Recuerdo de una gata a la que le faltaba un colmillo

“Las campanas de la iglesia sonaron  y el viento le trajo el olor de los jazmines. Ese olor era un abrazo de bienvenida que lo transportaba al único lugar inmutable que conocía; aunque ni él, ni el pueblo fueran los mismos de antes”.

Montañas Azules, Juliana Gómez Nieto.

Por: Felipe Chica Jiménez

Luego de afilar sus garras  sobre mis zapatos ‘Ceniza’ echó un bostezo que dejó al descubierto la indiscutible  ausencia  de su colmillo derecho. A unos metros la abuela se recogía el vestido de flores entre las rodillas para sentarse frente al televisor,  mi abuelo Juancho volvía del patio con una olla llena de agua con que regar las plantas del corredor, pero antes de llegar allí dejó caer la olla al suelo  y el agua voló por todos lados. El viejo se prendió de la pared como si estuviera mareado, mi abuela se levantó como un rayo y lo agarró del brazo y la gata salió disparada a esconderse porque el piso de madera comenzó a traquear como si la casa misma estuviera cobrando vida.

–¡Está temblando!–  gritó mi abuela. El sonido de la casa era tan escalofriante que pensé que el cielo raso me iba a aplastar los pensamientos, en segundos llegamos en la calle a ver como las paredes de las otras casas se desmoronaban.

El temblor se prolongó casi por un minuto, la calle se volvió un remolino de ojos perplejos y gritos, no muy lejos Ángela, otra protagonista de esa misma historia que luego acabaría en forma de novela, se aferraba a sus familiares mientras veía como las montañas azules literalmente bailaban ante sus ojos. Cuando el abuelo recobró la calma corrió a buscar el viejo radio que lo acompañaba en las recolecciones de café  para sintonizar las noticias. “Armenia desapareció” decían algunos locutores. El teléfono sonó con malas noticias: dos familiares habían muerto bajo sus propias paredes, una de ellas –la prima de mi padre– dormía luego del almuerzo.

Yo tenía 13 años cuando eso pasó. No hubiera reconstruido esa escena de no ser por ‘Montañas Azules’, la primera novela de la joven escritora colombiana Juliana Gómez Nieto. Como no soy un crítico literario (ni pretendo serlo), si me permiten, no fui yo quien escudriñó el libro, al contrario, sus escenas me obligaron a correr al lado de la gente y sortear los escombros de la vida, para al final toparme con el reflejo de mi propio cuerpo sudoroso y empolvado. Recordé ese 25 de enero de 1999 en la casa de mis abuelos con tal fidelidad que tuve la impresión de escuchar el estruendo de la tierra y el agua filtrándose  entre las hendijas del piso de madera.  Aunque el terremoto afectó toda una región, Armenia se llevó la peor parte.

El Gobierno Nacional rápidamente creó el Fondo para la Reconstrucción del Eje Cafetero y se concentró en rehacer esa ciudad. El caso se volvió noticia latinoamericana. Los muertos fueron miles. La emergencia se convirtió en contratos. Los empresarios calcularon sus pérdidas, los geólogos escribieron sus informes y los curas pronunciaron sus sermones. Todos a su manera buscaron el por qué de semejante tragedia. Por varios años ‘el terremoto de Armenia’ dejó de ser un desastre más para convertirse en objeto de estudio. Pero sólo hasta hoy, con la publicación de “Montañas Azules”, la catástrofe y sus estadísticas de daños y víctimas mortales se desnudaron en las fragilidades de esa ciudad  colombiana hija de la violencia, las bonanzas y la mala planificación. Poco me importa si este texto es periodismo o ficción; para mí resulta un relato que, al decir de Alejandro Castillejo, nos enfrenta con una ‘poética de lo otro’ dejando atrás el dramatismo para hacer memoria de un desastre mal llamado natural.

Montañas Azules, Malisia Editorial, La Plata, 2015.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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