Por: Elbert Coes
Teatro Santiago Londoño, 7 de marzo de 2012
A las 2:20, me metí en el camerino, donde solían cambiarse los actores de niveles avanzados; había cogido aquella costumbre, no sé si para no estarme apretado en el cuarto que mi grupo usaba, acá me sentía cómodo pues permanecía algo solitario y era mucho más amplio, como si todo el espacio fuera sólo para mí. Estaba con Angie, que en algún momento desapareció y no la volví a ver sino hasta que empezó la clase. El hecho es que en el camerino había un joven, —y tal vez fuera por ello que la chica se esfumó como por arte de magia—; era delgado, blanco, de pelo castaño y con un copete en la coronilla. Le vi cuando recién llegó: en ese momento tenía una mirada apacible y vestía muy alternativo, con pantalones rojos ajustados y entubados, y una camisa negra de manga sisa; llevaba tatuajes en los brazos, probablemente un piercing aunque no recuerdo exactamente en qué lugar de su rostro lo exhibía. Me dio la impresión, mientras conversaba con Yordi en el hall, que este tipo me había saludado; sin embargo, fue solo una impresión.
Ahora en el camerino, ya usando ropa adecuada para la clase, completamente de negro, estiraba sus músculos, calentando manos y hombros, preparándose para el entrenamiento del día. Mientras hacía esto se miraba al espejo de manera concentrada. Me causó curiosidad puesto que yo había visto e identificaba algunos individuos del otro grupo, pero no lo reconocía a él además, porque el horario de clase de ellos casi nunca se cruzaba con el nuestro, entonces, mientras me quitaba los Royal de mis pies, lo interrogué:
—¿Usted es nuevo o del segundo nivel?
Su respuesta tardó unos segundos, como preguntándose si acaso yo le hablaba a él; estaba tan distraído —o tan concentrado— que parecía ignorar que éramos los únicos en el aula.
—No —dijo— yo soy del nivel avanzado.
Ni su cuerpo, ni el sonido de su voz me invitaron a continuar la conversación; andaba en lo suyo, en sus pensamientos, cálidos o fríos, solamente suyos, de los cuales nadie le sacaría. Me vestí al compás y tiempo de siempre, y me fui a clase olvidando por completo el incidente.
Lunes 12 de marzo.
Había querido caminar, pero no lo hice. El tramo me tomaría una hora por lo menos y había salido tarde; así que abordé una buseta. Llegué como siempre, temprano, me senté junto a la mujer de la caseta a esperar mientras fumaba un cigarrillo. Después de un cordial saludo, a la llegada de Angie y de otra chica cuyo nombre no recuerdo, la mujer de la caseta comentó:
—¿Ya saben que el viernes se mató uno de los muchachos de teatro, uno de los del otro grupo?
Cuando escuché “se mató” pensé en un accidente de tránsito.
—¿Cómo así? —preguntó Angie.
—Se suicidó—dijo la mujer de la caseta—, quién sabe porqué, seguramente estaba aburrido. Uno nunca sabe.
Yo me llené de curiosidad.
—¿Quién fue? ¿usted lo conocía?
Ella me dijo su nombre, “Ángelo”, pero yo no entendía por nombres, y le pedí que me lo describiera.
—Era uno monito —dijo— delgado, que vestía con ropas extravagantes; era muy callado, y en sí, casi nunca hablaba con nadie.
Inmediatamente asocié la explicación con este chico con quien había intentado entablar conversación la semana anterior. No obstante las dudas, dije:
—Ya creo saber quién era.
—Sí —dijo la mujer— se colgó con una soga en el Pereira Plaza.
Entonces mi mente recreó de repente la escena: al sujeto parado en uno de los pasillos frente al vacío, amarrando con naturalidad la cuerda a la baranda mientras la gente va y viene sin percatarse del acto. En un momento el joven suicida comprueba la resistencia de su arma, se la pone al cuello y salta. No sé si fue así, y me hubiera gustado saber más al respecto, incluso minutos después cuando me encontraba a un estudiante avanzado en los camerinos, quise hablarle del tema, pero este me evadió. Pensé: la gente teme hablar de estas cosas; será porque dentro de cada uno de nosotros existe un pequeño, frío y calculador materialista, y un ingenioso y potencial suicida.
Finalizaba la clase cuando, de rodillas en el suelo del escenario, el profesor habló con voz profunda sobre el suceso que yo ansiaba oír:
—Estamos preocupados porque el año pasado se suicidó uno de nuestros alumnos, este año volvió a hacerlo otro.
Nadie habló y él se dedicó a darnos las lecciones de vida que ya tenía aprehendidas. Yo esperaba que el tema del suicida tocara fondo, pero tampoco fui capaz de proponerlo. Cuando susurré que el suicida había tomado una gran decisión mi compañero de al lado me dijo que no gozara de ello ya que era una cuestión de extrema seriedad. Tal vez lo sea, tal vez no. Lo cierto es que al suicida ya nada le importa. El tema, si acaso reviste alguna seriedad, la tiene para los vivos.
Por esos días estuve acongojado. Me había entrado el existencialismo y por donde iba, cada cosa que hacía, cada nombre que pronunciaba, cada palabra, me traía la imagen de aquel muchacho tan joven y tan austero, tan decidido. Me recuerdo en la buseta, siempre solitario, sin amor y con amigos ausentes y distantes, deseando odiar a la mayoría de ellos, en especial a aquellos que osaban ser los mejores en los buenos tiempos; pensaba sí en algún momento de mi vida, sin importarme los prejuicios, el qué dirán después o el dolor momentáneo, tendría la capacidad para poner en movimiento una obra maestra como la del suicidio. No pasó mucho tiempo para encontrar una respuesta: no era capaz. Ciertamente he entrado en los más oscuros de mis propios callejones, me he sentido vacío, pero tengo razones para no morir, y aunque cada una de ellas por momentos parece absurda, suelen recobrar valor y me devuelven al vuelo.
En aquellos días grises fui capaz de confesar a un buen amigo que me sentía solo, muy solo, y que a veces me ahogaba en un vaso de agua, que quería revivir, que sentía haber desperdiciado años de mi vida en cosas banales; él, muy efusivo y dinámico, me dio unos sermones y algunos concejos que le aseguré pondría en práctica. Sin embargo, aunque asentí mucho mientras hablaba, supe que no haría nada de lo que me mandó hacer.
Varios días más tarde, un martes, al tomar un recodo en la calle 21, justo en la esquina me encontré con ese chico silencioso al que en principio había confundido con Ángelo, el suicida. Sentí que sus ojos me juzgaron, como si me reconocieran: sabían que yo sospechaba de él como asesino de su propio cuerpo. Sentí vergüenza por haberme hecho cavilaciones erradas. «Bueno», susurré volviéndome a mirarle por encima del hombro cuando se iba calle abajo, «al menos este hijueputa está vivo».
*Elbert Coes es escritor y abogado. Este texto fue producto del taller de crónicas realizado en la SALAestrecha durante el FELIPE III (3er Festival de Literatura de Pereira) en octubre de 2016. Fotografía de Felipe Chica.
Hay algo perturbador y sutil en la forma como construyes la historia. No es suspenso. No es terror. No es drama. Pero está ahí, y es capaz de quebrarle los huesos al lector.