Imagen: Francesca Girardi.
Como sucede con casi todo en estos últimos tiempos, un grupo de científicos descubrió la cura contra la leucemia, casi por error que la inventó, y logró sanar a una paciente que la padecía inyectándole una vacuna contra el sarampión, por casualidad, porque sí o porque hasta en el ámbito científico hay cabida para los que arriesgan su propia vida por los demás, por el resto de la humanidad, o simplemente porque estaban distraídos, pero eso ya no importa. Así quisiéramos algunos que, aunque fuera por error o de carambola, se curara también el analfabetismo con un analgésico genérico de los que rebosan los cajones de las farmacias, pero sabemos de sobra que esto no es ni tan fácil ni tan conveniente porque si todos supiéramos leer, y peor todavía, si todos fuéramos lectores, el mundo no tendría el orden que hoy tiene, y los ricos del mundo no lo serían tanto porque los pobres del mundo no lo serían tanto, además que las grandes farmacéuticas se preocupan tanto por nosotros que tan pronto uno de sus desarrollos ya está generando un bien a la salud ellos empiezan a desarrollar el medicamento que la deteriora de otro modo, casi siempre de manera silenciosa, como los mejores asesinos. A mí me bastaría que por error nos curaran la indiferencia por el prójimo, y que se nos permitiera intercambiar, por decir algo, los dolores o las enfermedades con los demás para poder, ahí sí, ir a las iglesias a lucir en silencio nuestras donaciones, o las de los demás en nuestro cuerpo sin tener la necesidad de donar nuestro dinero, sobre todo porque ningún dinero es nuestro. Me bastaría también que a través de una inyección ajena, me ofrecería como blanco, los que le temen a las agujas y a la misma sangre, así sea la propia, pudieran donarla sin morir en el intento, salvando vidas o, por qué no, que por medio de lo que todos hacemos por otros a diario lográramos estar en paz antes de conciliar el sueño y sin deberle a alguien por el uso de nuestro tiempo libre, porque todo el tiempo es libre, aunque nos digan lo contrario los que lo venden al mejor postor. Cuento esto de las farmacias y los medicamentos porque me sucedió esto que les contaré: fui a la farmacia a comprar un poco de alcohol y me vendieron una botella con un líquido mágico que, al llegar a casa y aplicarlo sobre la herida que tenía, esta lo bebió y comenzó a hablar lenguas, lenguas de borracho, por supuesto, y repitió una y otra vez que dios es un invento de los que no tienen heridas hasta que le interrumpí para preguntarle por qué decía eso. Me respondió preguntándome si yo conocía a un leproso pastor. Le respondí también preguntándole si el universo mismo era dios. Así conversamos bastante sobre dios y su veracidad, también de filosofía y poesía sin que esto me pareciera del otro mundo, como si hablara, como lo hago a diario, con la voz interior que ni siquiera sé si existe, que no he podido ni ver ni tocar, pero que siempre está allí, para cuando no hay más interlocutor que el silencio, y cuando tengo grandes preguntas que hacer. Tal vez me sucede eso porque no nací con la enfermedad de la indiferencia hacia mí mismo, hacia lo que me habita aunque no sepa lo que es, y porque nací con una enfermedad que mantiene mi piel con al menos una herida fresca, dispuesta a responder con una pregunta cuando le pregunto por qué yo.
Ya lo diría el biólogo Edward Osborne Wilson, además ganador de Pulitzer, que sugirió eliminar la religión para que la humidad progresara y, al decir esto, se salvó de milagro de que le cayera una peste que lo convirtiera en un mortal más. Seguramente lo dijo con la intención de ser oído, ya se sabe que aquellos que difaman del nombre de dios tienen más enemigos, que es lo que en realidad necesita un verdadero científico, un verdadero artista, y un verdadero dios.