Por: Juan Manuel Eslava
Hace algún tiempo, mientras conversaba con una amiga en la banca de un parque, se nos acercó un hombre de esos que piden dinero. Habría sido una interacción de lo más común en una ciudad como Cali, de no ser por la manera particular en que el hombre nos saludó; específicamente el contraste entre el apelativo que usó para cada uno. En un primer momento, a mí me saludó como “genio”, para lo que seguramente influyó que en ese momento tuviera puestas las gafas. En cualquier caso, el tono en que lo dijo me hizo interpretarlo inequívocamente como una muestra de respeto.
Enseguida, y aquí viene el giro, a mi amiga la saludó como “peluchote”, lo cual de inmediato me produjo un profundo desconcierto. Lo más interesante fue que no se sintió morboso, sino que empleó el mismo tono solemne que conmigo. Pronunció la palabra con la misma naturalidad con la que hubiera podido decir “dama” o “señora”. Casi podría decir que no había ninguna carga sexual en su saludo, y que simplemente dentro de su imaginario hacer una alusión al atractivo físico de una mujer es la forma más digna de tratarla: es lo que cree que ellas anhelan.
Aunque ese uso, relativamente inocente, de alguna manera excusa a un individuo al que por sus condiciones socioeconómicas sería muy injusto señalar como monstruoso representante del heteropatriarcado, resulta aún más preocupante en el sentido de que revela una sólida estructura de pensamiento que se manifiesta en muchas otras instancias, más graves cuanto más públicas: un sistema de ideas en el que al reconocimiento de la mujer cuesta mucho desprenderlo de la valoración de su sexualidad.
Los Juegos Olímpicos recientemente realizados en Brasil volvieron a poner este tema en la agenda global. Los titulares y cubrimientos sexistas, en menor o mayor medida, estuvieron a la orden del día, y hubo momentos en que llamaron especialmente la atención de los colombianos, como el día en que Mariana Pajón obtuvo la medalla de oro en BMX. Aunque gran parte de los principales medios de comunicación se concentraron en lo importante, algunos de ellos no se resistieron a viciar el ambiente publicando pocas horas después del triunfo notas sobre el “cuerpazo que Mariana esconde bajo su uniforme”.
Incluso dentro de una cultura tradicionalmente machista como la de nuestro país, las reacciones de incomodidad o indignación de los internautas fueron bastante visibles. Y es que no se requiere ser un adalid de la lucha feminista para ver un problema en este tratamiento, para identificar un elemento fuera de lugar. No estoy seguro de afirmar que este tipo de notas no deben existir en absoluto, pero al menos sí tendrían que estar fuera de la conversación en un momento en que una mujer ha obtenido un logro histórico por sus facultades deportivas; no por otras cuestiones. Es el respeto mínimo que habría que tener, pero tal como en el caso del hombre del parque y sus “peluchotes”, nos encontramos con una distorsión del concepto de respeto cuando se trata de las mujeres. Un irrespeto casi inconsciente, intrínseco, naturalizado.
Por supuesto que internamente uno puede realizar las valoraciones que quiera. Soy hombre heterosexual, y —sin decir que todos los hombres heterosexuales obedezcan el mismo principio—sé bien lo difícil que es evitar evaluar el atractivo de las mujeres de manera constante: por ejemplo, con mi grupo de amigos del colegio calificábamos los atributos de nuestras compañeras y elaborábamos rankings; o a veces cuando estaba en la fila del banco, para matar el aburrimiento, contaba cuántas de las presentes en el lugar consideraba comestibles. Pero esas cosas se quedaban en mi mente o en la intimidad de un grupo de varones —ni siquiera compartíamos los resultados con otros hombres de la clase—. En la realidad no quiero que la sociedad (su cultura, sus políticas, sus medios informativos) funcione basada en esa misma calentura con la que los hombres —y quizás también las mujeres, porque creo que su capacidad de ser lujuriosas y morbosas está injustamente menospreciada— lidiamos a diario. Nosotros sabremos encontrar los espacios y los momentos para eso. Yo mismo puedo hacer el ejercicio de buscar el Instagram de Mariana Pajón y ver si tiene fotos más destapada de lo habitual para mi disfrute; no necesito que un medio pretendidamente serio me haga la tarea.
Recuerdo que, probablemente más por miedo que por respeto, nunca desarrollé una cultura del piropo, como veía que algunos de mis vecinos en la adolescencia sí tenían. Más adelante le agregué a mi timidez los argumentos filosóficos y tuve lo suficiente para nunca querer cambiar eso. Lo más heteropatriarcal que he hecho es ponerle conversación casual a alguna extraña que me ha parecido atractiva, y creo que hace años no lo hago, aunque no me parece mal; solo un poco tonto. También he lanzado algunos piropos a mujeres relativamente desconocidas en entornos digitales, y lo peor que ha pasado es una ignorada o un “gracias” desinteresado, ante lo cual he sabido captar el mensaje y no molestar más.
Creo que el reconocimiento de la belleza en los otros es una disposición natural de los seres humanos, y es sana si se realiza de forma apropiada y respetuosa. Una manifestación como el piropo callejero no cumple con esto porque asalta de la nada a la persona y, pese a que de verdad no exista una intención maligna más allá, la hace sentir demasiado expuesta. Quizás en un mundo perfecto podríamos vivir con esto sin problema, pero vivimos en uno de continuos ataques, abusos y violaciones contra mujeres. Aunque no todos los piropeadores sean potenciales violadores, es comprensible que las mujeres lo vean como una expresión en pequeño de la misma tragedia.
Inevitablemente, los medios harán siempre referencias al atractivo físico de las figuras públicas, piropos a gran escala, ya que la belleza es una obsesión de la civilización y todos los géneros se dejan cautivar por ella. Esto en sí mismo no es un pecado; pero al desbalancear tanto la cuestión al punto que casi irremediablemente todo lo femenino esté ligado a lo erótico, y que esta dimensión se quiera introducir incluso cuando es completamente irrelevante a la discusión, están dándole más combustible a esa visión que hace estragos en las calles: la de la mujer como objeto de placer. Siguen legitimando ese irrespeto inconsciente aunque no las estén insultando o manoseando directamente.
A casi todos —incluyendo a las mujeres— se nos educó en cierto grado para ser machistas, y eso es algo que hemos debido desaprender. Ha habido avances importantes, pero aún para muchos es difícil ver cómo entre el enfoque sexista sobre el deporte y la cultura de la violación, pasando por formas de referirse como peluchote, hay una relación estructural. No que sean prácticas igual de perversas, pero sí que devienen del error de seguir asignando a la mujer un rol demasiado limitado y subordinado; de dividir al mundo entre genios y peluchotes.
Con la revolución digital, al estar todos conectados a través de tantas plataformas se han amplificado muchos de esos micromachismos que antes solo estaban en la calle. Ahora están en chats, comentarios y como parte de la constante producción de los medios generadores de contenidos. Del mismo modo, se han amplificado las voces que abogan por un manejo más responsable de las cuestiones de género. Lastimosamente el agresivo espacio de las redes sociales no suele ser el lugar más propicio para un correcto intercambio de argumentos, especialmente con el advenimiento de una legión de enemigos acérrimos de la dictadura de la corrección política, movilizados bajo un débil lema de batalla: “Es que ya no se puede decir nada en Internet”. Hay que trabajar más fuerte; la cultura de los peluchotes no se irá fácilmente.