Por: Juan Guillermo Ramírez
«Más vale ser atrevido aunque se cometan muchos errores que ser estrecho de mente y demasiado prudente».
Vincent van Gogh.
Maurice Pialat es, a pesar de su obra poco conocida, uno de los realizadores más interesantes de su generación. Sus películas muestran unas características autobiográficas que hacen pensar en las de François Truffaut, aunque están marcadas por un tono desgarrador que nada tiene que ver con el cine de éste y que las hace muy personales; y su forma de hacer es de una austeridad y eficacia que puede ser comparada con la de Robert Bresson. Después de La infancia desnuda, donde la historia de un huérfano que pasa de unos padres adoptivos a otros le sirve tanto para hacer un minucioso análisis de la infancia como de los adultos, realiza una película con alto presupuesto y con grandes “estrellas”, No envejeceremos juntos, donde relata los últimos días de una pareja antes de separarse definitivamente; para volver a unas condiciones económicas modestas y actores poco conocidos, nada satisfecho de su experiencia anterior, en La geule ouverte, donde estudia en un marco de provincia los efectos que la muerte de una madre produce sobre su hijo. Aunque ninguna de sus películas es la obra maestra, son superiores a la mayoría de las hechas hoy en Estados Unidos y en Europa durante estos años y demuestran que su autor tiene un estilo personal.
Van Gogh
Algunos meses en la vida de Vincent van Gogh. Maurice Pialat “pinta” los últimos momentos de un pintor sencillo y un simple ciudadano holandés refugiado en la ciudad de Auvers-sur-Oise. Es en la primera de esta campiña en flor que su vida acaba consumiéndose. Un sonido de pistola nunca va a extinguir sus soles y la falsedad de su muerte destruye para siempre sus cosechas doradas. El director se reserva muy bien en no caer en el fresco. No nos cuenta la vida ni la muerte de van Gogh. Pintando, como él lo hizo, Pialat procede con pequeñas y cuidadosas pinceladas, a bocetear a su modelo. Algunas veces, son trazados con brusquedad como un cielo amarillo, o son dulces como almendro en flor o disonantes como la vela anaranjada de un velero estacionado sobre agua glauca.
Maurice Pialat evita, sobre todo caer en la caricatura. La oreja cortada o los campos de trigo simplemente los insinúa. Además descuida el detalle que es lo que ocupa el verdadero propósito: el sombrero o la boca quemada responden mejor que aquellos que se dedican a los autorretratos de los cuales él supo descifrar su misterio.
Con humildad y respeto, Pialat libera los cerrojos para que el espectador pueda entrar fácilmente a ‘ver’ la obra y esto lo vuelve posible contando también con su intención creativa propia, enfrentándose a todas las desviaciones que pervierten lo que debería estar en el último refugio de la sinceridad y de la verdadera emoción.
Así, Pialat va desmontando los mecanismos de la hipocresía y del conformismo que han conducido siempre la mirada hacia aquellas figuras míticas y de leyenda que han sido desacralizadas en el cine. Y no solamente en el cuarto oscuro, sino también dirige su crítica a todos aquellos que vivieron a la sombra de van Gogh. Ni el Dr. Gachet ni su hermano Theo salen bien librados en ese lienzo fílmico. Como en una tela de van Gogh, todo es transposición en la película, todo habla con criterios de verdad: los actores, sobre todo Jacques Dutronc; los objetos y la luz. Se conoce Pialat por su trabajo con los actores, los cuales nunca terminan indemnes. Porque él logra extraer de ellos una extraña verdad. Qué buena idea el haber escogido a Dutronc para encarnar a van Gogh. Y es que lo interpreta en su interioridad que lo exterioriza en su modo de caminar, en sus gestos tímidos, en su mirada azul profunda que se llena de ironía fatalista, un cuerpo seco y delgado. Alexandra London una Marguerite que oscila de una timidez pueril y crece hasta convertirse en una amante apasionada pero frustrada por su propia incapacidad de enmendar a Vincent por los caminos redentores del amor.
Maurice Pialat pone en cámara con mucho júbilo al París de los cabarets y de las mujeres y de los bohemios, contraponiendo esta visualización nocturna con el resplandor de los paisajes de la campiña. Sin bordar el tejido sobre la parábola del pintor maldito, Pialat muestra cómo el hombre de la oreja cortada fue poco escuchado, reducido a hacerse entender en su pretendida locura o incomodado con la exaltación de sus colores en un deslumbramiento que aún hoy fascina.