En estos días en que hemos estado sometidos a todo tipo de tensiones, derivadas de la forma en que decidimos escribir la historia de nuestra nación, me di cuenta de que aquellas paradojas a las que nos hemos condenado están relacionadas también con nuestra propia vida. Nos arrojaron al mundo sin un manual de cómo ser buenos humanos, cómo arañar las alegrías aun cuando fuera para llevar un pedacito en las uñas, sortear abrumos, agobios, frustraciones y todo tipo de ruindades que nos asechan a diario. Hemos tenido que sobrellevar la vida con todas sus maravillas, bajezas, prodigios, triunfos y derrotas. Le hemos dada cara a personas estupendas, seres humanos encomiables con quienes da gusto cruzarse en el camino; pero también al canalla, al malhechor, a la bellaquería hecha persona, a aquellos que creen que somos fichas de un tablero, de un juego en el que se gana por viveza.
Pienso todo esto, también, porque en menos de una semana he podido experimentar la tristeza en su versión más abatida, pero también el entusiasmo por asuntos personales que se han ido reajustando hasta alcanzar su punto de equilibrio. Hablo no solo de aquello que nos ha arrugado el corazón por estos días, relacionado con los vaivenes a los que ha sido sometido nuestro más genuino anhelo de paz y de concordia, sino también de aquellas asperezas que tiene mi propia historia, como padre, como esposo, como profesional y hombre que se aferra a las letras como si de esa sujeción dependiera el resto de la vida. Pareciera que el país en el que nos tocó vivir fuera también un espejo que nos devuelve con cinismo jubiloso nuestro propio círculo vital, que aquellas fuerzas externas sobre las que poca o nula injerencia creemos tener, orbitaran también alrededor nuestro. Un día caímos abatidos por una ilusión que no llega a concretarse, que vemos trastabillar hasta irse de narices por completo, y en otro nos arroba una luminiscencia que se insinúa, un dedo de luz que nos señala el camino. Escuchamos voces que nos animan a seguir o que también nos susurran que no sería mala idea desandar los pasos. Pienso que si pudiéramos intuir qué nos depara el destino cuando optamos por una alternativa y renunciamos a otra, a lo mejor nos volveríamos más cautos, nos arroparía una prudencia que nos blindaría de aquella siempre latente posibilidad de darnos de frente contra el mundo; pero también nos despojaríamos de ese arrojo que nos permite desafiar al mundo a la espera de un asombro vigente y siempre renovado. Nos extasiamos ante la constatación del amor al mismo tiempo en que una amistad se diluye ante el chasquido de unos dedos. Nos cautiva la imagen que nos formamos de alguien, para después descubrir tan solo una pálida versión que no da la medida de nuestras expectativas, como una bella cara que de un momento a otro comienza a deformarse hasta que nos asusta y lleva a huir despavoridos. Escribí alguna vez que es evidente que vinimos a este mundo para aferrarnos de patas y manos a eso tan raro que es quererse de todas las formas posibles, incluidas las más nefastas y perversas. Siempre sabremos recordar nuestros amores truncos, los que nos arrancaron lágrimas o nos atiborraron de risas, los que tardaron años en desvanecerse, los que llevamos agazapados dentro de nosotros, pero también los amores jubilosos, los que alcanzaron la cima, aquellos que nunca claudicaron. Ocuparán por igual un lugar privilegiado quienes nos quisieron como era debido, como también aquellos quereres suavecitos pero sostenidos.
La vida y sus sinuosidades obedecen a una lógica cuyo entendimiento nos elude a diario con destreza. Alguien, algo, nos hace felices y nos reconcilia con nuestro universo; pero después alguien, algo, nos amarga y nos aflige con la devoción de quien halla ahí uno de sus mayores deleites. Pero dije también, no recuerdo cuándo ni en qué escenario, que tal vez de eso se trata este juego, de mantener el ritmo, de no claudicar, de disfrutar el camino mientras se nos aclara el horizonte, de persistir en los sueños, de recibir lo que nos depare el destino que forjamos con gallardía o emoción genuina, de creer en que alguien, quien quiera que sea, donde quiera que esté, vela por nosotros y nos sostiene el mundo.
Andrés Mauricio Muñoz