Por Rigoberto Gil Montoya.
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Pensará el lector que pretendo hacer literatura para no atender a mis obligaciones académicas y de curaduría. En aras de la verdad, debo decir que el guacal con la máquina me llegó un martes, poco antes de las tres de la tarde. Todo cambió desde ese momento para mí. Tuve la sensación de que alguien me ponía al descubierto.
La irrupción a mi mundo privado no podía obedecer a la mera casualidad, porque en mi mundo no existe ni lo casual ni lo repentino. Existen los hechos que provocan otros hechos. Presumo que todo obedece a un sistema de relaciones que impulsa la lógica de lo cotidiano. Lo peor era que nada podía hacer por detener lo que a partir de allí se desataría: dos días después de recibir la máquina y, con esta, un sobre de manila, recogí en mi casillero el mensaje de la directora Rivas que me pedía ir a su despacho cuanto antes: “Sobra decir que me encuentro desconcertada”, así cerró su recado. Ese jueves en la noche sonó el teléfono en mi apartamento. Era Vanessa Cortés, una chica que solía brillar en clase por su vulgaridad en el vestir y por sus despistes conceptuales:
—Conocimos a su amigo Leopoldo Vallejo. Lo conocimos casualmente en la Charcutería Alemana de la calle Rosellón. Muy querido su amigo, ¿sabe?, bastante locuaz. A Marcos le cayó muy bien. Me pidió que lo saludara y que le dijera que desea verlo antes de su retorno a España. También me preguntó por su madre, que si ya sabía algo de ella. ¿Qué le digo?
—Nada —le dije—. No le diga nada —y colgué, sin poder ocultar mi enfado.
Ningún encuentro con Leopoldo Vallejo podía considerarse de orden casual. No había conocido a nadie que se moviera por la ciudad con tanta cautela y resquemor. De hecho, por él adquirí la manía de vivir alerta, la costumbre de camuflarme en suburbios modestos para evitar llamar la atención, la necesidad de cambiar a menudo las rutas de desplazamiento. Si había ido hasta la calle Rosellón de la zona oriental, era porque necesitaba conectarse con los chicos, y gracias a su cadena de informantes supo que ellos frecuentaban el sector de la Cinemateca Lugosi y, a un lado, la Charcutería Alemana. Vanessa Cortés actuaba como intermediaria, de modo que se había creado entre ellos algún tipo de vínculo, y no podía descartar que la citación de la directora Rivas tuviera que ver con este incidente.
Era julio y aún no había registrado en la plataforma electrónica las notas de todos mis estudiantes, así que andaba preocupado con los tiempos de entrega, porque ya la directora Rivas me había llamado la atención y solo tenía hasta el viernes siguiente para cumplir con la tarea:
—Claro, si es que todavía estás interesado en orientar el próximo seminario —agregó, con esa sutileza que le es dada a las mujeres que saben administrar el poder universitario frente a individuos transitorios, sin una carrera laboral estable y, en mi caso, con circunstancias personales que preferiría no tocar por el momento.
Todavía faltaba por evaluar cuatro propuestas artísticas, una de las cuales venía contenida en el guacal. No estaba bien que este material llegara de repente hasta mi apartamento, esa tarde más o menos a las tres. La propia directora Rivas había sido enfática al respecto: todas las propuestas debían llegar a su oficina y desde allí se trasladarían al salón H, un lugar amplio y tranquilo, ubicado en el ala norte del edificio de Artes, donde los estudiantes solían exhibir sus obras ante maestros y jurados. De hecho, allí evalué el trabajo creativo del resto del grupo y esta vez había permitido que la exposición fuera visitada a un mismo tiempo por el público de Artes Visuales, pues deseaba recoger, como parte de los elementos a examinar, la impresión que estas obras despertarían allí expuestas.
Bajo el título “Contra El Quijote”, cada estudiante debía proponer la materialización de una obra que sintetizara el contenido de un texto literario seleccionado a mi criterio. El resultado era más que satisfactorio, porque en sus propuestas encontraba recursividad en el uso de materiales, irreverencia y sarcasmo en el juego de la representación, profundidad en la síntesis temática. Pero la obra que Daniel Buchard hacía llegar a mi apartamento por intermedio de un extraño, desbordaba cualquiera de estos contenidos. El estudiante había descartado el texto “Máquinas” de Luisa Valenzuela que yo había seleccionado para él. Me interesaba que esa “Máquina de la Memoria”, ideada como una premonición por Hebe Solves antes de la época oscura de la dictadura militar del Cono Sur y tan distinta de la que trastoca el tiempo de los Buendía, pudiera servir de archivo o de registro sensible en torno a los desaparecidos de la Toma del Palacio de Justicia. Me interesaba ver en su obra una propuesta artística mediada por lo político. Así se lo sugerí, y asimismo lo descartó, porque la que ahora enviaba con alevoso designio era una obra que sin duda se basaba en un texto mío, que yo había escrito en prisión. Buchard atacaba de frente. Al tiempo que me dejaba sin argumentos para objetivar su obra, conseguía ponerme en la cuerda floja. Allí estaba la mano infame de Leopoldo Vallejo, no había otro modo de concebir algo tan perfecto en su materia simple. Nada podía hacer por impedir la realidad de ese martes.
El hombre corpulento y calvo, con manos de leñador, que subió las escaleras de los seis pisos del edificio, me entregó la pesada caja de madera sin disimular su enojo.
—¿Dónde estaba escondido? —me cuestionó. Habría esperado un saludo—. Llevamos días buscándolo.
—Qué raro —le respondí, para no ser descortés con aquel hombre que traspiraba en las arrugas de su frente—. Aquí he permanecido las últimas semanas.
—Entonces han estado negándolo allá abajo —replicó el hombre—. Pero bueno, eso no es asunto mío. La próxima vez solicite que este tipo de encomienda le llegue directamente al museo. Al menos allí no hay que subir escaleras y no me estaría exponiendo hoy a la soledad miserable de este vecindario. Firme acá.
—¿A qué museo se refiere? —le pregunté, sin ocultar mi sorpresa.
—A este.
El hombre señaló con su bolígrafo el papel amarillo que había sido grapado en un extremo de la caja: “Para el Museo de los Esfuerzos Útiles, calle Donceles. Máquina liviana del año 48, hallada por azar el 26 de marzo de 2003”. La dirección de entrega estaba escrita aparte, sobre un papel verde en el centro de la caja y coincidía con mi domicilio. El mensajero notó mi titubeo. Pareció satisfecho, como si el propósito para el que fuera contratado se hubiese cumplido a cabalidad.
—Firme acá —insistió—. Use su bolígrafo, la tinta del mío se agotó.
Y agregó entre dientes, mientras examinaba las paredes del corredor:
—No entiendo por qué la gente decide vivir en el aire, con lo peligroso que es. ¿Se ha fijado en las grietas de esa columna? A esta ciudad la está destruyendo el abandono.
Intimidado, saqué el bolígrafo del bolsillo de mi camisa, mientras el hombre, que no portaba ningún distintivo empresarial, esta vez desviaba su mirada hacia las escaleras, como si desde ya le fastidiara (¿o temiera?) descender aferrado a la débil baranda de un edificio en ruinas y, una vez en la vereda, enfrentarse a la atmósfera intranquila de los estrechos callejones de este antiguo basurero del extremo sur, sitiado por conjuntos residenciales a medio hacer, fábricas de vidrio y hangares de reciclaje. Debía desconcertarlo la proliferación de inquilinatos de ladrillo a la vista y las anacrónicas estructuras de las trilladoras levantadas a lado y lado del callejón del Faro, que le imprimen al perímetro de la antigua estación del ferrocarril un aire de cementerio industrial.
Un sujeto así, pensé, mientras reconocía en su espalda las marcas del trabajo rudo, podría derribar a un toro. Nada raro que en su juventud hubiera sido boxeador o contrabandista de combustible en la zona costera. Me pareció atractivo en su rudeza y modales toscos. Tenía ojos saltones y pestañas largas. Lo más llamativo de su rostro se concentraba en sus labios gruesos. Le habría ofrecido café o agua si su actitud fuera más cordial. El olor a madera de cedro que desprendía el guacal desvaneció la imagen del mensajero hosco. Un torrente sanguíneo disparó mi frecuencia cardíaca.
A pesar del deterioro, el esqueleto de la máquina seguía imponiendo una forma. Buchard había esmaltado parte de la base para evitar que el óxido redujera o quebrara el armazón del objeto. Observé que había intentado limpiar las teclas superiores con trementina, pero al darse cuenta de que el efecto estético no era conveniente para el conjunto de una obra que ampliaba su misterio en la capa natural de herrumbre que la sepultaba, detuvo el proceso. También intentó reparar el rodillo, agregando una resina blanda en ambos extremos y aunque recuperó en parte la forma primaria, esa intervención falsificaba el componente de una máquina que había superado la acción del fuego. Me obstiné en comprobar que esa máquina no podía ser la misma que yo exhibía con honra en el museo. Quería descubrir detalles que me dieran argumentos para desestimar su categórica presencia. Porque si era falsa, podía serenarme, podía valorar la máquina como lo que era, la expresión de una obra, y volver a ser el profesor que estaba sobre el tiempo para cumplir con sus tareas. Pero todo indicaba que esa máquina era tan verdadera como mis recelos.
Verifiqué la hora en mi reloj y respiré confiado, aunque me asaltaron dudas: ¿por qué el mensajero me hablaba en plural? Se refirió a las escaleras del museo como si lo conociera y eso era inaudito. ¿Quién pudo estar negándome allá abajo si hace años el edificio prescindió de la portería? Sugirió que me han negado en más de una ocasión. ¿Por qué subió hasta mi apartamento si yo no abrí la puerta de entrada? Habíamos acordado una medida de convivencia: la puerta la abre el interesado, ocupándose de que la visita no incomode a los demás.
No eran muchos mis vecinos, si acaso cuatro, y eso obedecía, en parte, al informe que propagó en medios locales la Secretaría de Ordenamiento Físico sobre la estructura del edificio y en general de la zona. Los ingenieros determinaron que el edificio se había debilitado considerablemente a causa del último terremoto y recomendaban reforzar la mole con vigas de hierro, si queríamos evitar que se repitiera el desastre del callejón del Faro, cuando uno de los inquilinatos se desplomó y sepultó a una decena de individuos. Los expertos recomendaron aprovechar el espacio vacío del ascensor para levantar allí una columna que pudiera articularse al entramado de hierro. Recomendaciones que la familia Mendoza, dueña del edificio, no había acatado.
Uno de los Mendoza, borracho y proxeneta, habitaba el 202. Sus frecuentes escándalos alteraban mi sueño, pero, a decir verdad, dejaba escapar mi fantasía noctámbula y sentía cierto regocijo al imaginar que podía estar allí, como invitado a una fiesta en la que el goce alentaba el placer de mis sentidos, supeditados, en los últimos años, a una asepsia frustrante. Casares, el ingeniero estrábico del 501, alguna vez me comentó en las escaleras que la familia Mendoza había sobornado a un alto funcionario de la alcaldía para eludir sus obligaciones como propietarios de un inmueble desecho y las cosas seguían como hasta ahora.
Ninguno de los que aún vivíamos en el edificio esquinero del callejón Polanco reclamó o avisó a las autoridades. La desidia era notoria. En mi caso, debo agregar, que no solo tenía pocas posibilidades de pagar una renta más elevada en otra parte, sino que me sentía a gusto habitando ese lugar precario, a punto del desplome. Cada vez eran más numerosas las hordas de ratas que inundaban los apartamentos vacíos, mientras las cucarachas, las arañas y los coleópteros se apoderaban de las cocinas, los armarios y el vestíbulo. Me acostumbré a su ruido y los consideré parte de un paisaje natural que reclamaba especies únicas.
La estructura endeble del edificio era el sitio adecuado para esconder mi vida cuarteada por la pérdida y el despropósito. Desde ese martes, casi a las tres de la tarde, sentí aún más el peso de la ruina, porque la grieta que abrió la materialidad de esa máquina enviada por Daniel Buchard, a través de un sujeto huraño que de repente mencionó el museo, se me antojó tan honda y dañina, como la ascendencia de Leopoldo Vallejo en mi rumbo equivocado.
*Rigoberto Gil Montoya (La Celia, Risaralda, 1966). Ensayista, novelista y profesor universitario. Doctor en letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus libros de narrativa son: El Laberinto de las Secretas Angustias (Novela, IX Concurso Nacional de Novela Ciudad de Pereira, 1992), La Urbanidad de las especies (Cuentos, Colección de Escritores Pereiranos vol. 13, 1996),Perros de paja (Novela, 2000), Plop, (Novela, Concurso de Novela Breve “Álvaro Cepeda Samudio”, 2004), Mi unicornio azul (Universidad de Antioquia, 2015).
Este es el primer capítulo de la novela El museo de la calle Donceles (publicado por la Editorial Pontificia Universidad Javeriana, marzo de 2015). Ocupó segundo puesto en el Premio Nacional de Novela de Corta Universidad Javeriana.