Imagen: Juanjo Muñoz
Llegó primero la ciencia a la explicación del hambre arcaica del triángulo de las Bermudas por todo lo que hubiere inventado la humanidad que el hombre al sitio que le pertenece y al que debería regresar de una vez por todas antes de que se extinga por completo, porque es el único sitio del que jamás debió de moverse. Y es que, como cabe suponer, es mucho más fácil llegar a donde no hay nadie esperándonos que a la plaza pública donde se encuentra la multitud que, con meses de anticipación, y sin saber cómo, o realmente para qué, pagó por nuestra presencia. Casi siempre tiene más horizonte frente a sí aquel que tiene tiempo de detenerse a observarlo, bien sea a pensar o simplemente a quedarse quieto un momento mientras, que el que no puede ni detenerse a tomar un café por miedo a ser perseguido por las hordas de seguidores que se desviven por su presencia.
Solemos creer que porque la ciencia avanza todos lo hacemos con ella o, lo que es peor, a la misma velocidad, pero basta con darle una hojeada a las revistas científicas, en donde anuncian desde una mezcla de químicos, liberados desde un avión, que convierten el dióxido de carbono en piedras del tamaño de una cabeza de alfiler hasta máquinas gigantescas que trasladan los conocimientos de una cabeza a otra sin causar el más mínimo dolor o herida, y que no sobre decir que tampoco dejan el recuerdo de ello, para darnos cuenta de que mientras la ciencia viaja a la velocidad de la luz, nosotros lo hacemos a velocidad de galápago centenaria. Y todo esto viene a colación porque ayer recibí una llamada de una compañía estadounidense sin escrúpulos, como casi todas las de allá, y no revelaré su nombre porque yo sí los tengo, ofreciéndome sus servicios de CAE: Conocimiento Alojado en el Exterior. Lo primero que hice, porque no le temo a dios, fue preguntar qué era eso, a lo que me respondió una muchacha de unos veinte años, con acento extranjero, que era tan simple como que en mi cabeza, en algún lugar que ya no recuerdo su nombre, me sería instalado un chip que me transmitiría, desde sus servidores alojados en Alaska, vía satelital, la información que la parte de mi cerebro que pregunta solicitara, cada vez que fuera necesario y cuantas veces sucediera. En resumen, la señorita me estaba ofreciendo todas las respuestas del mundo, todas las de la historia, las del pasado y las del futuro, quizás hasta las que jamás fueron oídas por alguien más que por quién se las formuló. No lo tuve que pensar para negarme, por más ruegos y ofertas tentadoras que me hizo ella, entre las cuales estaba el paquete Familia a mitad de precio que constaba de un chip en cada miembro de la familia con las mismas características, o el paquete Oro con un descuento igual a mi edad, que más que respuestas, ofrecía un chip adicional que me inyectaba, en poco más de una semana, todas las preguntas dadas a lo largo la historia y, por supuesto, el medicamento para no convulsionar ni perder la cordura debido a la sobrecarga de información. Me negué porque no me interesaba, ni me interesa, nada de lo que me ofreció, y porque el precio no lo habría pagado ni por la inmortalidad. Y no es porque hubiera sido un valor elevado o inalcanzable, sino porque no era metálico sino carnal. Nada más y nada menos que mi cuerpo para la siembra de su tecnología: aparte del chip, o los chips que me fueron ofrecidos, mi cuerpo sería drenado con un aceite que remplazaría a mi sangre que, mientras yo disfrutaba de todos los beneficios de las preguntas y las respuestas, y prácticamente me convertiría en un vehículo al que tendrían que remplazarle, gratis por supuesto, el aceite cada tantos miles de pasos, sería comercializada en los mercados negros del mundo porque, como siempre ha sido, la sangre es la moneda universal y es apetecida por todos los hombres mucho tiempo antes de que lo lleguen a saber, si es que llegan a ese sitio de donde nunca debieron salir.