Foto: archivo particular de la poeta.
Carolina Zamudio *
Selección de poemas inéditos en prosa
El pasajero
En tránsito va el cuerpo. El viaje en una caja redonda. Una caja de sombreros. No hay viaje, no hay caja redonda, ni siquiera un sombrero. Hay un violín que va en un estuche: 14F, salida de emergencia.
Un avión que dibuja su sombra en una tierra de campo verde, sembrado, cada vez más lejana. Sin nombre. El hombre sin sombrero la mira, cree caerse desde la ventanilla hacia ella. Cae una angustia alargada, como la figura sobre el suelo. El avión es melodía de la pérdida, lo que se dejó no vuelve. La pena en tránsito lo acompaña. También en la garganta algo que, difuso, crece.
El dolor tiene forma y va junto a él. En caso de pérdida de presión tire de la máscara y colóquesela primero a quien lleva a su lado. El hombre apoya la mano derecha sobre el pecho. El pulgar y el dedo mayor le recuerdan que tiene un cuerpo. Los huesos de los hombros, ¿tienen nombre? Se llaman rotura. Quiere saltar por el hueco que se forma justo arriba de esos huesos, al medio. Saltar hacia adentro. Nadar en búsqueda. Tocar la molestia.
El hombre suda, tiembla, traga; suspira… se mete al hueco. Siente, por primera vez, la resistencia de la respiración. Lentamente, ve alejarse una partitura que flota en un lago: Bach BWV 1068. Las ondas que él mismo produce al tirar una cáscara de nuez. Mismo lago. Se ve flotando sobre el agua; lleva dolorido el peso de cada una de las partes de su cuerpo. Carga, cae y ya no siente el cuerpo.
Sobre el océano se ve la sombra de un avión. Y un cuerpo en tránsito.
El paciente
Llevaba un libro violeta, los ojos negros. A primer golpe de vista, podría haberse dicho que las páginas no se separarían jamás de esa mirada: Un soplo de vida, Clarice Lispector. Ojos grandes de pupilas dilatadas. Ella sintió —como una historia que saltara directo desde la página— un pinchazo. En otra época la enamoraban los juglares, quienes eran capaces de montar una serenata en plena madrugada o despertarla con la vereda regada. Regada de pequeñas flores de pensamiento.
A él le gustaban desde siempre las mujeres que miran, atentas, a quienes leen. Él sabe cuánto leen. Tanto, como cuánto escriben. Lo ve en el dorso de sus manos. De no encontrarse ambos en un hospital, ella se acercaría a hablarle: Dígamelo. Las de labios rojo carmín, tan salidas de una película en blanco y negro. Imagina que esas señoras se llevan un Martini a los labios, mientras con la uña del dedo índice rozan, como al descuido, una aceituna de corazón de pimiento.
Ella se acercaría: Míreme. De no llevar los labios y las uñas tan estridentes, iría a hablarle. Las antesalas de los quirófanos no son sitios para colores fuertes. Primeras citas. Quizá un verde aguado, un azul empalidecido. Tal vez un reencuentro, una charla pendiente.
De no estar a punto de entrar a su quinta cirugía a corazón abierto, él sacaría las líneas del libro de dentro de sus ojos. Preguntaría, quizá, algo como al pasar, rozándole apenas un pensamiento. Y la invitaría, decidido, a comer. Tan bonito aquel lugar de paredes pintadas con líneas verticales adonde alguna vez lo citó cierta mujer.
Las luces del quirófano lo apuntan con furia. Luego el pinchazo. Usted tan solo sabrá de la anestesia, cuente conmigo: Diez, nueve, ocho, siete… carmín.
El semáforo la detiene, ¿escribiría, también él?
La enferma
Cada viernes santo es igual. Espero en la iglesia su muerte, a las tres de la tarde. Durante el año guardo mi ayuno. Hoy cumplo, expío, mi penitencia. Escribo.
Escuchen la balada del que sufre: se descuelgan viejas desnudas por las faldas del despeñadero, todos los pobres del mundo cantan su canción de cuna, corriendo cruzan enfermos escapados de sus diagnósticos, flacas de revistas caen de sus enaguas y hay una gorda —cachetes colorados, batón, ojos de sabia— que a carcajadas grita: y por qué sufrir.
Una matrona de vestido negro, rescatado con pompa para el velorio, mira desconfiada mi libreta. Por una puerta, abierta a mi costado, veo turistas que pasan en hordas e ignoran a los indigentes. También yo. Sigo.
Es tiempo de gritar.
Niños juegan al elástico, viejos estiran un dominó, la plaza toda se llena de mendigos, pájaros se hacen los clavadistas, música sacra se descabeza en reggaetón, el cielo baja a comer el alpiste, a las flores le explotan petardos, mujeres arrugadas comparten banco y miseria.
Tú todavía crees que gritas.
Veo el cristo sangrante en mis venas. Escribir se parece a morir. Opresivo es el silencio. Vetusto, el de estos muros. Borroneo el dolor: Hacerte creer que soy yo quiero. A este punto desconfías, haces bien. Cómo saber qué hay de cierto en las palabras. Métete dentro mío, no muerdo cuando escribo. Miento un poco, no sea que me creas.
El obispo lava unos pies, una niña escapa del rito conocido, se detiene en el moño naranja de mi pelo. Tengo cómplice. Se esfuma una bendición. No escucho.
Cuando al nostálgico lo pasean, de anteojos negros mira dentro. Si lo llevan de fiesta, con una silla baila un tango. Si le quitan el sombrero, su cabeza se parte en dos. Si lo sacan de negro, los velorios cierran sus puertas y el cartel dice: vuelvo en diez minutos.
Es triste la vida del triste.
La iglesia está en penumbras. La sombra de un candelabro corta en dos la cara de un ángel, manso y gordito. ¿Cómo será creer? Tener fe, hijos… Ahora mancho la hoja.
El enfermo baja a un pozo, abre un cofre y salen las arañas, la picazón ocurre antes de la picadura, tiembla bajo la piel y una cajita de música gira loca, mientras un órgano de catedral se tranca. El pozo no tiene fin ni luz, afuera y lejanas quedaron todas las manos del mundo, el enfermo se arranca la ropa, se enrosca feto a su pena, va hacia el sueño sobre la cajita y gira una melodía sin fin.
Hay gente que sale de la iglesia. Sus pasos me desclavan del letargo. Abro los ojos. Los hundo en el cristo y lloro. Tomo la libreta que cayó al piso por descuido y resguardo la mirada en las flores naranjas de mi vestido. En cada baldosa bajo mis pies, una flor de lis. En los cuatro vértices, una daga. Cuatro baldosas juntas forman una cruz.
La turista
El primer gran recuerdo de mí misma sucede en un cementerio. Son las cuatro de la tarde, quizá las cinco. Lo sé por cómo cae el sol. Lo sueño, lo pienso, lo vuelvo a recordar.
Estoy parada y frente a mí una estatua gris —pudiera ser de mármol— mucho más alta que yo. La veo inalcanzable. Base rectangular, situada justo en un vértice de un cruce de pequeños senderos. Hacia los costados, dos callecitas de baldosas grises. Faltan algunas, varias, por cuyos huecos crece un yuyo desmadrado. No las veo. Mi atención completa está sobre los dos angelitos abrazados que descansan encima del pedestal de mármol. Ese que es más alto que yo.
Si solo pudiera moverme, tampoco los tocaría.
Unas nubes blancas pasan y deslizan su sombra sobre algunas otras figuras. No las puedo ver. Mis ojos siguen fijos en las estatuas que miran.
Inmóviles, nada hacen por mí. Ni con él. Un hombre que como un ánima se disuelve. ¿Veo ánimas también dormida? Nadie más que nosotros y los muertos en ese momento en el camposanto.
Siempre es igual en el sueño. Cavilo. ¿Se sacan conclusiones al soñar? Muda, tengo la boca tapada. Sus manos son grandes. También él. Pero pasa y se va. No sé si no grito porque miro a los ángeles o porque no puedo. ¿Se sueña aquello que no se puede recordar?
Siempre, con los angelitos, todo es gris salvo las nubes.
La última vez, iba de turista por una ciudad en cuyo centro había un cementerio. Entraba. El lugar era entonces verde. Pequeño, una suerte de parque sin cruces ni monumentos. Atmósfera nítida. Era la hora del almuerzo y veía a una mujer, a unos metros de mí, que en un banco comía un croissant.
Ya podía hablar. Lo sé porque me inquietaba, esa vez, no tener nada que decir.
(*) Carolina Zamudio. Poeta, narradora y periodista.
Enriquecedora lectura 🙂
El advenimiento de cada nueva línea, tenía al menos para mí, espírito mayor de verso en cuerpo de prosa. Una escritura muy bella, sin duda.
Muy bueno. Recuerdo que cuando era niña se me daba por escribir así, una prosa con cadencia de verso. Era algo intuitivo. Era de veras una niña. No sé por qué dejé de hacerlo. Habrá que volver a la infancia, sin duda. Gracias por compartir esta bella literatura.
Muy buenos, dejan entrever dentro de la cotidianidad del relato el halo de la poesía, RocioIriarteDiazgranados,
Todo exquisito.
Besos