Imagen: Hernán Piñera.
No suele ocurrir que quien tiene la razón tenga también las herramientas necesarias para saber deshacerse de ella, o por lo menos para no tenerla tan agarrada del cuello como para no poder soltarla cuando esta dé muestras de asfixia y terminar asiéndola por los siglos de los siglos como si los dos seres, tan diferentes entre sí, fueran uno solo. Y es que, justo en el instante en que se nos da la razón, y muy lejos de lo que las apariencias expongan, estamos siendo despojados de nuestro juicio casi sin que lo notemos. Somos despojados de la razón porque nos convertimos en un cuadrilátero de paredes blancas, ciegas, en donde se dan a la fuga todas nuestras miserias, unas contra otras, sin ninguna clase de regla qué respetar. Somos despojados de la razón, también, y únicamente, porque nunca podrá ser nuestra.
Esta mañana me dijo el del espejo, luego de conversar unos minutos, que yo tenía la razón, que no tenía medio argumento para rebatir mis palabras, que difícilmente él hubiera podido decirlo mejor, que en adelante lo pensaría antes de discutir conmigo, que dejáramos todo atrás y que empezáramos de nuevo, que contara con él para lo que necesitara, que me daba sus respetos, que se quitaba el sombrero, que me tendía su mano, que me bendecía, que con suerte jamás nos volveríamos a cruzar la mirada, que me deseaba lo mejor, que me agradecía por todo, que me recordaría, aunque nunca hubiera tenido razón.
Quien tiene la razón suele ser quien menos tiene idea de cómo llevarla al fuego y transformarla en comida a la velocidad adecuada para que dejemos de pensar y comencemos a sentir, que es lo mejor que puede hacerse con lo que tengamos a la mano en cualquier momento de la vida.