Imagen: Jacinta Lluch Valero
Estuve leyendo hasta bien avanzada la noche y, no sé si por los efectos de la fatiga muscular, o de la pereza mental, soñé que era el deportista olímpico que más medallas había ganado en la historia; no soñé que era el deportista en mención, sino que era yo, a mi nombre, que me había dedicado en cuerpo y alma a ello y no a las letras, quien se colgaba todas y cada una de las preseas de metal. Y, como si semejante proeza fuera poca cosa, todavía tenía la opción de ganar más medallas porque estaba compitiendo en mis últimos juegos olímpicos antes de retirarme; venía de cuatro ediciones alrededor del mundo como quien sale de una ducha tibia antes de irse a la cama, sin dolerme una muela, aunque ya el cansancio de la gloria se me notaba en los párpados pesados y en la boca más cerrada. No es nada fácil, tengo que aclarar de inmediato, sentirse de repente adentro, encerrado casi, en un cuerpo de superhéroe, ya se sabe que los músculos que más ejercita un lector son los de los ojos y los del corazón. No es fácil que de buenas a primeras tengamos alrededor nuestro una maquinaria muscular y mental tan poderosa y entrenada como para competir en las más altas competencias y que, a pesar de todo, sea todo nuestro sin saber por qué. Tampoco lo es lidiar con las obligaciones propias de la fama deportiva: la prensa me perseguía y la cantidad incalculable de fotografías que se reproducían de mi rostro, en todas sus formas y presentaciones, no cabía en mi cabeza que, aunque magna siempre, en sueños todavía más, siempre fue mala para las matemáticas avanzadas. Y ni hablar de las jovencitas enloquecidas con mis hazañas y mi imagen que, bien combinadas, resultaban en el trofeo perfecto para cuando llegara el momento de enseñar los botines de vacaciones con los compañeros del colegio. Luego de pasar por el podio, mientras escuchaba el himno de un país que no es el mío, de ver llorar a la gente para también dejar algo suyo en los libros de historia y de sonreír por cortesía sin que lo parezca, como lo hacen los grandes perdedores de la historia, los grandes escritores de la historia, los grandes políticos de la historia o los grandes sabios de la historia, aunque estos últimos se extinguen al nacer y renacen en su propia vejez, me retiré de la vida deportiva y me fui a una cabaña frente al mar a meditar y a descansar de la vida pública. Llevé todos los libros que me recomendaron y nunca los leí porque no tuve tiempo suficiente. Ni siquiera en los sueños está uno exento del tiempo y sus tentáculos de arena.
Aunque no sé si lo que soñé lo soñé o fueron los efectos del laurel que le puse a la carne que horneé anoche, lo cuento porque necesito contar, como el deportista necesita ejercitarse, porque sí. Disculpen el atrevimiento, eso sí, así como perdonamos a los que nos ofenden con sus saludables cuerpos yendo por ahí siempre hacia algún lugar donde se puedan comparar. No sé si lo que soñé no lo soñé sino lo inventé tan pronto regresé de las profundidades de la noche. No sé si más allá de la memoria de los sueños, de la lectura, para no ir tan lejos, sea yo capaz de ganar más trofeos que nadie en la historia porque apenas si soy capaz de leer y sentir una palabra a la vez cada vez que las fuerzas me lo permiten.