Ilustración: Pablo Kalaka.
ENRIQUETA ARVELO LARRIVA
1886 – 1962
Habitarse en la voz
Por: Katherine Castrillo
“Tienes que hacerte interesante porque tus hermanas son las bonitas”, le dijo su abuela. Pero Enriqueta, calladamente, pasaba los días ocupada en revelarse como algo más que mera carne. Se inventaba una voz que fuera el lugar en el que no tuviera que ser una mujer de aquella época, ni contener su temperamento nervioso. Tenía fama de impulsiva, y era poco, llevaba en la sangre un “caballo de fuego” que a veces salía por su aliento.
Empezaba el siglo XX, y a Enriqueta le tocaba dar combate con un destino de periferia del que se sentía “inquieta y sumisa”. Creció aislada, sobre un terreno de pendiente suave, lejos de la capital, “en el ámbito soleado y ciego, (…) por caminos que no me oían”. No era como sus hermanas, y en su familia brillaban los nombres de los hombres. Mientras su hermano Alfredo se educó en Caracas y armó su tránsito como poeta y periodista, ella se quedó en la provincia para ser maestra, enfermera, secretaria, según se necesitara. Pero siempre escribía.
Con lo que había aprendido por su cuenta un día decidió dedicarse a levantar versos “en los que asomaban ciertos giros emancipados”, y no quiso que se le impusieran fórmulas en rimas ni temas de entonces porque le quedaban cortos para extender todo su pensamiento. Sin esas limitaciones, su poesía cargada de símbolos logró convertirse en una referencia de las letras venezolanas, y por más intentos de la crítica académica fue imposible etiquetarla en alguna corriente literaria.
Parecía demasiado tardío que su primer libro Voz aislada, lo publicara a los cincuenta y tres años, y antes de cualquier señalamiento trató de ser diáfana respecto a sus motivaciones: “Quizás mucho de mi falta de logros se deba a que no despunto por la ambición literaria. (…) Yo creo que la poesía debe evolucionar dentro de nosotros para que su transformación sea pura”.
Su paciencia y la precisión de luz en su trabajo la transformó a ella misma. Ya no era solo contemplar, necesitaba “hacer humano la naturaleza”. Así, el río no era simple carrera del agua: “(…) te palpo suave y siéntome en tu sangre. / Los dos hervimos en la calma tibia”.
Obtuvo el primer premio en el Concurso Femenino Venezolano de la Asociación Cultural Interamericana en 1941, con su libro El cristal nervioso. Un año después publicó Poemas de una pena. Le siguieron Canto de recuento, Mandato del canto, Poemas perseverantes, y varios años después de su muerte fueron publicadas sus cartas, de las que el escritor Mariano Picón Salas aseguraba que era: “Lo mejor de su escritura”.
Fue en un intercambio epistolar con el novelista Julián Padrón que a propósito de su trabajo poético dijo: “No tengo ‘trayectoria’. No tengo nada que se pueda anotar como de carrera de poetisa. Pero mi otoño no es tierra muerta, tierra sin curiosidad, sin comprensión, sin inquietud. Aún alcanzo cosas (sin soñar ya), detrás de las cosas, dentro de las cosas. Y lanzo mi voz aunque no haya oídos”.
Como siempre logras una entusiasta y apremiante «crónica literaria» o mas bien una exaltación, una puesta en escena de una de esas poetas olvidadas. Un » approche como diría el maestro Silva Estrada de su semblanza, poeta que no se cansó de advertir sobre su obra en el tiempo. Por supuesto la feminidad queda descubierta ante, imagino la época, el caudillismo literario. De verdad el goce de esta prosa es exquisito, sinuoso, pleno de una mirada distinta. ¡Salud!