Versión de Juan Guillermo Ramírez*
Algunos días después de la muerte de Luis Buñuel (el 29 de julio de 1983), el de 10 de agosto, salió a las pantallas la última película de François Truffaut, Vivament Dimanche (1983), una comedia policíaca interpretada por Fanny Ardant y Jean-Louis Trintignant. Viva, graciosa y ligera, Vivement Dimanche recapitula sus anteriores películas, sus admiraciones, sus sentimientos.
Jean Paul Enthoven y Jean-François Josselin sometieron a François Truffaut a una entrevista para que nos dijera la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
LE NOUVEL OBSERVATEUR. – Después del melodrama, después de las fábulas sobre su infancia, después del ciclo de películas autobiográficas, regresa ahora a los temas clásicos del género policíaco…
FRANÇOIS TRUFFAUT. – Digamos que con esta última película, encuentro los temas del thriller conyugal, un thriller sin gángsters, en donde los policías no aparecen más que en un segundo plano y cuya intriga está conducida de comienzo a fin por la imaginación de una mujer. Esto no tiene nada que ver, o casi nada con el género de La noche americana (1973), en donde corría el riesgo de manipular una docena de personajes de igual importancia: a partir de una película de Charles Williams, The long saturday night, tuve la ambición de hacer una película de Serie Negra. Después de hacer Besos robados, (1968) o El último metro, (1980), me vi en la necesidad de hacer una historia más simple, más lineal, en donde pudiera hilar finamente de comienzo a fin, una sola mujer protagonista.
N.O. – ¿El número de personajes de una película es decisivo?
F.T. – Es evidente. Sobre este punto, he seguido el consejo de Henry James, que recomendaba a los escritores escoger, para contar sus historias, un número impar de personajes. Con un número par –dos parejas, por ejemplo-, raramente se escapan de la carga de simetría y de un cierto conformismo en la narración. En cambio, lo imprevisible se hilvana siempre mejor con lo impar. Para una película o novela de Serie Negra, esto es indispensable.
N.O. – Como lo era, aparentemente, el hecho de hacer esta película en blanco y negro.
F.T. – El negro y blanco es otra cosa. Quería en un sentido, hacer mi autocrítica en relación a La novia vestía de negro (1967), donde tuve el error de poner mucha luz, mucho sol; y por este hecho, el lado misterioso de la novela de William Irish se perdió. Vivement Dimanche no solamente está en blanco y negro, las tres cuartas partes de la acción se desarrollan durante la noche y bajo la lluvia.
N.O. – Pero, ¿por qué esa desconfianza que siente por la luz?
F.T. – Porque con la luz se ve todo en la imagen y el misterio se ausenta. De manera general, la versión noche de una secuencia, es preferible porque es más enigmática a la versión día. La noche trae la ficción. Es como si se fotografiara una cara: de frente no es más que ella misma, pero si tiene en el foco el nacimiento de un hombro o la nuca, eso ya es el comienzo de una historia. En mi trabajo, estoy guiado por la aversión que siento por el documental, mi interés se inclina más en ver las cosas o los seres, con alguna mancha de ficción. Los excesos de luz aplastan la ficción, la atrapan y la empobrecen. Por ejemplo, no me gusta el cielo tan azul de las películas de vaqueros, un azul casi blanco que se le ve el grano en la pantalla. Hay que hacer como los pintores y filmar de manera que el lienzo se vuelva invisible. En los westerns, cuando los héroes llegan de la montaña, sus siluetas se recortan sobre un fondo sombrío, pero desde que veo el cielo, no les creo nada. La pantalla no debe confiarse de la luz. Para Vivement Dimanche he querido filmar a Fanny Ardant, mujer protagonista, en la más completa oscuridad nocturna y misteriosa: ¿para qué serviría entonces el color?
«En las historias de amor las mujeres son mucho más precisas que los hombres; éstos son muy confusos, no saben demasiado lo que quieren. Por el contrario, cuando la mujer encuentra a un hombre sabe, normalmente, lo que quiere de él; sabe lo que quiere dar y recibir mientras que, en general, para un hombre el amor es una emoción fuerte pero vaga, y no sabe exactamente lo que quiere dar o recibir ya que está demasiado preocupado por los problemas sociales».
N.O. – Desde el comienzo de su carrera como realizador, ¿estarían inspiradas por la cara de una mujer?
F.O. – No precisamente por la cara de la actriz, sino por la cara de la mujer protagonista. La actriz no es más que una continuación. Siempre he pensado que las historias, los relatos, no podrían construirse sino alrededor de una mujer, pues las mujeres –y es igualmente en el campo de la literatura- conducen la intriga de una manera más natural que los hombres. Esto, es lo contrario de los westerns, en los cuales desde que pasa alguna cosa –los indios atacan- se esconden las mujeres bajo la diligencia, mientras que los hombres luchan, si yo hiciera una película de vaqueros, me las arreglaría para que las mujeres no permanezcan al abrigo de la diligencia. Tengo la impresión que no pasa nada en la pantalla.
N.O. – De alguna manera ya lo había hecho en El último metro (1980), en donde un hombre permanece bajo la diligencia; es decir, está escondido en un sótano mientras que Catherine Deneuve hace rodar el relato. Y en Vivement Dimanche, Trintignant está todo el tiempo oculto, mientras que Fanny Ardant hace la investigación…
F.T. – Sí, desde que escribo el guión, dejo que las cosas ocupen su lugar. La acción la conducen siempre en las mujeres. Esto puede ser falso, pero yo veo así las cosas.
N.O. – ¿De dónde viene su complicidad proverbial con las actrices?
F.T. – Antes de comenzar el rodaje, primero pienso en el personaje, antes de pensar en la actriz. Pero para El último metro, pensé desde antes en Catherine Deneuve, en su autoridad natural, antes de preferir el perfil de un viejo maniquí arrastrado por las circunstancias al dirigir un grupo de teatro bajo la ocupación alemana en París. En Disparen al pianista (1960) por ejemplo, no encontré a Marie Dubois, sino algunos días antes de comenzar el rodaje. Todo depende del guión…
N.O. – De ese guión precisamente, como el de La mujer de al lado (1981) o de La piel dura (1976), ¿qué habría pensado el Truffaut que trabajaba de crítico en “Arts” o en “Cahiers du Cinema”?
F.T. – Siempre defendí desde el comienzo de los años sesentas, un cine en primera persona, resueltamente autobiográfica y novelada. En esa época, quería defender las películas que se parecían mucho a los libros de Françoise Sagan, y de cierta manera, permanecí fiel a este principio. Me acuerdo de la emoción que me invadió, cuando vi por primera vez Juegos de verano (1951) de Ingmar Bergman: un hombre habla de él y de su vida con suficiente sinceridad como para desencadenar el mecanismo de nuestro propio ensueño. Entonces, ¿he cambiado? No lo creo.
En cuanto a mis aversiones de entonces, me parece que les soy aún fiel: detestaba la adaptación de novelas –como al estilo de “Rojo y Negro” y aún la sigo detestando; odiaba “la película de equipo” –Radiguet + Aurenche y Bost + Auric + Gérard Philippe; es decir, la mejor novela + el mejor adaptador + el mejor músico + el mejor actor…, desconfío de todo esto-, creo además, que este tipo de películas está en vías de desaparición, pues la calidad de los productores, está también en extinción. En la revista “Cahiers de Cinema” defendía a Jean Cocteau, Robert Bresson y Alfred Hitchcock frente a Claude Autant Lara y René Clement. Tengo la impresión que no he cambiado. Algunos juicios de entonces me parecen hoy en día injustos. John Ford por ejemplo, del cual había hablado muy mal –a causa precisamente de la manera como trataba a las mujeres- lo miro ahora como se lee a Maupassant. Por el contrario, había subestimado a cineastas como Otto Preminger o Richard Brooks… Entonces, ¿qué es lo que uno juzga de un cinéfilo? Basta volver a ver una película que se tiene en otra época despreciada, y se encuentra con que dos o tres actores han muerto en este intervalo de tiempo. A uno le da ternura, nostalgia. Ustedes verán un día que los cinéfilos quisieron a Louis de Funes…
N.O. – Sus referencias corresponden a una constante, a la nebulosa Cocteau – Bresson – Hollywood…
F.T. – Cocteau, Bresson, Jean Renoir, Jacques Tati y en alguna manera, algo del cine estadounidense, pero no forzosamente Hollywood.
N.O. – ¿Por qué le gustan tanto los estadounidenses?
F.T. – No me han gustado siempre. Y si me gustan, es porque el público de los campos tiene pocos héroes hollywoodenses: Personas como Antoine Doinel, tan desprevenido ante la vida, se parece secretamente, a algunos estadounidenses de después de la guerra del Vietnam: perdidos y frágiles.
N.O. – Usted no se ha hecho esperar cuando Jack Lang lanzó su cruzada contra el imperialismo cultural de los Estados Unidos…
F.T. – Había mucho malentendido que empezaba a circular. En el fondo, estaba de acuerdo con Lang –no sería más que en el principio de una reciprocidad en los intercambios culturales y cinematográficos-, pero los argumentos esgrimidos por los unos y los otros en el curso de esta polémica, no me parecieron satisfactorios. Resumamos: no se trataba de exigirle a los estadounidenses que pasaran películas francesas en sus canales de televisión, en eso estaba completamente de acuerdo, ¿cómo no iba a estarlo?
N.O. – Su gusto por el cine estadounidense lo ha llevado al punto de aceptar ser actor en una de esas películas de colosal presupuesto, que amenazan a nuestros creadores. Se trata de la de Spielberg…
F.T. – Acepté desempeñar el papel de científico europeo en Encuentros cercanos del tercer tipo (1977), porque Spielberg me lo había pedido y porque me alegraba mucho ser actor.
N.O. – Pero usted ya lo había hecho en algunas de sus películas.
F.T. – Pero en esta, era la película de otro y yo no tenía más que mi propio papel. Creo que aprendí mucho y probé todo lo que los actores deben experimentar cuando les exijo, al filmar para mí: la atención, la angustia, el tiempo perdido, el miedo a hacer algo mal, las pequeñas obsesiones, el placer de ser tomado en cuenta, el aburrimiento.

N.O. – ¿El hecho de haber sido actor para otro realizador, ha cambiado sus relaciones con los actores?
F.T. – Evidentemente. Un actor tiene tiempo de ver a su director, de identificarse con él, de asumir como propias sus manías, sus gestos, su apariencia…
N.O. – Es verdad que Charles Aznavour, Jean Pierre Léaud o Jean-Louis Trintignant, actores con los que ha trabajado, se le parecen mucho.
F.T. – Esta semejanza es compleja y no pasa sólo por alguna semejanza física. Un actor dice las palabras que yo escribo, y para decirlas como yo las quiero escuchar, debe encontrar el ritmo, la entonación que es la mía cuando yo la escribía. Luego terminaría necesariamente por pensar o respirar como yo, igualmente si al comienzo está lejos de lo que yo soy.
N.O. – ¿Qué quiere decir?
F.T. – Que existen los que se contentan con ir sobre rieles, cambiando de vía de vez en cuando, como Catherine Deneuve; los que le dan confianza a su propia intuición como Jeanne Moreau; y los que, por angustia profesional, quieren conocer todo acerca del papel que se les asigna: Isabelle Adjani, por ejemplo, gustosamente leyó casi cincuenta libros sobre Victor Hugo, antes de empezar el rodaje de La historia de Adela H (1975).
N.O. – Habla de sus actores como un novelista habla de sus personajes.
F.T. – Se debe posiblemente a que la literatura guarda mi predilección. Pero ante una historia, la pienso en términos de imágenes y no de palabras.
N.O. – ¿En qué literatura piensa?
F.T. – Es difícil de decir: en Henry James, algunas veces en Jacques Audiberti cuando me muestra una mujer mágica; en otros seguramente, no sé… En efecto, en lo “novelesco” tengo la nostalgia de no pertenecer solamente a la novela: ¿“cómo se habría filmado esto en una película muda?”, ¿cómo se tomaría allí un escritor?”. Pero en el cine, y cualquiera que sea nuestro amor a las palabras, la aceleración de una intriga, el cambio de un ritmo, está radicalmente en la imagen.
N.O. – ¿Le gusta hacer citas en imágenes?
F.T. – Seguro, pero la cita en el cine exige prudencia. Sé, sin embargo que para algunas escenas –un crimen o un robo-, está la “solución Renoir”, o la “solución Lubitsch”. Inconscientemente me inspiro. Después de todo, la historia del cine se desarma igualmente como una biblioteca: hay estantes en donde el realizador puede sacar una película o un director, a condición de no ser servil con su admiración.
N.O. – Luis Buñuel acaba de morir. ¿Su obra lo inspira?
F.T. – Lo que admiraba por encima de todo en Buñuel, era su arte en el manejo del “flash-back” –recurso difícil, puesto que siempre es engañoso cuando la imagen encuentra el presente-. En películas como El (1953) o Ensayo de un crimen (1975), Buñuel supo lanzar su relato cuando el flash-back se terminaba y reunía el tiempo real de su narración. Todos los que trabajan sobre su memoria y han recurrido a este procedimiento, estarán por largo tiempo agradecidos.
N.O. – Habla con gusto de sus padres cinematográficos; ¿piensa en aquellos que se toman como sus hijos?
F.T. – Si un cineasta es consciente de lo que le debe a los otros, es raro que reconozca lo que le deja a los demás.
N.O. – Después del Mayo del 68, defendía el melodrama novelesco contra un cine más teórico. Usted estaba más solitario que hoy.
F.T. – Claro. El contexto cambió y el melodrama novelado encontró en el cine la legitimidad que había perdido. Pero yo no tengo la pretensión de atribuirme mucha importancia en ese cambio de sensibilidad o de estética. Nuestra época no es la misma que la de los años sesenta. En ese tiempo, todo estaba políticamente bloqueado y no había alternativa. Parece que el conformismo, la revolución y el cine de entonces -huyendo de las narraciones escandalosas, más que hacia imágenes o sentimientos- se resintieron. Con la muerte de Mao el 9 de mayo –y estos son símbolos-, el “todo o nada” de los años sesenta se vuelve más tolerante e igualmente ocurre en el cine y en la novela: reconquistan un derecho de ciudad. En esta armonía estabilizada, en este clima de alternancia, se siente la necesidad por preferir las ideas de los seres humanos. En esta consideración, y la política que no es para mí más que una débil parte de la realidad, no me contaría entre los decepcionados del socialismo…
* Tomado de LE NOUVEL OBSERVATEUR No. 978 del 5 agosto de 1983.