Estábamos todos en el apartamento de nuestra amiga. A mi hijo por momentos se lo escuchaba gritar eufórico en el segundo nivel, pero después permanecía en silencio con su amigo, como arrobados por algo o tal vez acumulando energías para una próxima seguidilla de alaridos jubilosos. Mi esposa y yo estábamos escuchando muy atentos el relato pormenorizado de nuestra amiga sobre cómo se desvanece un amor de más de veinte años. Desde que lo conocí supe que era el hombre de mi vida, dijo; recuerda que lo vio y fue como si algo hubiera crujido dentro de ella, como si algún mecanismo se ajustara o una pequeña rendija se ensanchara en su espíritu para que por ahí se escurriera hacia adentro todo ese amor que se le venía encima.
No se equivocó, por lo menos no en ese momento, pues después de una amistad fugaz y un noviazgo decente que les espió con paciencia su tránsito desde la adolescencia hacia la adultez, al final todo se precipitó hacia el matrimonio, a varios años de convivencia en pareja y unos hijos preciosos que secundaban al mío en aquellos chillidos festivos que nos llegaban desde arriba. Con los abrumos de la cotidianidad no solo llegaron pequeñas discusiones y desavenencias en el día a día, sino que también comprobaron cómo se decantaba, maduraba y afianzaba ese amor que había arribado impetuoso para trastocarles sus años juveniles y ahora les mostraba también su lado más sereno. Entre los dos dieron forma a la más genuina versión de la felicidad. Pero un día todo se desvaneció, como si aquella llama que les había alumbrado el camino e insuflado vida, decidiera extinguirse ante el chasquido de unos dedos; fue de lo más extraño, nos cuenta, porque aunque algunos tropiezos les habían sacudido el hogar en los últimos años, ella nunca vislumbró la vehemencia de lo que había venido reverberando dentro de él. Así que todo lo percibió como si se tratara de una fugacidad impetuosa, una fuerza destructora que no reparaba en lo que estaba a punto de arrollar, como si fuera una ola que no se percata de haber arruinado un monumental castillo de arena en el que alguien había trabajado con esmero.
Pero lo más extraño, cuenta, fue la forma como se transformó ese ser humano con el que había estado conviviendo durante los últimos diez años de su vida. Un día llegó a casa, dejó sobre la mesa del comedor unos papeles que traía y le soltó de sopetón que ya no la quería, que empacaría sus cosas y se marcharía de casa para no regresar; a ver a los niños sí, claro, pero no a ella, porque hacerlo sería claudicar a un nuevo propósito en su vida que le hacía muecas y prometía felicidad desde otro lado. Nos cuenta que sus facciones se tornaron severas, que su voz era inflexible, extrañamente serena, que no vaciló para nada, que el hombre que era el hombre de su vida se escurría desde adentro hacia afuera por la misma rendija por donde había entrado. Mientras ella no entendía lo que pasaba, mientras algo se descosía en su interior, a él se lo veía con una resolución pasmosa que dejaba salir palabras con una perorata que lo devastaba todo.
Después vinieron los aspectos legales, la forma en que el hombre de su vida quería despojarla de aquel patrimonio que habían construido juntos para el futuro de los niños, que ahora se reían desde alguno de las habitaciones de arriba por alguna pilatuna momentánea. Uno no sabe con quién se casa, nos dijo, pero sí descubre después de quién es de quien se separa. La frase no es de ella, claro, pues varias veces la he escuchado y descargado en memes virulentos que saltan de teléfono en teléfono. Pero pasa que mientras la veía contarnos todo, sin el menor asomo de dolor, como si el cinismo del hombre de su vida la hubiera dopado para que no se desquiciara, comprobé también que el amor es una fuerza brutal que a unos les revela su luminiscencia, a otros los enmascara, a otros los arroba y embelesa para que no adviertan la ruindad de quien los ama. Es un impulso vital que magnifica y desenmascara con el mismo ímpetu. De tal manera que aquella mujer que nos hablaba tuvo que constatar cómo aquel ser acorazado de virtudes, se convertía en forma repentina en un muñeco de hojalata desgonzado y maltrecho.
El amor es así, llega cuando quiere y se va cuando le viene en gana. Tal vez esa misma voracidad que los había unido hace ya tantos años, es la que ahora lo hala solo a él hacia tierras que le parecen más fértiles. Muy sabio aquel que dijo que el amor es eterno mientras dura. Pero más sabio será aquel que nos explique cuál es la lógica que sostiene a esos amores duraderos, cuál es la filosofía en la que se fundan aquellos que son tortuosos, truncos, los que llegan a tiempo y a destiempo, los que persisten con una solvencia encomiable hasta que les llega el día en el que ellos también se extravían.
Andrés Mauricio Muñoz