccionario y saludable siglo XXI.[22]

Ese pequeño y entrañable capítulo no sólo nos recuerda que el supuesto cronista Julián Herbert es poeta, sino que también nos abre una ventanilla hacia su inspiración. Todo lo que Herbert registra (con una nostalgia del bolígrafo) en las calles, los parques, las ciudades, los hogares, sus viajes—“la alegría y la belleza tiradas en el suelo y agarradas a puntapiés por Lo Real…”[23]—queda plasmado explícita u implícitamente en el lenguaje de La casa del dolor ajeno. Su sensibilidad, es ésta la que conduce a Herbert hasta la página, a escribir sobre Lo Real. Aunque duela contar Lo Real. Aunque sea difícil contarlo. Aunque sea necesario reescribir una Historia Olvidada para contarlo. Los lectores de Herbert nos abandonamos a su prosa porque en ese último taxi desciframos su secreto: su confianza en la poesía de las cosas: la templanza de su sensibilidad ante Lo Real en su estado más vergonzoso y doloroso: su casa del dolor ajeno.


[1] Julián Herbert, La casa del dolor ajeno, (Ciudad de México: Literatura Random House, 2015), 17.
[2] Herbert, La casa del dolor ajeno, 69 y 83.
[3] Herbert, 19.
[4] Herbert, 61 y 103.
[5] Herbert, 18.
[6] Herbert, 19.
[7] Herbert, 18.
[8] Herbert, 19.
[9] Herbert, 16-17.
[10] Herbert, 161.
[11] Ibid.
[12] Herbert, 169.
[13] Herbert, 19-20.
[14] Herbert, 99.
[15] Ibid.
[16] Herbert, 171.
[17] Herbert, 187.
[18] Herbert, 49.
[19] Herbert, 20.
[20] Herbert, 161. “Su cámara registró algunos de los momentos fotogénicos de la utopía lagunera. Iluminó de todo (la palabra iluminar es muy bonita; une a poetas, dibujantes y fotógrafos): desde revolucionarios que entraban a caballo al Casino de la Laguna hasta la inauguración de un puente de acero sobre el río”.
[21] Herbert, 89. “Cuatrocientos quince chinos se suicidaron en masa en 1854 en Matachín, Panamá. Casi nadie lo recuerda. No solamente trigo sarraceno para ellos, sino también un velo de opio: olvido de amor”.
[22] Herbert, 173-174.
[23] Herbert, 175.
Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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