Desde pequeño siempre me ha angustiado la idea de morir. Recuerdo que muchas veces traté de intuir cómo sería el momento de mi muerte; a veces me imaginaba anciano, rodeado de hijos y nietos, mirándome todos con ternura, aflicción, amor u odio, a la espera de ese momento final en que cerrara los ojos, pero también muchas veces me vi joven, demacrado, consumido por una penosa enfermedad, como lo son todas, o en medio de momentos de pánico, bien fuera subido en un avión que caía en picada, atrapado entre latas retorcidas de un vehículo, dando alaridos de dolor mientras huía de un incendio, o sumergido en el agua, manoteando con frenesí en vanos intentos por sacar la cara para tomar la última bocanada de aire de la vida. Todas me parecían nefastas versiones de la muerte; todas, incluso la del anciano que ve extinguir su ciclo vital de la manera más genuina que existe.
Incluso recuerdo una mucho más horrorosa que me llenaba de ansiedad: morir mientras dormía. De alguna forma la posibilidad de caer en un sueño eterno me resultaba no solo cruel sino inhumana; porque de algún modo me parecía, me sigue pareciendo, que todos tenemos derecho a enfrentarnos a ese instante, no importa lo fugaz que sea, en que le damos la cara al fin de nuestros tiempos, ese momento irrepetible en que podemos intuir, sospechar, o decir hasta aquí llegué, hasta aquí me trajo el río, no voy más. Morir mientras se duerme nos arrebata, de la manera más perversa, la posibilidad de ver la muerte a la cara con soberbia, desafiándola con altivez, menguados por el miedo o el dolor, pávidos o impávidos, satisfechos o arrepentidos, alborozados o afligidos, pero siempre con opción de aceptarla con gallardía o implorar un poco más de vida, unos cuantos días más para hacernos a la idea de partir, agradecer a quienes nos quisieron o arreglar nuestros asuntos chuecos. Pero irse a la cama con la intención de descansar un poco para afrontar un nuevo día, sin saber que al cerrar los ojos lo haremos para siempre, me parece una traición de dimensiones colosales; es como morir estando muerto, porque esa desconexión de nuestro cuerpo por seis o siete horas, se me antoja también como un pequeño prototipo de la muerte. Sin embargo soy consciente de que esta es la versión más apetecida y aceptada por todos.
Lo sé porque durante mucho tiempo acosé y sofoqué a mis amigos con preguntas de ese tipo. Entonces me aplicaba a ponerles diferentes alternativas para su final, en lo cual solía ser bastante creativo, a la espera de que ellos escogieran cuál les parecía más adecuado. Me producía una suerte de deleite ver cómo se ensombrecían o iluminaban sus caras al construir dentro de sus cabezas todo tipo de hipótesis. Me arrobaba el escuchar los elementos de juicio, ese debate al que se entregaban contra sí mismos. También me afanaba saber cómo serían, qué harían, qué decidirían para sus últimos días, o meses, o a lo sumo un par de años, de tener la certeza de que morirían. Debo decir que hace varios años dejé esa obstinación por indagar acerca de la muerte; en cambio de eso arribaron otro tipo de preguntas, situaciones hipotéticas relativas a la vida y sus reveses, al amor, las infidelidades, el sexo, la irrupción intempestiva de montones de dinero, el poder desmesurado. Pero no por eso la idea de la muerte ha dejado de agobiarme o ha perdido su protagonismo dentro de mis reflexiones.
En alguna ocasión leí un pasaje en una novela de Javier Cercas. Creo que es en Soldados de Salamina. En ella uno de los personajes decía que una persona muere cuando muere la última persona que se acordaba de ella. Cuando vi esa cita no pude continuar con la lectura; en cambio de eso me paré y comencé a dar vueltas alrededor de la sala, caminaba hasta la cocina y luego regresaba, me sentaba, me frotaba la cara con mucha vehemencia y me ponía en pie de nuevo para seguir caminando sin ninguna regularidad en mi trayectoria. Sin saberlo Cercas me había propinado un golpe que había sacudido todas las estructuras filosóficas que yo había construido en torno a la muerte. Pensé en eso durante algunos años solo para comprobar que esa noción era, tal vez, la que me había arrojado a las letras. Escribir es, de alguna manera, la posibilidad de trascender, de perpetuarse, de aferrarse a la vida, de hacer que esa última persona que se acordará de nosotros viva lo más lejano posible, en tiempos a los que nunca imaginamos que podríamos llegar.
Me acordé de todo esto porque hace unos días terminé de leer un libro de cuentos de un escritor colombiano llamado Eduardo Arias Suarez, cuya obra parece haber caído en el olvido. Murió a mediados del siglo pasado. El libro que leí, Cuentos heteróclitos, inédito y póstumo, fue publicado hace relativamente poco por la Biblioteca de Autores Quindianos, en un loable esfuerzo por reconstruir la memoria de las letras del departamento. En el prólogo del libro rescatan el fragmento de una carta que Arias Suárez envió a uno de sus amigos ante la inminencia de su muerte: Estoy desolado. Si llego a morir pronto, tú serás mi testamentario. Te dejaré mis cositas inéditas ordenaditas, para que veas si merecen publicarse.
Y esas cositas que él dejó ordenaditas llegaron a mí hace no más de una semana, setenta años después; así que aquel escritor que no conocí todavía vive, como espero vivir yo durante muchos años más, ojalá en cuerpo presente, aunque también acepto con flaca gallardía que pueda perpetuarme a través de lo que escribo con devoción y entusiasmo. Esta es también mi forma de huirle a la muerte, de aferrarme a este y a todos los tiempos que falten por venir.
Andrés Mauricio Muñoz
Excelente relato.
Gracias
Estola me encantó, no todos tienen la osadía de encarar a la compañera eterna que es la muerte y trascenderla para verla con un nuevo significado de vida e inmortalidad a través de la escritura.
Gracias, Elizabeth.
Leyendo este articulo se nota que se ha desligado de la herencia cultural que cargamos los caucanos de ver la muerte como una inmensa tragedia.