Por Juan Felipe Garcés Gómez[1]
«Como escritor no me interesa responsabilizar, sino describir con precisión»
(Kertèsz, 2007, pág. 126)
A Gabriel Murillo.
“El día final del mes de marzo el escritor húngaro y premio Nobel de literatura, Imre Kertész, fallece a los 86 años en su ciudad natal”. Este sería un aceptable comienzo para uno de esos obituarios escritos antes del deceso del afamado que merece ocupar un espacio en un medio de comunicación. Imre Kertész fue premio Nobel de literatura en 2002 y eso lo hacía merecedor del interés mediático. Los medios académicos, sin embargo, guardaron silencio en Colombia. Y los lectores de Kertész lo agradecemos. Penoso sería que en los homenajes académicos al escritor húngaro pasara lo que aconteció a Eco: hubo quien se ufanaba por hallar el florilegio no citado de donde éste sacó todas las citas latinas que hay en El nombre de la rosa, y otro, del cual no sabemos si lamenta la muerte del escritor italiano porque ya no le otorgará el honor de ser leído por él o porque no publicará más. Así son los obituarios académicos.
La muerte de Kertész a una avanzada edad es, para sus lectores, algo digno de mención. Frecuentemente en sus ensayos se preguntaba por qué no se suicidaba. Jean Améry, Paul Celan y Primo Levi, todos ellos sobrevivientes a los campos de concentración nazis, se suicidaron. En unos de sus libros esboza una respuesta descorazonadora:
“Empiezo a comprender qué me salvó del suicidio (…) la «sociedad» que tras la vivencia del campo de concentración demostró en la forma del llamado estalinismo que no se podía ni hablar de libertades, liberación, gran catarsis, etc., de aquello que los intelectuales, pensadores y filósofos de otras regiones del mundo más afortunadas no sólo mencionaban, sino en lo que a buen seguro también creían; me salvó la sociedad que tiene garantizada la continuación de una vida esclavizada que de este modo excluía también la posibilidad de cometer cualquier error”. (Kertész, 2004, pág. 271)
Lo que salvó a Kertész, entonces, fue que pasó del campo de concentración nazi al totalitarismo estalinista. Y en ello reside el enorme valor de la experiencia vital hecha literatura que nos ofrece este escritor húngaro. La vida vivida en los ambientes concentracionarios que ofreció el siglo XX. La narrativa del horror. Esa experiencia vivida y narrada es la que encontraremos en su legado. Una experiencia vital que podemos leer en Un relato policíaco (Kertész, 2007) donde se traslada la acción a un país de Latinoamérica para sugerir el agobiante peso de la omnipresencia policial – vivida en Hungría- y denunciar el objetivo de la misma: “¿y tú? – Preguntó Díaz-. ¿Tú qué quieres, Rodríguez, hijo mío? –El orden, pero que sea el mío. (Kertész, 2007, pág. 86)”.
Kaddish inicialmente fue una oración judía donde se pide que se acelere la llegada del mesías y, con el tiempo, se convirtió en una oración pública por los difuntos. A la muerte de Kertész me atrevo a escribir y a pedir que se acelere la inauguración del tiempo mesiánico que para el escritor húngaro es una “cruel gracia” que le exigió desechar todo tipo de explicación “racional” de lo acontecido en los campos de concentración y plantearse que su tarea era: “No rechazar, sin aceptar, no decir no, sino sí, llegar a las puertas misteriosas de la vida, de la vida verdadera, no falsificada por las ideologías, purificada de las contaminaciones de mi yo. ¿Se abrirán? (Kertész, 2004, pág. 271)
Esas “puertas misteriosas” le plantean a Kertész una pregunta radical antropológica en su obra: “¿Qué posibilidades tiene el arte cuando ya no existe el tipo humano (el tipo trágico) al que nunca ha dejado de describir?”. Puesto que el humano que emerge ahora es “El hombre funcional”, aquel ser humano que “ya sólo se adapta”. En palabras del Nobel:
El hombre funcional. Las formas de instituciones de la estructura moderna de la vida (…) La vida individual es únicamente el símbolo de una vida semejante, está determinada de antemano y sólo ha de ocupar el lugar que le ha sido asignado. Por consiguiente, nadie vive su propia realidad, sino solamente su función; nadie vive existencialmente su vida, esto es, su propio destino, que podría suponerle un objeto para trabajar, para trabajar en sí mismo. El horizonte del hombre funcional no es ni «el cielo estrellado» ni el «orden moral inherente al ser humano», sino los límites de su propio mundo organizado: la ya mencionada pseudorrealidad. (Kertész, 2004, pág. 11)
Este hombre desaparece como individuo y afecta el modo mismo de escribir y teorizar la escritura, la narrativa, la poética. Para el escritor húngaro “El gran descubrimiento de la nueva prosa” es “eliminar al ser humano del centro de las cosas. Un cambio cualitativo que transforma la novela –y también la poesía-en texto, en mero texto, del que han extraído el sujeto como han hecho las estructuras objetivas y de poder del mundo, que han desmontado al individuo y lo han reducido a simples impulsos”. (Kertész, 2004, pág. 64). Sin embargo sus escritos y entrevistas muestran una afirmación de su individualidad más allá de sus adscripciones étnicas o como resultado de su condición de sobreviviente. Él es y quiere ser recordado como escritor. Ahora bien, un escritor del horror. Y como escritor del horror vivió lo impensable de nuevo cuando fue rechazado su primer texto porque, en palabras del editor, «consideramos que la formulación artística dada en la materia de su experiencia no es acertada, aunque el tema es terrible y estremecedor», y concluyó, «que la novela no se convierta en una experiencia estremecedora para el sector se debe básicamente a las reacciones extrañas», a «sus frases tan formuladas con torpeza y falta de claridad”. (Kertèsz, 2003, pág. 130). El horror narrado no es editable por razones de forma.
Sin embargo, para Kertész, es claro que “el campo de concentración únicamente puede imaginarse como texto literario, no como realidad. (Ni siquiera cuando la experimentamos; quizás entonces cuando menos lo experimentamos como realidad.) (Kertész, 2004, pág. 222). Por ello, el golpe recibido del editor hace que el escritor húngaro se comprenda como autor más allá del “realismo” exigido por el régimen. Para Kertész su tarea no es evidenciar la verdad, de hecho escribe: “No sé si mi tarea, en general, consiste en saber qué es la verdad. El artista poseedor de la verdad suele ser un mal artista. Quién tiene razón generalmente no la tiene. Respetemos la falibilidad e ignorancia del ser humano; no hay nada más triste que tener razón (Kertèsz, 2007, pág. 157).
En estos tiempos de posconflicto, como los que ahora vivimos, nos abocamos a la narrativa de nuestro horror local, al relato testimonial, al relato de las víctimas. En la narrativa y el ensayo de Kertész hallaremos, no lo dudo, el sentido de narrar el horror. Una narrativa que va más allá de la pretensión de veracidad jurídica y nos abre el amplio espectro de la literatura, de la ficción que se aboca al horror.
BIBLIOGRAFÍA.
Kertész, I. (2001). Sin destino. Barcelona: Acantilado
Kertèsz, I. (2003). Fiasco. Barcelona: El acantilado.
Kertész, I. (2004). Diario de la galera. Barcelona: Acantilado
Kertész, I. (2007). Un relato policíaco. Barcelona: Acantilado.
Kertèsz, I. (2007). Dossier K. Barcelona: Acantilado.
[1] Profesor Dirección Regionalización, Seccional Oriente. Coordinador Regionalización Instituto de Filosofía.
Foto tomada de El Confidencial.