Abecé

Imagen: Nane

Esto que escribo es una luz que se encendió en mi cabeza sin necesidad de electricidad. Y sucedió en el momento exacto en que vi la noticia de la creación de una lámpara que, al absorber la misma cantidad de dióxido de carbono que quince decenas de árboles al año, alumbra varios días sin necesidad de pagar una sola factura. Una cosa más que le debemos a la fotosíntesis y a las algas, de las que poca gente habla en las veladas políticas del cambio climático o en las de economía, donde sólo son invitados los elegidos del sistema, o los que ya vendieron a buen precio su alma. Sucedió en mi cabeza, decía, como una especie de milagro, como si una mano misteriosa lo hubiera sembrado allí por algún motivo que mis sentidos no llegan a comprender todavía ni jamás. Sucedió de la misma manera que vi, en el mismo lugar inexistente en Internet, que hay una gasolina creada a partir de plástico, que es algo así como decir que los hombres son creados a partir de los residuos de otros hombres.

Sabiendo ya que somos material reciclable, y que, por supuesto, hemos pasado, estamos pasando y pasaremos por todos los estados de la materia, que hemos sido piedras, árboles, trozos del sombrero de Pessoa, saliva del diablo, enaguas de ángel y quién sabe cuántas cosas más, me dispuse a investigar la cantidad de cosas que, ahora mismo, son yo o, dicho de otra manera, están siendo yo. Es decir, me descompuse en trozos tan chicos como para poder decir, por ejemplo, que uno de ellos era una escama de dinosaurio, o un diente de tiburón, o un trozo de cascarón del que salió Condorito. El caso es que, cuando los tuve separados y seleccionados por tamaño, forma y color comencé con la identificación y respectivo registro en mi cuaderno de notas, el mismo en donde, páginas atrás, habían unos versos sueltos que no significaban gran cosa para el avance del mundo, pero que seguramente terminarían en alguna página de algún libro para olvidar. En principio no sabía cómo dividirlos, por lo que me tomé la molestia de hacerlo alfabéticamente, como si se tratara de un diccionario. Lo primero que hallé fue la palabra Aire, aunque estoy seguro que de haber escarbado un poco más hubiera sido la letra A porque todos, en diferente proporción, somos la letra A y, por ende, la letra Z, aunque se nos haya dicho desde siempre que no somos ni los primeros ni los últimos y que no debemos ser los últimos aunque sí los primeros en todo lo que intentemos. Lo que me hizo pensar, antes de pasar a la siguiente palabra, que si somos todas las letras también seríamos todas las cosas a la vez, y nunca estaríamos a salvo de ser, por ejemplo, Donald Trump o alguno de sus millones de billetes en el banco ni mucho menos uno de los ladrones que fundó los mismos blandiendo la bandera de la paz. Aunque aterrador, me fue útil descubrirlo para poder tolerar pero sobre todo entender la justicia del mundo y saber que ella también está compuesta en partes mínimas por cada uno de nosotros. Pero lo que no me quedó claro por completo fue la proporción de justicia que habría en mi cuerpo porque los trozos, por más que lo intenté, no tenían un igual y, por el contrario, parecían competir por ser el último en ser seleccionado pero a la vez por ser el primero en dejar de ser visto como un simple trozo de mí.

Esto que escribí fue una luz que se encendió en mi cabeza sin necesidad de electricidad hasta que se encendió en su cabeza con ayuda de la electricidad oculta en las palabras. Recuerden no irse a dormir dejándola apagada, porque jamás se sabe cuándo es necesaria una luz al final del tan concurrido túnel imaginario que somos.

Sergio Marentes

Animal que lee lo que escribe. Cabecilla del colectivo poético Grupo Rostros Latinoamérica. Fue fundador de «Regálate un poema» y editor de la revista Literariedad. Colaborador de diferentes medios Hispanoamericanos con aforismos, poemas, articuentos, cronicuentos y relatos de diferentes tipos. Ha publicado el libro de relatos «Los espejos están adentro» y ocho libros de poemas que no ha leído nadie.

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